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¡Atrapada! [Libro 1]

La Tragedia.

Mi nombre es Aliah Rinaldi y vengo a contarles un poco de mi historia. Espero que puedan dedicarme unos minutos y que no les resulte aburrido.

¿Por dónde debería empezar? Hay tantas cosas que contar… Pero toda historia debe tener un principio, ¿no?

Nací en una familia normal. Aunque no teníamos mucho, éramos felices, o eso pensaba mi mente infantil. Después de todo, era solo una niña. ¿No se dice que los niños deben estar rodeados de felicidad y un ambiente agradable? Pues, ese no fue mi caso.

A decir verdad, no todo fue malo al principio. Lo que me hace preguntarme ¿en qué momento empezó a ir todo mal? Creo que fue aquel día…

Sí, lo recuerdo, fue el día en que mi padre perdió su trabajo.

—Cariño, tengo malas noticias—dijo mi padre, con una expresión abatida.

—¿Qué ha pasado?—preguntó mi madre, cruzándose de brazos.

—Me despidieron.

Mis padres se amaban, pero mi madre era una mujer un tanto... ¿especial? Tenía una mentalidad anticuada, siempre exigiendo a mi padre más de lo que él podía ofrecer. Aun así, él siempre se esforzaba por darle todo lo que ella deseaba, hasta que un error en su trabajo le costó el empleo. Ahí fue cuando todo empezó a ir en declive.

Las discusiones en mi familia se volvieron tan naturales como respirar.

—¡No puedo creer que no encuentres otro trabajo!—gritaba mi madre un día.

—Estoy haciendo lo mejor que puedo, pero nadie quiere contratarme a mi edad—respondía mi padre, agotado.

Cada sitio al que mi padre iba a solicitar un trabajo lo rechazaban, preferían a gente más joven, y él ya rondaba los sesenta años. Poco a poco, comenzó a sumirse en una profunda depresión. Mi madre lo maltrataba psicológicamente, presionándolo y haciéndolo sentir inferior, lo cual no ayudaba en absoluto a la situación.

Papá pasaba menos tiempo en casa y más en los bares, llegando borracho y creando un núcleo de violencia que tardaría toda mi vida en poder describir completamente.

En mi décimo segundo cumpleaños, me sentía ansiosa porque mi padre me dijo que tenía una sorpresa.

—Te prometo que hoy será un día especial—me dijo, con una sonrisa cansada.

Después de vivir en una casa donde nunca sabías qué podía pasar, me mentalicé a no esperar nada para no decepcionarme, pero de alguna forma, en mi subconsciente, albergaba la esperanza de que realmente hoy fuera un día feliz.

Con ese nudo en el estómago, salí de clases antes de la hora habitual y me dirigí a casa.

¿Y qué creen que pasó? Efectivamente, tenía una sorpresa, pero no era la que yo esperaba.

—¡Papá!—chillé, irrumpiendo en casa como un huracán.

Mi padre yacía inconsciente en el suelo de la cocina, con harina esparcida por todo el lugar. Asustada y con lágrimas en los ojos, lo agité enérgicamente, intentando que reaccionara, pero no hubo respuesta. Sentí como todo mi cuerpo temblaba por el shock.

—¡Mamá! ¡Mamá!—grité nuevamente, sin saber qué otra cosa hacer.

La casa estaba en un profundo silencio, así que seguí gritando una y otra vez, hasta que mi garganta empezó a irritarse.

—¿Por el amor de Dios, qué es todo este escándalo?—mi madre apareció bostezando, medio dormida.

—¡Papá está...—mi voz se quebró a mitad de frase.

Mi madre no tardó en entender la situación y sus ojos se abrieron horrorizados.

—¿¡Pero qué ha pasado aquí?!

—Yo... yo...

—Mira este desastre, toda la harina tirada en el suelo, es un desperdicio—su rostro enfadado e indignante me dejó estupefacta.

Sabía que la relación de mis padres hacía años que no era buena, pero nunca pensé que...

—¿Eso es lo que te preocupa? ¡Papá está muerto!

—¿Y de quién crees que es la culpa? Ya le dije que no tenía edad para estar haciendo tonterías. ¿Un pastel? Qué cosa más innecesaria. Al menos podría haber gastado ese dinero en mí, que era su mujer—espetó molesta, poniendo sus manos en jarra.

