Había una vez una rana muy ambiciosa y presumida; tanto, que estaba convencida de que era un prodigio de la naturaleza, algo infinitamente bello e irrepetible. Por este motivo la rana resultaba poco agradable a los demás y bastante egoísta. No toleraba que otros pudiesen halagar a terceros y no a ella misma, pues hasta ese punto llegaba su insensatez.
¿Habéis visto a ese buey que pasea últimamente por aquí? Es tan grande y con un pelaje tan lustroso…- Exclamaba otra rana de la charca. ¡No decís más que tonterías! ¡Yo poseo el mejor color, el mejor brillo y la mayor de las fuerzas! – Contestaba la rana presumida molesta.
Y en esto que, estando un día tomando el sol a la orilla de la charca, la rana vio pasar al buey del que le habían hablado en cierta ocasión. Pudo contemplar la majestuosidad de sus formas, el brillo de su pelaje y la fiereza de su rostro. Sin duda era un animal magnífico y digno de ver.
La rana, molesta al verle, hizo todo lo que estaba en su mano y más, para poder hacerse más grande. Pero por más que se hinchó y se hinchó, no podía alcanzar las dimensiones del buey. Llena de frustración por no lograr los resultados deseados, la rana no dudó en ir más allá de sus posibilidades, y de nuevo hizo por hincharse un poco más hasta que, de pronto, estalló como una pompa de jabón.
¡Qué bien se lo pasaron las ranas de la charca aquel día saltando y jugueteando sin parar! Igual que podía haberlo hecho la rana de nuestra historia, si hubiera aprendido a tiempo a aceptarse a sí misma y a no ponerse por encima de los demás.