En una granja convivieron una vez muchos cerditos, y aunque ante el ojo humano podían parecer casi iguales, lo cierto es que eran muy diferentes unos de otros. Algunos eran muy grandes y lustrosos, y otros, más débiles, eran mucho más flacuchos y escuálidos. Los primeros, conscientes de su lozanía, se burlaban de los otros insinuándoles que no valían para nada.
¡Qué lástima dan esos cerditos escuchimizados! ¡Son un saquito de huesos! – Dijo el cerdo más grande y cebado de toda la granja.
Los cerditos más pequeños y menos fuertes, se apesadumbraban con aquellos comentarios y se sentían continuamente humillados por las burlas de sus compañeros de granja. No se atrevían ya, ni siquiera, a observarse en los cristales de las puertas y ventanas que les rodeaban. A pesar de las dificultades, procuraban levantarse el ánimo los unos a los otros confiando en que algún día aquellos cerditos vanidosos tendrían su justo merecido.
Un día, el granjero que cuidaba a todos ellos, bajó a la granja a por un buen ejemplar para celebrar las fiestas navideñas que se encontraban a la vuelta de la equina. El granjero observó muy atento a todos los cerdos que tenía, posando su mirada, tras un rato, sobre el cerdito más grande y pagado de sí mismo. En aquellos momentos, los cerdos más gruesos y lustrosos miraban con ojos lastimosos a sus compañeros escuchimizados, y hubieran hecho cualquier cosa por parecerse a ellos y no correr aquella triste suerte. Afortunadamente, el granjero (que no tenía demasiado claro lo de poner fin a un pobre cerdito tan solo por celebrar una fiesta), cambió de opinión y no sacó ni a uno solo de la granja.
A partir de entonces, los cerdos vanidosos comprendieron que las apariencias pueden engañar y decidieron comportarse con bondad con todos sus compañeros en aquel apacible lugar.