En la selva todos tenían miedo a Leo, un león gigante que aterrorizaba hasta a los árboles con sus rugidos sin importar que los elefantes fuesen más grandes, que las jirafas fuesen más altas, o que incluso los peces estuvieran siempre vigilantes en los lagos… Todo el reino animal parecía tenerle miedo a Leo.
Y la verdad es que era un león muy malo que se reía cuando todos se iban corriendo asustados del lugar, dejando a Leo toda la comida deliciosa que otros animales habían conseguido con su esfuerzo y trabajo duro. Y es que aquello era una injusticia que a nadie le gustaba.
Un día decidieron hacer varios grupos para defenderse del león, pero este era tan grande, fuerte y amenazador, que todos corrían al final pensando que se los iba a comer. Y así fue por mucho tiempo hasta que un humilde ratoncito decidió terminar con todo aquel asunto insoportable.
Era un pequeñísimo ratón, minúsculo como un grano de arroz, que se mostraba muy valiente con la idea de combatir contra el león a pesar de su tamaño. Su nombre era Nito, y sus palabras eran tan solo motivo de risa y burlas para los demás animales. “¿Cómo te vas a enfrentar a él?, ¿Estás loco?, ¡Es una locura!, ¡Te va a comer sin masticar!”…eran solo algunas de las frases que Nito tenía que escuchar, pero al pequeño ratoncito no le importaba nada de eso, pues estaba completamente seguro de que podía vencer al león.
Los rumores comenzaron a extenderse por todas partes y terminaron por llegar hasta el mismísimo león, que lanzaba la más grande de las risas que podía haber. “¿Un ratón? ¿Contra mí? Por favor, debe tratarse de un error… ¿quién se atrevería a pelear contra el animal más bravo y fuerte de todo el mundo? ¡Ese ratón debe estar loco!”, se decía para sí el león desde que supo de la noticia.
Y así fue como Leo retó a Nito a una pelea, aunque para Leo no era la primera ni mucho menos. Todos recordaban las batallas que había tenido tiempo atrás contra otros que, al igual que Nito, quisieron defender un día a los demás. Pero en todas aquellas batallas Leo terminaba venciendo y dejando en ridículo a los otros. Aquello hacía que la familia de Nito tuviera mucho miedo y que sus amigos le advirtieran de que no fuese hasta el sitio acordado, pues el león se lo podía comer entero. Pero Nito siempre se tapaba sus orejas, y el día acordado se marchó tranquilo, pues sabía que no iba a pelear.
Nadie creía que el pequeño ratoncito pudiera tener una oportunidad contra una bestia cuyos dientes eran del tamaño de una banana. Cuando todo comenzó Nito vio como el león se abalanzaba sobre él y, al abrir la boca, le dijo:
Tú te sientes muy solo, ¿verdad?
Y en ese momento el león paró de golpe y le pidió que repitiera lo que acababa de decir. Nito, amablemente, volvió a repetirle que si lo que le ocurría era que se sentía solito. Leo al principio no entendía a qué se refería, pero Nito le dijo de nuevo:
Mira a toda esta gente a nuestro lado. Nadie de aquí te quiere porque les das miedo y eso es lo que tú has logrado con tu temible actitud. ¿Es que no quieres tener amigos?
Esto último dejó muy pensativo al león, que se puso triste porque en el fondo creía que aquel pequeñísimo ratón tenía bastante razón. Ya no recordaba la última vez que le habían dado un abrazo por el miedo que le tenían, así que agachó la cabeza y se rindió.
Nadie podía creer que fuese Nito el que al fin hubiese conseguido que el fiero león de la selva se rindiera, sin embargo, Nito no celebraba ninguna victoria. Por el contrario, se acercó a Leo y le dio un abrazo enorme en una de sus patas.
Ninguno perdió ese día la batalla y fue mucho lo que ambos ganaron, una amistad sincera y la paz por siempre en la bonita y apacible selva.