El veneno era cruel. Por momentos, Zed, no sabía incluso quién era o por qué seguía soportándolo.
Quería que parara.
Quería morir.
El dolor era desgarrador y era aún más desesperante porque Finn no podía hacer nada para ahorrarle sufrimiento.
— Estamos cerca. —repetía Finn incansable, pero su corazón se hundía cada vez que esa frase salía de su boca. —No te duermas. ¿Escuchas?, mírame... no te atrevas a dormir.
Todavía le quedaba un largo camino por recorrer y ya no estaba seguro de que Zed pudiera aguantar. Pero, ¡tenía que hacerlo! Aún si se tratara de la última cosa que pudiera hacer por él, Finn lo salvaría.
Sus manos presionaron los dedos fríos de Zed en un intento por darle calor, pero parecían delicados y finos trozos de hielo, tan dolorosamente helados que pronto sintió las manos entumecidas y adoloridas, sin rastros de calidez en su propio cuerpo que pudiera otorgarle.
Era casi como un presagio.
Uno malo.
Cuando Zed muriera, la frialdad de su cuerpo rígido se transportaría a él. A su propia piel y ya no sería capaz de sentir calor alguno. Nunca más.
Aceleró rabioso.
No permitiría que eso sucediera.
Cuando, un tiempo después, reconoció el valle floreciente de rosas blancas y punzantes espinas, supo que había llegado al lugar correcto. Bajó del transporte y sujetó en brazos a Zed que apenas podía moverse por sí mismo.
Lo habría cargado, pero sabía que Zed se sentiría insultado por ello. Aquel niño mimado se había convertido en un altivo emperador y ni siquiera una enfermedad podría doblegarlo.
Suspiró y se mantuvo a su lado. Como siempre.
En la vida, y en la muerte también.
En el sitio no había una entrada fija, tenían que forzar una y Finn sabía cómo hacerlo. Una daga de plata centelleó con un fulgor cegador y, antes de que Zed pudiera decir nada para evitarlo, Finn se hizo un corte largo y profundo en el antebrazo derecho. Un chorro de sangre fresca salpicó las rosas tiñéndolas de un carmesí oscuro, así como las agudas espinas y el suelo húmedo a sus pies.
Segundos después, las hierbas se movieron a un lado descubriendo un sendero por el que podrían pasar.
Finn fue debilitado por el encantamiento del rosal y Zed lo regañó con la mirada, pero ambos se deslizaron por aquel oscuro túnel sin fin, del que sólo uno saldría luego.
El sendero era estrecho y sinuoso. Zed comenzaba a jadear por el esfuerzo y el veneno hizo que se doblara de dolor tantas veces en el camino, que parecía que no llegarían nunca. Finn sabía que el tiempo que tenía Zed era tan escaso como un par de horas, por lo que, con las pocas fuerzas que tenía y soportando aún la mirada belicosa del joven emperador, lo cargó en brazos el resto del camino.
Llegaron así, al sitio que rezaba la leyenda.
El árbol de pino, viejo, grueso y tan alto que parecía intentar perforar el cielo como una saeta los intimidó profundamente. Sentían el aura sagrada y antigua arraigada hondamente en los alrededores.
Finn sonrió sin poderlo contener. Estaba completamente seguro de poder salvarlo ahora.
Zed perdió la consciencia en ese mismo momento, por lo que fue incapaz de ver los pasos a seguir para conseguir que su vida ya no peligrara, ni la decisión que tomó Finn a sus espaldas.
Cuando despertó, la luz del sol de la mañana iluminó su rostro aún exhausto, pero, a pesar de ello, no sentía ningún otro malestar.
Ya no sentía la quemazón dolorosa de su sangre envenenada ni los espasmos febriles que lo derrumbaban a intervalos irregulares.
Aspiró un bocado de aire y se sintió revitalizado. Se incorporó con algo de dificultad y se sentó en la hierba.
¡Lo habían logrado!
Su sonrisa fue radiante y amplia. Llena de alivio y agradecimiento, pero se esfumó en un segundo al ver a Finn recostado débilmente contra el árbol.
Su rostro no tenía rastro alguno de color.
Una palidez mortífera pintaba aterradoramente su semblante. Sin embargo, sus labios descoloridos se las arreglaron para elevarse en una sonrisa trémula. Feliz.
Zed se asustó, ¿por qué demonios el chico estaba así? ¿Qué le había pasado mientras estuvo inconsciente?
Finn vio todas las preguntas en su mirada y un suspiro suave escapó de su boca. No sería fácil que entendiera su decisión.
— Escúchame —masculló bajo, su voz sonaba frágil y cargada de creciente debilidad—. No me queda mucho tiempo...
Lento, y mientras las lágrimas que, cómo futuro emperador siempre le habían prohibido mostrar, fluían sin cesar de los ojos de Zed, Finn le explicó su elección.
Aquel lugar obraba milagros, ciertamente, pero el costo era demasiado alto: Una vida por una vida.
Fue un sacrificio de un hombre desesperado. Al emperador. A su pueblo. Pero, más que eso, un sacrificio de amor y hacia la persona que más atesoraba en esta vida.
Zed debía vivir, y a Finn no le importaba morir si eso le garantizaba su supervivencia.
Esperaba ser perdonado por él algún día.
Esperaba reencontrarse con él en otra vida.
Tal vez pudieran tener un mejor destino.
Con esa esperanza y un beso largo dió su último aliento en los brazos del joven emperador que no parecía capaz de poder recuperar la compostura.
Quería entregar su vida por la de Finn, pero no fue posible.
Finn quería que viviera, pero ¿cómo lo haría sin él?
Cada día sería una tortura, porque Finn nunca supo que Zed lo amaba, en realidad, tanto como lo hacía él.