Mis amigos me consideraban una persona muy nerviosa e impaciente y se agobiaban cada vez que, si un plan no salía como yo había previsto, me enfurruñaba como un niño. Hice todo lo que parecía estar en mi mano para relajarme: yoga, meditación, tai chi, contar hasta diez antes de enfadarme... Pero no conseguía cambiar ciertas cosas y empecé a tener miedo de perderlos. Lo cual era peor, claro, porque a más miedo, más quería controlar la situación y, por lo tanto, más ansiedad sentía.
Lo que me hizo llegar a mi estado más «zen» no fue una actividad, ni una persona que me explicara las cosas. Fue un gato. Sí, sí, un gato. Un día se plantó delante de mi local un gato callejero que debía de estar harto de ir vagando y huyendo de desaprensivos, y buscaba una mano amiga. Pero no fue tan fácil -si lo hubiera sido, no habría aprendido nada-. Empecé a ponerle comida pero hasta que no pasaron varios días no me pude acercar, y para acariciarlo tuve que esperar semanas. Y, aun así, no terminaba de confiar en mí, así que aún tuvieron que pasar un par de meses más hasta que ambos nos familiarizáramos con el otro. Pero, por fin, acabamos cogiéndonos el punto y a día de hoy somos inseparables. Nos acompañamos en plena libertad. Aquel pequeñajo me enseñó a querer sin poseer, a tener paciencia, a respetar sus tiempos y necesidades... En definitiva, a dejar ser y estar al otro.