—Ya puestos a morirse, podría haberlo hecho en uno de sus estúpidos bares.

Miré a mi madre, esperando que las palabras que salían de su boca fueran una broma, una mentira, o quizás fruto del dolor que sentía al haber perdido a su marido. Sin embargo, su semblante me confirmó que lo decía en serio.

¿Y esta era la mujer que me había traído al mundo? Pensé con desagrado.

Los días siguientes fueron un completo desastre, por no decir una completa pesadilla.

Después del accidente de mi padre, vino una ambulancia, la policía y se hizo una pequeña investigación que concluyó que mi difunto padre murió en un accidente doméstico. Resbaló mientras intentaba coger algo en lo alto de la cocina, su cabeza golpeó contra la encimera y cayó de mala forma, lo que le provocó un derrame interno y murió desangrado.

El día de su funeral solo asistimos mi madre y yo. Ella decidió incinerarlo porque lo consideró más barato, incluso cuando le supliqué que no lo hiciera. Mi papá siempre quiso que lo enterraran con los abuelos, pero ella me ignoró e hizo lo que mejor le convenía.

—¡Ya cállate! Eres tan ruidosa—me empujó, golpeando mi cabeza.

Perdí el equilibrio y caí al suelo, provocando que la vasija con las cenizas de mi padre se rompiera y estas quedaran esparcidas en la sala de estar.

—¡Mira lo que has hecho! Deja de lloriquear. Tu padre murió por tu culpa. Si hubiera gastado ese dinero en mí y no en una hija tan inútil como tú, él estaría vivo ahora. Así que cállate, ¡y haz el favor de limpiar todo este desastre!

Después de escupir todo ese veneno hacia mí, tomó su bolso y salió de la casa, dejándome en el suelo, miserable y devastada.

¿Esta será mi vida?

Desde la muerte de mi padre, mi vida se convirtió en un infierno. Los años pasaban y todo iba de mal en peor. Mi madre pasaba cada vez menos tiempo en casa y, cuando lo hacía, traía a un hombre diferente cada vez, cada uno peor que el anterior. Por miedo a que alguno de ellos me hiciera daño, me encerraba en mi habitación sin salir.

—¿Por qué siempre traes a alguien nuevo?—le pregunté a mi madre un día, con la esperanza de obtener una respuesta que me tranquilizara.

—No es asunto tuyo—respondió fríamente, sin siquiera mirarme.

Me convertí en la cenicienta de la casa. Dejé de ir a clase para dedicarme a las labores del hogar, y el poco dinero que recibía del gobierno se lo quedaba mi madre para sus fiestas y salidas.

—Mamá, necesito dinero para comprar libros—le dije una vez, con la esperanza de que entendiera la importancia de mi educación.

—No hay dinero para eso—contestó, mientras se preparaba para salir de nuevo.

A medida que pasaban los años y crecía, mi mente cambiaba. Me volví más independiente, pero también más decepcionada del mundo. Mi desconfianza hacia todo aumentaba, y solo podía pensar en sobrevivir, como si estuviera en medio de una selva llena de monstruos salvajes que querían devorarme. Incluso entonces, en medio de esa selva, estaría mejor que donde me encontraba.

A mis dieciséis años, por suerte o desgracia, mi madre logró "enamorar" a un hombre adinerado y se casó con él. Podría llamarse ingenuidad, pero me alegraba que por fin hubiera logrado lo que tanto deseaba: casarse con alguien rico que le diera todos los caprichos. Así, al menos, no estaría en su radar y me dejaría en paz de una vez por todas.

Tener que pensar así de tu propia madre era triste.

Conociendo el carácter de mi madre, supuse que me abandonaría y me dejaría en esa casa en ruinas, lo cual habría preferido. Por fin sería libre, incluso si me quedaba sola. Pero hizo algo que no esperaba: me llevó con ella.

—¿Te vas a casar con él?—le pregunté, incrédula.

—Sí, y nos mudaremos a su casa—respondió con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

La nueva casa era mucho más grande que la anterior, lo cual no era difícil. Era bonita y lujosa, incluso tenía su propio espacio para el coche. Mi habitación, aunque pequeña, era decente, aunque con un estilo demasiado infantil para mi edad.

—¿Te gusta tu nueva habitación?—me preguntó mi madre, como si realmente le importara.

