Helen miró fijamente las fotografías esparcidas en la mesa de centro, sus ojos color miel llenos de incredulidad. Se negaba a creer lo que aquellas imágenes mostraban tan claramente.
Ahí, frente a sus ojos, yacían las pruebas de que su matrimonio era una farsa, un ilusión creada a base de engaños y una doble vida, una doble vida perteneciente a su marido. En las fotos, su marido, estaba acompañado de una mujer joven y pelirroja en situaciones y posiciones que la hacían querer vomitar. La mujer en las fotos besaba, tocaba y disfrutaba del hombre que hasta hace minutos había creído era el ejemplo de marido perfecto.
El ejemplo de perfecto de amigo, amante, compañero, padre…
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, un llanto silencioso originado de su crudo dolor. Sentía como si alguien hubiera metido una mano dentro de su pecho para arrancarle el corazón.
Con una mano temblorosa, tomó una de las fotografías, no cualquiera, lo mostrado en la imagen estaba lejos de ser lo más sucio allí, sin embargo, era la que más dolía. En ella, John sonreía suavemente a la mujer recostada a su lado, sus ojos azules mostraban una dulzura y amor que hacia años no había visto en los ojos de John cuando la miraba.
¿Cuándo había sido la última vez que John la mirara así? ¿Le sonriera así?
Helen no podía recordarlo.
Últimamente John siempre parecía estresado. Llegaba a casa del trabajo solo para encerrarse en su despacho, evitando mirarla, evitando sus intentos para saber como había ido su día. Ignorando sus intentos de relajarlo, despreciando sus intentos de iniciar intimidad.
Había creído se debía al cansancio, a la monotonía del trabajo. Pero no, no era por eso. Era porque se había conseguido una amante.
Una mujer años más joven que ella. La chica en las fotografías era vivaz, sensual y hermosa.
Helen junto las fotografías, una por una. Las metió en el sobre que había sido dejado en la ventana delantera de su minivan esa mañana luego de dejar a su hijo en la escuela.
Las lágrimas seguían rodando por sus mejillas, sus manos seguían temblando.
Dejó el sofá para dirigirse a su habitación, allí abrió el cajón de la cómoda junto a su cama y guardó el sobre. Entró al baño y se vio frente al espejo. Enrojecidos ojos color miel la miraron, su rostro estaba pálido, su labio inferior sangraba debido a que sin darse cuenta lo había mordido, un hábito que nunca había podido quitarse desde joven y que a John le había encantado. Él disfrutaba morder un poco su labio cada vez que la besaba. O había disfrutado hacerlo, se dio cuenta habían pasado meses desde el último beso apasionado entre ellos.
Tocó su rostro, intentando encontrar que había cambiado en ella como para que John buscará a otra mujer. Intentando encontrar que había hecho mal. Cumpliría treinta dentro de poco, su cabello rubio había perdido su brillo, su piel había perdido su brillo, sus ojos habían perdido su brillo. Todo en ella parecía haber perdido su brillo.
Ser una ama de casa la había vuelto aburrida.
«No es mi culpa.»
Se desnudo y salió del baño para mirarse en el espejo alto de la habitación, encontró imperfecciones y una pancita que horas en el gimnasio no podían desaparecer, acuno sus pechos, aquellos que John tanto había amado tocar. Tocó entonces sus curvas, que se esforzaba en mantener.
Helen se miró fijamente, en su mente no logrando no compararse con la joven en las fotografías. Cayó de rodillas frente al espejo y volvió a llorar. Ocultó su rostro entre sus manos no queriendo verse más.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Enfrentar a John? ¿Escucharlo admitir ya no la amaba, ya no la deseaba? ¿Arruinaría su matrimonio solo por una aventura? ¿Dejaría a su hijo sin padre solo porque John no había podido mantener sus pantalones puestos?
Helen vio su rostro distorsionarse frente al espejo debido a la ira y la traición.
—Púdrete, John. Púdrete, púdrete, ¡púdrete! —gritó con desesperación frente a su reflejo.
Llevó su mano sobre su corazón, sintiendo aún como si alguien lo hubiera arrancado de su pecho dejándole una herida abierta.
