El hombre hormiga
Jonathan era un hombre rutinario, de vida aburrida y mecánica como la vida de una hormiga obrera. Soltero, sin hijos, sin pasatiempos y sin amigos. No tenía lo que se dice “una razón para vivir” así que era alguien cuyo tiempo era usado por los demás, como un patrón, un encargado de seguridad o una señora a la cual le hacía mandados cada tanto tiempo.
A la edad de 35 años lo atacó una gran depresión que había estado ocultando al mundo y su seguro médico lo derivó a mi consultorio.
Había una cosa que Jonathan necesitaba y eso era una razón para ser feliz.
No es por creerme la gran persona, pero yo mismo he otorgado con éxito esa razón de felicidad en el plano terrenal a más de 16 pacientes. Creía que podía hacerlo con él. Y quizás lo hice.
En cada sesión de la terapia intentaba profundizar cada vez más en los
recuerdos de este hombre hormiga obrera hasta que llegamos a un episodio traumático de su adolescencia. Un recuerdo que había estado reprimiendo.
Como muchos adolescentes en algún momento en su vida lo hacen, Jonathan y unos amigos prepararon una fiesta en la casa de uno de ellos. Habían comprado bebidas blancas de alto porcentaje alcohólico, como el whisky o el ron entre otras. En algún momento alguien se volvió loco y comenzó a imitar a los
corredores de Fórmula 1, esparciendo alcohol de una botella en todas
direcciones. Entre el estado de ebriedad y las rizas nadie notó que uno de
ellos encendió un cigarro. La sala se incendió casi al instante.
Todos los amigos lograron salir, excepto una. Sarah, su compañera y quizás
futura novia había quedado dentro mientras todos corrían. Jonathan simplemente no se atrevió a entrar a ayudarla, pero tampoco a apartar la mirada. El joven observó como aquella muchacha se ahogaba y quemaba en vida.
Al igual que yo, Jonathan tenía un horror descomunal al fuego o eso fue lo
que le dije.
A mí me tocó sobrevivir a un incendio que me dejó secuelas en la piel,
imborrables como la mancha de esas personas que perdí. Pero yo pude superar aquel incidente y fui feliz de nuevo. Aún sigo temiendo al fuego, pero puedo lidiar con eso. “No está mal sentir miedo” le dije.
Fueron 6 meses de terapia adicional para lograr que aquel hombre con
mentalidad de hormiga al menos vuelva a ser feliz si alguna vez lo fue.
Eso se supo una noche de octubre.
Fui llamado una mañana después de un incendio en uno de esos viejos
edificios de La Capital. Tenía que reconocer un cadáver. No era la primera vez que me encontraba en una situación así. No temía a los muertos así que asentí sin problemas ese día.
Sobre esa mesa color metálico estaba el cuerpo a medio calcinar de un hombre que mostraba una macabra sonrisa en el rostro. Ese hombre les quitó la vida a 34 personas la noche anterior y presentaba la expresión imborrable de felicidad aún después de muerto.
Ese hombre era Jonathan. Logró ser feliz una vez más antes de morir.
Es difícil tratar a ciertos pacientes, pero algunos son más flexibles y
maleables. Hombres como Jonathan tienen una mentalidad de hormiga que me han permitido sobrellevar mis problemas a medida que yo les ayudo a sobrellevar los suyos.
No puedo evitar el fuego. Me encanta, pero le tengo miedo. Así que dependo de hombres como el susodicho Jonathan para cometer esos actos, esos incendios que me dan una razón para seguir viviendo en este mundo rutinario que te hace trabajar como una hormiga obrera.