Había una vez una tortuga y una gacela que trabajaban en el mismo lugar. Como la tortuga era muy lenta, todos los días se levantaba temprano, pues sabía que tardaba más de una hora en llegar a su trabajo. Por el contrario, la gacela se levantaba muy tarde, pues sabía que apenas unos pocos minutos le bastaban para llegar a su trabajo.
Ambas siempre tomaban caminos diferentes porque vivían en sitios distintos, y nunca se encontraban camino al trabajo aunque llegaban prácticamente a la misma hora. Una mañana, sin embargo, sucedió algo insólito. La gacela no podía seguir su camino habitual al trabajo, pues estaban haciendo reparaciones en la calle que iban a durar todo el día: “Bueno, no importa —se dijo la gacela—, ese no es el único camino para llegar al trabajo. Además, soy muy rápida, solo me bastará con correr hacia el otro camino y llegaré a tiempo.” Pero entonces, cuando tomó el otro camino, se encontró a la gran tortuga, que caminaba lentamente ocupando toda la acera:
—No pasa nada —se dijo la gacela—, caminaré detrás de la tortuga y pronto llegaré al trabajo.
Lo que la gacela no sabía era que la tortuga era muy, muy, muy lenta, y solo le bastaron unos pocos minutos para empezar a desesperarse con su lentitud.
—Disculpe, señora tortuga —le dijo la gacela—, ¿cree que podría caminar un poco más rápido?
—Oh, es usted, señora gacela… discúlpeme. Verá, es que se me hace muy difícil el moverme con velocidad, pero haré todo lo posible.
Solo escuchar la forma lenta y pausada con la que hablaba la tortuga hacía que la gacela se sintiera muy molesta. ¿Cómo alguien podía vivir la vida con tal lentitud? Pero como la gacela no quería ser grosera, no le dijo nada más a la tortuga. Mientras, miraba y miraba su reloj, con la tortuga moviéndose igual de lenta que al principio. Y así se iba haciendo cada vez más tarde y ni siquiera podía ver a qué altura del camino iban, porque la tortuga era tan grande que cubría todo el horizonte.
Entonces la gacela pensó decirle a la tortuga que se echara a un lado para poder pasar, pero sabía que aquello sería imposible, pues el gran caparazón no la dejaría espacio. ¡Tenía que encontrar una forma de pasar sin molestar demasiado a la tortuga!
La acera era muy pequeña, así que no podría caminar a su lado, pero estaba la opción de pasar por la calle. Era peligroso, pero como la gacela era muy rápida no habría problema en adelantar unos segundos a la tortuga para cruzar la calle. Y así lo hizo, con la mala suerte de no ver que un coche se acercaba a toda velocidad:
—¡Cuidado! —Gritó el conejo que conducía el coche.
Y aunque la gacela tuvo la suficiente agilidad para quitarse del camino antes de que sucediera un accidente, terminó por resbalarse al subir a la acera y lastimándose una pata.
—¡Ay! —Gritó— ¡Me duele!
Al ver a la gacela tan lastimada, la tortuga paró su camino y la ayudó a levantarse y caminar, sosteniéndola por el hombro. Esta vez la gacela no quería ir a toda velocidad, porque si se movía muy rápido le dolía la pata.
Lo que la gacela nunca se imaginó es que llegarían al trabajo a tiempo, dándose cuenta de que toda su preocupación y toda su desesperación por llegar rápido habían sido en vano, ya que tenía suficiente tiempo para llegar al trabajo caminando con lentitud y yendo por el otro camino.
Y fue de esta forma como la gacela aprendió que no siempre hay que hacer las cosas a toda velocidad, ya que nos pueden salir mal, y que a veces es mejor ir con un pasito más lento pero seguro, como nuestra amiga la tortuga.