Érase una vez una pequeña mariposa que volaba por el prado. Era frágil y delicada, y la más bella de todas las de su especie. Brillante como un rayo de sol, aquella mariposita se llamaba Rosita.
Rosita jugaba con las tiernas amapolas y las dulces margaritas en el hermoso prado donde vivía, lleno de flores de mil colores. Sin embargo, Rosita no era feliz del todo, ya que ansiaba irse a vivir a las montañas azules que vislumbraba a lo lejos. Un día tras mucho pensar decidió irse, y mientras volaba de flor en flor, se encontró con un pajarito que la obsequió con una gran sonrisa al pasar:
Buenos días, sr. pájaro- le dijo. Buenos días mariposita- le contestó. Pajarito, ¿qué te pasa en el ojo derecho? Me ha entrado una pequeña rama y no puedo ver bien. ¿Podrías sacármela? Por supuesto- dijo la mariposita Rosita. Y acercándose al pajarillo se la quitó. Muchas gracias, ahora ya veo bien- dijo el pájaro- y tú ¿dónde vas? Me dirijo a las montañas azules- le dijo. ¿Pero no ves, pequeña mariposita, que las montañas están muy, muy lejos? Eres todavía demasiado pequeña y no conseguirás llegar. Sí podré, son unas montañas muy bonitas y deseo con todas mis fuerzas vivir allí. Pues nada, que tengas mucha suerte- dijo el pajarito mientras se despedía algo preocupado por la audacia de Rosita.
La mariposita Rosita siguió su camino y al rato se encontró con un gran conejo blanco de largos bigotes:
¡Hola conejo!, me llamo Rosita. ¡Hola mariposita Rosita! ¿Qué es eso que tienes clavado en la pata de atrás? No sé, no puedo verlo, ¿me lo puedes decir tú? Pues parece una pequeña espina- contestó la mariposita- ¿Quieres que te la quite? Sí, por favor, me duele mucho y no puedo correr- contestó el conejo. ¡Ah! ¡Qué alivio! ¿Y tú, mariposita? ¿Hacia dónde vas? Voy camino de las montañas azules- le dijo. No podrás llegar hasta allí, están demasiado lejos y son unas montañas muy altas. Te deseo mucha suerte.
La mariposita Rosita pensó que aquellos animalitos estaban exagerando, sin embargo, a medida que se alejaba del prado y subía a las montañas notaba que estaba cada vez más y más cansada. Su afán de llegar hasta la cima, sin embargo, la hacía seguir adelante, pero llegó un momento en que sintió sus alitas tan pesadas que empezó a descender en su vuelo.
Justo antes de darse contra el suelo sintió una fuerza que la volvía a impulsar hacia arriba. Era su amigo el pájaro, que al no tener la rama clavada en el ojo veía bien y había ido a rescatarla. El pobre pajarillo hizo lo que pudo, pero como no era muy fuerte, tampoco pudo más y empezaron a caer los dos. Por suerte esta vez tampoco sucedió nada malo, puesto que el conejo, al no tener la espina clavada en la pata, pudo llegar corriendo para recogerles en su gran y blandito lomo blanco.
– Dadme la mano y volvamos al prado- dijo el conejo. – Sí- contestó la mariposita Rosita- Ya no quiero vivir en las montañas azules, quiero vivir con vosotros para siempre.
Así los tres amigos volvieron a casa, fueron felices y comieron perdices, mientras Rosita comprendía que se vivía mucho más feliz y se podía llegar mucho más lejos en compañía de amigos que en soledad.