Se puso de pie para ir a su armario. Buscó hasta encontrar lo que buscaba, un vestido negro y ajustado que nunca se había atrevido a usar. Tomó entonces del mismo lugar el juego de lencería que había comprado para el cumpleaños de John.
Horas después, Helen entró a un bar, en tacones de aguja rojos. Sintió la mirada de los pocos hombres en ese lugar en su camino a la barra, seguramente esos hombres se reían de ella. Se sentó en un banco, dejando su bolso sobre la madera oscurecida.
Miró su anillo de bodas en su regazo, con dedos temblorosas se lo sacó y guardo.
Poco después miró el estante de licores, no reconociendo ninguna de las marcas, pero aun así deseando beber todo ese alcohol y adormecer su dolor.
Un toque en la madera llamó su atención, llevó su mirada hacia el hombre alto de playera negra y jeans que se colgaba un trapo en uno de sus anchos hombros. Los ojos color chocolate la miraron con curiosidad.
—¿Qué te sirvo, preciosa?
Helen parpadeo, avergonzada bajo la mirada.
—Algo fuerte.
—¿Tú día comenzó así de mal?
—Si.
—Whisky en las rocas para la hermosa dama.
Recibió el vaso, prácticamente aferrándose a él y bebió de golpe su contenido.
—Tranquila, cariño. Hay más de donde vino eso si lo necesitas.
—Uno más.
Lo vio tomar la botella otra vez para rellenar su vaso.
—Déjala —susurró.
—Realmente la necesitas, ¿eh?
Asintió, mirando sus ojos. El hombre era guapo, demasiado, del tipo de belleza ruda y salvaje. Su piel era bronceada, su cabello oscuro y un poco largo. Era pecaminosamente sexy.
Apartó la mirada, sintiéndose culpable por estar comiéndose con los ojos a un desconocido. Era una mujer casada y…
Y su marido le había puesto los cuernos.
Helen dejó escapar una risa seca, volvió aferrarse al vaso, luchando contra las ganas de llorar.
El barman la observó durante un largo segundo antes de alejarse para atender otro cliente.
Se quedo ahí, frente a la barra, sin saber que se suponía estaba haciendo. ¿Qué había esperado? ¿Entrar a un bar a las once de la mañana y así encontrar a un hombre dispuesto a acostarse con ella? Ya ni si quiera su marido quería acostarse con ella, ¿por qué alguien más querría? Bajó la mirada.
Ella solo quería sentirse deseada otra vez.
Mostrarse así misma no había sido su culpa John le fuera infiel.
—¿Necesitas un pañuelo?
Levantó la mirada, encontrando un rastro de barba en la fuerte mandíbula del sexy hombre.
—¿Cómo te llamas?
—Isaac. ¿Y tu preciosa?
—Helen.
—Lindo nombre —comentó, dejando el trapo sobre la barra—. Entonces dime, Helen. ¿Qué te tiene tan triste como para comenzar a beber antes del medio día?
Sabía sus ojos deberían estar rojos e hinchados a pesar del maquillaje y el hielo aplicado.
—¿Todo bien, preciosa?
Se encontró con los profundos ojos color chocolate.
—¿Crees que soy sexy?
El hombre la miró sorprendido, claramente no había estado esperando esa pregunta.
—Si, creo eres sexy.
Helen rió sin humor.
—Mentiroso.
Isaac apoyó sus manos sobre la barra y se inclino, acercándose todo lo que podía a ella.
—Mira, preciosa. Eres ardiente, si quisieras te inclinaría sobre ese banco donde estas sentada y te tomaría una y otra vez hasta que lo único que pudieras hacer fuera gritar mi nombre.
Lo miró con la boca abierta, sintiéndose sin aliento ante el honesto deseo en sus ojos. Trago saliva y antes de que pudiera pensar en lo incorrecto o ridículo que era, asintió.
—Quiero —susurró.
Isaac la miró a los ojos, como si buscará una confirmación más profunda en su mirada. Un segundo después, una lenta y perversa sonrisa se formo en sus labios.
—¿Cambiamos el banco por el escritorio en mi oficina?
