En un lugar del universo, de cuyo nombre prefiero no acordarme, tuvo lugar esta historia:
A Nube le encantaba viajar alrededor del mundo. Había contemplado, desde lo alto, las siete maravillas, los paisajes más bonitos del planeta y cientos de puestas de sol tras la inmensidad de los océanos. Pero lo que más le gustaba eran los bosques, esos mantos interminables de color verde, llenos de vida y de misterio.
Un día, mientras viajaba de un lugar a otro, detectó un olor extraño que, de repente, lo invadía todo. Pronto empezó a ver humo, y un vuelco sacudió su corazón de vapor. Enormes llamaradas engullían un bosque centenario, empujando a los animales fuera de sus hogares y consumiendo sin piedad árboles y plantas. La pena invadió cada una de sus pequeñas partículas, y comenzó a llorar como nunca lo había hecho. Lloró y lloró durante horas y días enteros hasta que no le quedó ni una sola lágrima. Entonces, al dirigir de nuevo la vista hacia abajo, vio que el agua de sus lágrimas había extinguido el fuego por completo.
Era cuestión de tiempo que, de la tierra húmeda, empezaran a brotar las primeras señales de vida. Y Nube se sintió aliviada y orgullosa de su sensibilidad.