Érase una vez dos pequeños ratoncitos que vivían en un pequeño y acogedor agujero en compañía de su mamá.
No les faltaba de nada: estaban siempre calentitos, tenían comida, podían protegerse de la lluvia y también del frío…pero aun así, casi nunca estaban contentos, sobre todo cuando llegaba la hora de irse a dormir, que siempre les parecía pronto.
Un día, como muchos otros días, los dos ratoncitos fueron a dar un paseo antes de la cena para poder ver a sus amiguitos y charlar un rato antes de volver a casa, y tanto alargaron el paseo que no consiguieron encontrarse con ninguno de sus amigos, puesto que se había hecho bastante tarde.
Los ratoncitos se habían alejado mucho de casa y no estaban seguros de si podrían encontrar el camino de vuelta. Y tanto se asustaron que se pararon en el camino para darse calor y sentirse más acompañados el uno con el otro.
De pronto, en mitad de la noche y del silencio, les pareció escuchar ruido. ¿Serían las hojas movidas por el aire? ¿Sería un gran y temible gato que les querría dar caza? Y en medio de la incertidumbre apareció mamá, que llevaba toda la noche buscándoles.
Desde aquel día ninguno de los dos ratoncitos volvió a quejarse cuando llegaba la hora de irse a la cama. Se sentían tan a gustito en casa protegidos por mamá y disfrutando de todos y cada uno de sus cuidados, que hasta meterse en la cama calentita les parecía un plan fantástico, y tenían razón. Por aquel entonces ya eran conscientes de que desobedecer a su mamá podía tener consecuencias muy desagradables, y tenían tiempo de sobra durante el día para disfrutar de sus amigos y de todas las cosas que les divertían, como el brillo del sol y la brisa de la mañana.
Comprendieron que estar en casa no era algo aburrido, sino el mejor lugar que podía haber en el mundo.