La más grande tragedia sucedía justo delante de mí.
Vestida de su hermoso vestido blanco, decorado con piedras preciosas. Un largo y rizado cabello blanco como la nieve al igual que su piel.
Su figura tan resplandeciente ante los ojos de la misma luna que, sin temor a decirlo, era la perfecta testigo de su belleza.
Y aún con todas esas cualidades, siempre mirando hacia el cielo lleno de una infinita cantidad de estrellas, desde su balcón.
Tan solitaria...
Tan triste...
Su gran resplandor solo era superado por las pesadas lágrimas que se deslizaban en su rostro.
Yo lo sabía. Sabía perfectamente que ella estaba sufriendo, y yo sin ninguna oportunidad de consolarla.
Ni siquiera teniendo a criaturas mitológicas bajo mi dominio, ni teniendo el poder del mundo, podría hacerla sonreír.
No sabía el destino que habría para ambos. Nuestros pecados habían superado con creces la barrera de lo luminoso. Si dijera que dios nos estaba castigando a los dos, no habría forma de reprocharle por tomar esa decisión.
Aún así, muy en el fondo de mi alma, sería capaz de tomar su lugar y hundirme en la oscuridad del abismo más profundo para proteger su luz.
A pesar de vivir con tanto sufrimiento de nuestra parte, lo único que quería conseguir para ella era...
Su felicidad.