Érase una vez un cocodrilo muy listo que vivía en la selva amazónica. El cocodrilo, como el resto de animales, pasaba sus días sobreviviendo en su hábitat y nadando en las profundidades del río.
Día tras día, el cocodrilo se veía obligado a acudir a la orilla del río para acechar a otros animales con los que poder alimentarse y salir adelante. Como no era una tarea nada fácil, el cocodrilo simplemente dejaba que los animales sedientos se adentrasen en el agua para refrescarse y para beber un poco del agua fresca del río. Él, mientras, esperaba a los descuidados e incautos animales absolutamente quieto y camuflado bajo las aguas del río. Y de esta forma el cocodrilo solía atrapar a muchos animales.
Sin embargo, pronto se fue corriendo la voz entre los animalillos del bosque de la existencia de aquel cocodrilo, y poco a poco, dejaban de acudir al río para beber y para refrescarse tomando nuevos caminos. La naturaleza parecía haberse vuelto más amable con todos aquellos animales cuya vida peligraba al acercarse al río por culpa del cocodrilo; sin embargo, la misma naturaleza parecía estar entonces en contra de este singular reptil. El hambre acuciaba al cocodrilo cada vez más y no tuvo otro remedio que idear otra artimaña para conseguir su fin.
Su nueva idea consistía, nada más y nada menos, que en convertirse a los ojos de los demás animales en un ser sensible y debilucho. El cocodrilo procuraba vendarse sus garras, y hasta la boca, para que los demás animales del bosque le observaran y se apiadaran de él creyéndole enfermo. Y aquel nuevo plan funcionó de tal forma, que un día bajaron casi hasta los mismos hocicos del cocodrilo toda una bandada de patos, avanzando hacia el río uno detrás de otro. Aquellos patitos no caminaban hacia el agua por sus ganas de nadar o de saciar su sed, sino porque una especie de llanto lastimoso llegaba hasta sus oídos clamando ayuda.
Una vez frente al cocodrilo, la mayoría de los patitos parecían dispuestos a ayudar al fiero animal, al verle tan desvalido y enfermo. Pero uno de ellos, el más pequeño de todos que observaba algo raro en la mirada del cocodrilo, le propuso llamar al mejor veterinario de toda la selva. ¡Qué miedo le entró al cocodrilo al oír aquello! Tanto…que se le quitó el hambre repentinamente y, despavorido, decidió alejarse de la orilla en busca de la tranquilidad de las profundidades del río.
Dicen que el hambre agudiza el ingenio, y por eso el cocodrilo buscaba la mejor forma de hacerse con los animales más incautos para poder comer. Pero como la inteligencia no es patrimonio del hambre, también sirvió en aquella ocasión para que los patitos volviesen sanos y salvos a casa, unos detrás de otro, gracias a la astucia del patito más pequeño. ¡Quién iba a decirlo!