El pitido inconstante de una máquina en la esquina, era un sonido al que ya se había acostumbrado, pero aun entre el zumbido agudo, se concentraba en querer escuchar algo diferente fuera de esas cuatro paredes blancas que brillaban con una intensidad casi segadora a su alrededor, mas ese algo aún no estaba allí. Entonces, Catalina Riva, prefirió girarse y mirar por la ventana hasta que ese "algo" apareciera; sin embargo, era complicado saber cuando lo haría.
Después de unos largos minutos de espera, pudo escuchar el sonido de la puerta abrirse, pero aún más claro y placentero pudo oír la voz de él que la saludaba, como anuncio de su llegada. Finalmente.
Ella sonrió mientras a pasos largos él se acercaba.
—Te estuve esperando— dijo ella.
—Vine apenas terminó el trabajo. ¿Tardé demasiado?
—No —respondió débilmente. Al tenerlo ya a su lado se decidió a levantarse para recibirlo con un beso en la mejilla. Pero él la detuvo nervioso, y la hizo volver a sentar mas rápido de lo que ella se había parado.
—Cata, ¿estás segura de esto? —había tenido esa pregunta atorada en la garganta desde la conversación que tuvieron esta mañana. Pero solo ahora que era de noche, y había pasado el tiempo suficiente para el enfriar su cabeza, pudo decirla.
—Lo estoy —afirmó Catalina, dándole el beso.
—¿En serio...?
—Estaré bien, cariño. Puedo hacerlo.
Él, resignado, bajó la cabeza. Lo intentó, de verdad que lo intentó, pero no podía hacerla cambiar de opinión por su propio miedo.
—Estaré bien —le volvió a decir ella en un tono de consuelo, acariendole la mejilla. Manchas moradas y rojas moteaban la piel pálida de sus brazos: efecto de la radiación del tratamiento. Le avergonzaban, pero no podía negarse a darle afecto a su esposo, Orlando Villalba. Lo amaba demasiado y él a ella.
—Esta bien, linda. Hablaré con los doctores...
—Ya lo hice yo —admitió evitando mirarle.
Él la miró sorprendido, pero no hizo reclamos; era su salud, y por ende era decisión de ella.
El cáncer lo habían detectado el año pasado. La quimioterapia parecía funcionar, pero la enfermedad fue más fuerte de lo previsto, y el cáncer se fue extendido, dejándoles una única y última opción.
—Mañana es la operación.
El porcentaje de éxito era casi nulo. Por eso él no lo aceptó y trató de buscar otra manera. Pero ella ya no podía aguantar otro tratamiento, y sucumbiendo lentamente a la desesperación, accedió, como si la operación no hubiera sido una resolución propia a su problema, sino un destino inexorable.
Orlando Villalba, la contempló un instante con el corazón adolorido como muy pocas veces en sus largos años de casados lo había hecho.
—¿A qué hora será?
Preguntó con los ojos gachos por la tristeza. Sin embargo, sus finos labios mostraban una sonrisa solamente por ella. Lo cual era aun más triste.
—Temprano, creo que a las diez.
Ella también sonreía.
La pesadez del ambiente bastaba para borrar cualquier sonrisa, una situación común en la sala de urgencias de un hospital, ellos lo reconocían. Pero por más razón se sonreían, nesesitaban darse apoyo para luchar contra la tiembla pavorosa del desconsuelo amargo, de sufrimiento y dolor que los acechaba día y noche sin dar señales de querer rendirse hasta atraparlos, como había hecho con muchos otros pacientes del lugar.
—Entonces tienes que descansar—. Con cuidado la ayudó a acomodarse en la camilla, para después darle un beso en la frente. —Tienes que estar fuerte.
No podían permitirse flaquear a estas alturas.
—¿Te quedarás hasta que me duerma?
—Sabes que si.
—Después de mañana, lo peor habrá pasado. No sabes como deseo volver a casa contigo.
—Lo imagino. No sé como no has enloquecido todavía con ese infernal pitido de esa maquina.
Catalina rió sin dar respuesta. Ella tampoco sabía cómo es que se había acostumbrado a tan molesto ruidillo.
—Cuando regrese —murmuró ella—, quisiera que me lleves a pasear al campo para ver las flores.
Sus ojos llenos de sueño, se iban cerrando mientras hablaba. Sus conversaciones se habían vuelto cada vez más cortas a medida que la enfermedad avanzó. Pero Orlando Villalba prefería no mencionarselo a su esposa para evitar hacerla sentir mal.
Cuando estuvo seguro de que ella estaba dormida, le dio un beso, y salió de la habitación. Quería llegar a casa para poder terminar el papeleo que le faltaba. Lo más importante para él ahora era ganar dinero para cubrir los gastos del hospital sin retrasos.
Tendría mucho tiempo para descansar cuando muriera, pero esa eventualidad estaba lejos de sus planes. Aunque oía cada vez menos con con oído izquierdo y tenía que obligarse para mantener la espalda recta y elegante como en sus años de juventud para llevar su traje negro y camisa blanca muy bien planchada con compostura y garbo.
Orlando Villalba, a sus ochenta años, era un hombre hecho y derecho. Sin embargo, su apariencia aún concervada y su modo nada ingenuo de actuar le habían valido para tener menos cariño y compresión de los que nesesitaba y merecía en ese momento.
La única que le había entregado un amor sincero y reconfortante aparte de su madre, había sido su esposa, Catalina. Y estaba apunto de perderla.
Su impotencia ante esta situación lo tenía mal, apenas y podía dormir por la preocupación. Su cabello y barba se habían vuelto más blancos, ya sólo le quedaban canas. Sus llantos nocturnos a medida que pasó el tiempo fueron acompañados por oraciones por su esposa, aunque nunca había sido muy creyente como otros, pero era lo único que podía hacer para que Dios no la apartara de su lado, no tenía a nadie más; era un alma solitaria, con el corazón roto, destruido por el tiempo. No podría soportar estar sin ella, ya era demasiado viejo.
—Que tenga buena noche, señor Villalba.
Tener una buena noche, eso es lo que deseaba desde que su esposa entró en el hospital, pero era imposible. Como siempre la enfermera en turno lo despidió deseándole lo mejor para ser amable. Aunque él sabía que ella odiaba tener que ser tan cortez con todos y solo lo hacía por no quedar mal. Por lo que decidió ser breve en su respuesta.
—Igualmente.
Tras pasar el umbral de la puerta metálica del hospital, sintió el presagio de muerte que acompañaba al frío nocturno. Dolor agudo amenazó en su pecho, y sabía que no era por su esposa.
Caminó. Caminó solo por las oscuras calles que lo alejaban de su esposa. Con solo un pensamiento de incertidumbre en la cabeza: ¿Quién morirá primero?
La esposa o el esposo.