Érase una vez un pequeño ratón que pasaba todos sus ratos libres fuera de su ratonhogar, observando a los pájaros y diferentes aves que surcaban los cielos. Aquél ratón había quedado tan impresionado al ver volar a los pájaros que, desde entonces, no tenía otra obsesión que la de hacer lo mismo. ¡Nada de huir de gatos ni comer queso! ¡Ratón quería volar! «Debe ser tan maravilloso…» Se decía así mismo completamente embelesado por el ir y venir de las aves.
Tal era su obsesión, que no se le ocurrió otra cosa que empezar a coleccionar plumas que encontraba por el suelo, caídas por accidente durante el aleteo incansable de los pájaros. Así, hasta que se hizo con las suficientes plumas como para dar forma a su ansiado sueño, y ni corto ni perezoso, se construyó dos hermosas y grandes alas de preciosas y suaves plumas. A dichas plumas les colocó un arnés que había encontrado en la basura, gracias al cual pudo sujetarse las plumas a la espalda. Tras aquella operación se subió a la rama más alta de árbol que encontró…
¡Ya está todo listo para volar!- gritó el ratoncillo entusiasmado.
¡Pobre ratoncito! Nada más arrancar sus nuevas y preciosas plumas, estas le dirigieron directo hacia el suelo. Algo aturdido y con mucho dolor, el ratón comprendió que su plan no había funcionado. Durante semanas de recuperación en su ratonhogar, el ratoncito comprendió que se lo tenía merecido por querer ser quien no era. Metido en su camita con forma de queso, soñaba ahora con salir corriendo de un lado a otro, con recoger los dientes de los niños, y con comer muuuucho queso.
Pasado un tiempo y completamente recuperado, el ratoncito no paró de correr y de saltar. ¡Estaba muy contento de ser como era! Y a partir de entonces fue muy feliz, y en sus descansos de tanto correr, siguió observando con deleite a sus amados pájaros.