A veces, cuando nos ponemos enfermos y estamos solos, solemos agradecer la compañía de otros para llevar con mayor facilidad nuestra recuperación. Esto era lo que pensaba un día de verano una gallina en su casa, atacada por una tremenda gripe, al tiempo que se lamentaba por no tener a nadie de confianza a su alrededor.
Un día, mientras la pobre gallina se recuperaba sola de su molesto resfriado, su vecino, un gato muy egoísta y con ideas escasamente buenas, decidió visitar a la gallina para ver cómo se encontraba o si podía ayudarla en algo para que se recuperase más pronto y con más tranquilidad. Lamentablemente, esta tan solo era la excusa que el gato había perpetrado para presentarse ante su vecina, y no la pensaba cumplir.
¡Conseguiré engañar a mi vecina, y esta, con el juicio nublado a causa de la fiebre, me dejará entrar sin problemas! Cuando esto ocurra, me abalanzaré sobre ella hasta que tan solo queden las plumas – Pensaba el despiadado del gato, que llevaba días sin comer y cada vez se sentía más atrevido.
Al verle, la gallina, que era muy lista, supo muy bien a qué se debía aquella visita y decidió exagerar los síntomas de su gripe para engañar al gato:
¡Qué bien que me visita! ¿Podría usted ayudarme, don gato? Necesito poner agua a calentar para calmar mi garganta. ¿Podría usted hacerlo?- Preguntó la gallina.
El gato, convencido de que había conseguido engañar a la gallinita enferma, decidió poner el agua a calentar. Una vez lista y bien calentita el agua, pidió al gato que le acercase su tacita con una rica infusión. Al acercarse, la gallina batió sus alas sacando fuerzas de flaqueza, hasta verter el agua casi hirviendo de la taza sobre la cola de su vecino. ¡Cómo aullaba de dolor!
Y de esta forma, el gato jamás volvió a molestar a su vecina, ni mucho menos, a provecharse de las debilidades de los demás.