Érase una vez una tortuga que iba siempre, y como es costumbre entre las de su especie, con la casa a cuestas. Pero a esta tortuga en concreto el peso de su casa se le hacía demasiado grande. Este hecho hacía que debiera caminar muy despacio, perdiendo mucho tiempo durante el día yendo de un lado a otro.
El resto de las tortugas no dudaban en burlarse de ella: « ¡Es una lenta! ¡A ese ritmo nunca llegará a ningún sitio!» exclamaban todas ufanas. Pero doña Turtle, que así se llamaba, nada contestaba a aquellas burlas y seguía despacito, muy despacito, su camino.
Un día doña Turtle sintió que no podía más, y se planteó la idea de que tal vez no sería necesario cargar con todo aquel peso, y comenzó a caminar sin su casa a cuestas. ¡Qué diferencia! ¡Aquello era vida! Sin el peso sobre sus espaldas, doña Turtle comenzó a correr como las demás, y a demostrar que no era ninguna lenta, como decían.
Pero una tarde, de pronto, se desató una fuerte tormenta cargada de una lluvia voraz. ¡Qué miedo sintió aquella tarde doña Turtle bajo el resplandor de los relámpagos que caían! Y de este modo, atemorizada y empapada, doña Turtle comenzó a lamentar su decisión de abandonar su casa.
Si aún tuviera mi casita podría ahora refugiarme en ella y descansar…- se lamentaba la tortuga.
Pasada la tormenta, doña Turtle se dirigió veloz al lugar en el que había abandonado su casa. Afortunadamente seguía allí, intacta, y pudo incorporarla de nuevo a su lomo. Por lento que fuera su caminar aquella casa era su vida, y es que nadie puede ir igual de rápido por el mundo y lo que verdaderamente importa es avanzar.
Un gran susto le llevó a doña Turtle comprender aquello. ¿No os parece?