"Soy Sara, la amante de tu marido"
Esas palabras fueron las causantes que la vida de Melissa se desmoronara. Todo aquello que creía perfecto en su matrimonio resultaba ser solo un espejismo.
Diego, su esposo y padre de su hijo, no había sido capaz de negarlo cuando lo había confrontado. En silencio se había llevado las manos a la cara y había comenzado a disculparse entre sollozos.
-Fue un error. Yo te amo, Melissa. Perdóname- había repetido una y otra vez, mientras ella le miraba incrédula y con el alma rota.
¿De qué valía que pidiera disculpas?
-¿Lo disfrutaste? -se sorprendió a sí misma preguntando aquello. Diego le miró con la boca abierta, pero declinó responder.
Melissa sabía que Sara era una pasante en la empresa en la que trabajaba Diego. Era una muchacha normalita, sin mucha gracia y de modales bruscos. Nunca hubiese esperado que Diego se interesara en ella.
Siendo honesta, hasta le ofendía que la amante de su esposo fuese alguien tan corriente.
¿Los amantes no debían respresentar, al menos en teoría, una versión mejorada de las esposas?
Desde el día de la confesión, Diego se había ido de la casa a un hotel y le enviaba un ramo de flores diario.
Al principio se había desecho de ellos, pero últimamente estaba recibiéndolos y a su hijo le hacía ilusión encontrarlos cuando volvía del colegio.
La gente opinaba que tenía que perdonarlo porque solo había sido un desliz y Diego era un buen hombre. Además el niño necesitaba un padre...
Y eso la había hecho dudar.
Sí, Diego había sido un buen marido hasta ese momento y un padre amoroso aún a la distancia.
Pero no era su Diego. Desde hacía años la rutina había apagado la pasión entre los dos y de ese hombre risueño y encantador no quedaba nada. El engaño había sido solo el último indicio.
En cambio, ella quería volver a sentirse amada y quería amar en respuesta. Con Diego hacía tiempo, no podría especificar cuando, ya no era la misma mujer.
Las flores que Diego había mandado eran una metáfora de su relación: eran bellas, pero no durarían, se marchitarían y tendría que botarlas.
Ella no quería una relación como esas flores condenadas a la muerte. No, ella quería un amor como las flores silvestres: libres, coloridas y fuertes.
Diego y ella habían sido felices, pero no eran para siempre.
Melissa tomó el teléfono y le marcó a su marido, esperó a que le contestara y cuando lo hizo, espetó:
-Ven a casa. He tomado una decisión y quiero que nuestro hijo esté presente cuando te la comunique.