Helen volvió asentir, se puso de pie, y sin importarle el resto de los pocos clientes allí la miraran y supieran lo que haría, siguió la indicación de la mano de Isaac hacia la puerta junto una rocola clásica. Lo vio detenerse para encenderla, una canción de un grupo de rock sonó luego de que le pidiera a alguien se hiciera cargo. Tras eso, Isaac le abrió la puerta, un gesto tan caballeroso no fuera de lugar en él y su apariencia de hombre rudo.
Saltó ligeramente cuando la puerta se cerró a su espada. Sintió su presencia cernirse sobre ella.
—¿Estas segura, preciosa? —preguntó sobre su hombro, justo encima de su oído.
Su cuerpo se estremeció ante el tono ronco, una parte de Helen sorprendida por lo que haría, otra parte sorprendía por la clara excitación presente en la voz del hermoso hombre detrás de ella.
—Si…
Isaac colocó sus anchas manos en su cintura, atrayéndola hasta que su espalda se recostó en su amplio y fuerte pecho. Respiró hondo ante el calor que se extendió desde allí al resto de su cuerpo.
Las fuertes manos subieron en una caricia lenta y apreciativa hasta sus hombros, allí deslizó los tirantes de su vestido, continuó jalando los tirantes hasta que sus pechos fueron expuestos, había optado por no usar sostén. Isaac respiró hondo junto a su oído, después acuno sus pechos y Helen se estremeció ante las manos ásperas que cuidadosamente la sostenían.
—Eres tan sexy, cariño… —susurró con voz pesada.
Helen respiró con fuerza, cerrando sus ojos.
La mano derecha de Isaac se movió a su muslo, un descenso lento, luego su vestido fue alzado, Helen abrió sus ojos, cuando sus bragas fueron bajadas, alzó sus pies para salir de ellas, un segundo después la palma de Isaac la acuno, haciéndola gemir.
Los dedos comenzaron a moverse, círculos que le hicieron echar la cabeza hacia atrás y abrir la boca.
La mano izquierda de Isaac estaba en uno de sus pechos, apretándolo con la fuerza justa. Sintió la reveladora muestra de excitación de Isaac contra su trasero poco después, la hizo molerse contra él escuchándolo gemir. Se quejó cuando Isaac retiró su mano derecha, se dejó llevar hasta el escritorio de madera, se sentó en la esquina, abriendo sus piernas, sintiéndose tan húmeda, tan deseosa, esa zona de su cuerpo palpitaba, siguiendo el ritmo de su acelerado corazón.
Vio a Isaac abrir la bragueta de su pantalón, lo vio revelar a su duro amigo para entonces acariciarlo, sus oscuros ojos llenos de deseo fijos en Helen.
Mordió su labio y entonces comenzó a tocarse ella misma, no recordando la última vez se había sentido tan excitada. Isaac llevó su mano hacia su bolsillo trasero sacando un preservativo, lo abrió con un cuidadoso movimiento de sus dedos y entonces dejo caer sus pantalones para luego colocarse el condón en su longitud.
Helen separó aún más sus piernas cuando Isaac se acercó, Isaac sostuvo su longitud y alzando una de sus piernas con un agarre firme, se introdujo en ella.
Gritó maravillada, Isaac gruñó y comenzó a moverse, su mente quedo en blanco, lo único que importaba era su placer, lo bien que se sentían los certeros y deliciosos movimientos. Isaac sostuvo su mirada, balanceándose, su rostro lleno de disfrute. Helen gritó el nombre de Isaac, lo único coherente saliendo de su boca.
—Eres preciosa…
Echó su cabeza hacia atrás, una sonrisa de deleite formándose en sus labios hasta el final.
Horas después, Helen volvió a su papel de ama de casa, ayudo a su hijo con la tarea, preparó la cena y cuando John llegó del trabajo le dio la bienvenida, sintiéndose deliciosamente adolorida mientras le servía la cena. Cuando se inclino sobre él, percibió un ligero rastro de perfume en su ropa, recordando ya había hablado con un abogado, le sonrió dulcemente y regresó a la cocina.
Allí, sacó de su escote una servilleta doblada, mordió su labio inferior viendo el número y palabras escritas.
"Llámame cuando quieras, preciosa.
Isaac".