Sin retorno
Su mano derecha se asomó al intemperie, con la palma hacia arriba buscado percibir la fina y traslúcida lluvia que llegaba a ella. Inspiró largo y tendido, pasando aire hasta sus pulmones y éstos una vez repletos, redirigió el resto que aún cabía a su abdomen, todavía con esa palma extendida, moviendo las falanges de sus dedos una a una, haciendo música con cada ínfima gota de agua que llegaba a ellas. Su cuerpo se mecía minuciosamente, acompañando esa música que había comenzado en la punta de sus dedos y que era transmitida al resto de su cuerpo como la electricidad a los focos de luz, llenando de vigor y una incesante energía enriquecedora. Sus pies cruzaron el umbral para mezclarse con la tierra recién mojada, arrojando a sus sentidos la humedad, el frescor y la rudeza de los minerales contenidas en ésta. Bailar bajo el cielo brumoso y gris, sentir como la poca ropa que lleva puesta se moja y tiñe de rojo carmesí, despojandolas de las huellas de lo sucedido recientemente. Su mano izquierda mantiene firme y apretado un trozo de vidrio, ahora límpido, impoluto de la sangre contraria, producto de las aguas que caen sutilmente, pero pintado indeleble por la propia. Todo rastro de locura, ira y asco ha sido capturado por el viento fugaz que, atrevido, sacudió su rostro. No sabe cuanto a contenido el aire anteriormente recogido, pero ya es hora de dejarlo ir. Junto con él, y en un grito desgarrado y casi inentendible, maldice y nombra a su perpetrador, elevando su rostro y abriendo sus brazos. Él pide consuelo, ruega perdón, implora clemencia y de entre las arremolinadas nubes ahora negras, un rayo ilumina su cara, recibiendo un calor majestuoso y peculiar, acompañado de una intensa cortina de agua cegadora. Él llora y ríe a la vez, el cree haber alcanzado el perdón divino, mantiene sus ojos cerrados y sigue riendo de cara al firmamento, deja que sus rodillas se atornillen al suelo y y baja su cabeza, ríe nuevamente mientras vuelve la vista al inerte cuerpo destrozado de quien hace nada, devoró de su ser toda inocencia, pureza y felicidad…
Repentino; su corazón se acelera y su respiración se revela errática y jadeante. Frente a él se ha formado un charco de agua, uno que refleja el rostro golpeado, inflamado, cortado y mancillado, de un niño de solo quince años que desconoce completamente. Y entonces sí sabe; sabe que no hay perdón, sabe que no hay divinidad que interceda, sabe que no hay redención ni posible futuro. Borró con su mano derecha ahora temblorosa el reflejo de aquel extraño del charco y se despidió de él trazando con aquella afilada arma vítrea en su mano izquierda, una línea en su yugular; línea que a partir de ahora le concedería la libertad.
Una vez más el descarado cielo es testigo de una tierra embebida de dolor, culpa y sueños apagados. Es testigo de seres rotos, doblegados, abandonados. Seres que han sido empujados y sumidos al sin retorno, arrastrándolos a dejar de ser y convertirse sólo, en la sangre derramada de los caídos…