La luz se encendió y, de inmediato, escuché su voz llamándome con el nombre con el que me bautizó cuando llegué. Me acerqué guiado por ella, no sabía cómo se llamaba, casi no sabía quién era o qué hacía cuando no se me acercaba lo suficiente, pero la amaba, la amaba como si fuera mi propia madre. Me levanté sosteniéndome con mis pies al escucharla decir "buenos días", sea lo que sea que significaba, lo decía cada mañana cuando nos levantábamos, primero ella y luego yo, turbado por el ruido que hacía al caminar por la habitación. Pronto, metió su mano en mi casa, cerca del plato de comida, entre dos de sus enormes dedos llevaba un pequeño pedacito de comida, lo olfateo, es manzana. No dudé en tomarlo y comenzar a comer contento. La oía hablar, pero no comprendía las palabras que no fueran mi nombre. Cuando terminé mi comida, noté que ya no estaba. Limpié mis manos, mi nariz, mi cara y mi cabeza. Bajé por el túnel escuchándola caminar, la observé desde lo alto de la escalera, no se acercó, no me llamó. Bajé una vez más hasta la última planta, me acerqué a la puerta y olfateé, estaba lejos. Quería salir, que me abrazara. Quería ver qué hacía. Comencé a morder con la intención de hacer todo el ruido que me fuera posible para llamar su atención. Pasó un rato hasta que lo logré. Me llamó un par de veces antes de abrir la puerta y sostenerla sobre mi cabeza. No esperé ni un segundo en treparme y saltar a su mano, acomodada siempre a un lado para evitar que me lastime. Sentía sus dedos bajo mis pies y manos. Levanté la cabeza encontrándome con su cara casi pegada a la mía. Sus labios pegados a mi cabeza obligándome a cerrar los ojos, pero no me molestaba para nada, me gustaba, sabía que me quería y yo la quería a ella. Sus dedos pasando suavemente por mi espalda hacían que me diera sueño. Me acomodé estirando mi cuerpo a lo largo y cerré los ojos. Estaba calentito, podría dormir allí todo el día, hasta que mi energía despertara durante la noche, o al menos hasta que tuviera hambre y sed. Pero mi fantasía no duró, unos minutos después, volvió a dejarme en mi casa. Me resigné a tener que armar mi cama y quedarme allí, entre aserrín y papel que reemplazaban su calor.