—Está bien—respondí, sin querer mostrar demasiado entusiasmo.

Las paredes eran de un tono gris claro, el techo de un blanco deslumbrante, al igual que el armario empotrado que hacía juego con un pequeño escritorio que daba a la ventana. Una alfombra esponjosa de un rosado suave del mismo color que la cama, que era pequeña para mi altura, más bien parecía una cama de una niña de ocho años y no de una de dieciséis. Pero no iba a quejarme; había vivido en situaciones peores y ya me daba igual dónde vivir, incluso dormir.

—¿Todo esto había sido preparado para mí?—me pregunté en voz alta, sin esperar respuesta.

Me era muy difícil creer que ese hombre extraño hubiera hecho todo esto para mí. Miré el peluche de color rosa que yacía a los pies de mi nueva cama y lo acaricié con cuidado, por miedo a que se rompiera. Todo esto aún me resultaba irreal. Mirando las ropas desaliñadas que llevaba y la habitación limpia y ordenada, me sentía fuera de lugar.

—¿Se puede?—preguntaron a mi espalda.

Giré mi cabeza asintiendo, observando al hombre que estaba apoyado en la puerta de mi nueva habitación.

Su cabello castaño oscuro caía hacia atrás de forma ondulada, y sus ojos grises no apartaban la vista de mí, lo que me hizo sentir un poco incómoda.

¿Será porque era la primera vez que estaba frente a un hombre que me sentía así? pensé. Se acercó a mí, inclinándose un poco para estar a mi altura.

—Llevémonos bien, ¿sí?—dijo con una sonrisa.

Me evaluó con la mirada, colocando su mano en mi hombro y acariciándolo con sus dedos, provocándome un horrible escalofrío.

—No tengas miedo, puedes confiar en mí y decirme papá. Pero si no te sientes cómoda, puedes decirme Derek o como quieras. Cuidaré muy bien de ti—proclamó.

Asentí sin más, y Derek, con una sonrisa, se incorporó y salió de la habitación. Suspiré aliviada. Nada en ese hombre me transmitía confianza ni seguridad; incluso la sonrisa que me mostró se sentía falsa.

—¿Quizás lo estaba pensando demasiado?—me pregunté.

—¡¿Ser mi nuevo papá? ¿Acaso lo pedí?!—me dije a mí misma, con rabia.

Solo tenía un padre, ¡y por mi culpa estaba muerto!

No quería ningún otro papá que no fuera él. Apreté los puños con enfado y frustración, y mis ojos se llenaron de lágrimas que limpié rápidamente con el dorso de mi manga llena de agujeros.

Saqué lo único que me quedaba de mi difunto padre.

Logré esconderlo de mi madre, ya que ella se encargó de vender todo lo que mi padre dejó. Era un pequeño medallón de plata en forma de corazón. En el exterior tenía las iniciales del nombre de mis padres: Gabriel y June.

Originalmente, fue un regalo para mi madre por haberme dado a luz. En él había una foto de mis padres y yo recién nacida. A pesar de que mi madre estaba toda sudada por el esfuerzo del parto, su sonrisa era tan deslumbrante que cuando vi la foto por primera vez, no lo podía creer y pensé que la imagen había sido retocada. Siempre pensé que la culpa de que todo esto pasara era porque fui una hija no deseada, pero viendo esta imagen siento que realmente se sentían felices de haberme tenido.

—¿por qué mi vida se volvió tan desgraciada?—me pregunté, abrazando el medallón y apretándolo contra mi pecho, deseando que todo esto solo fuera una horrible pesadilla y que al despertar tuviera a mis padres abrazándome, consolándome con una sonrisa.

Efímero.

El tiempo pasó, y así llegué a mis dieciocho años. Una edad que se dice, que uno de hace adulto, pero sentía que mi madurez la había alcanzado desde los doce.

Poco a poco me fui acostumbrando a mi nueva vida. Pensé que iba a mejorar, pero fue más de lo mismo. Mi madre y si esposo decidieron ahorrar dinero al no contratar un servicio de limpieza, asignándome a mí la tarea de limpiar la enorme casa. Si no lo hacía, me quedaba sin comer.

—Derek—lo llamé desde la cocina un día, esperando poder hablar con él.

—¿Qué quieres?—respondió desde el salón.

—¿Podrías hablar con mamá sobre esto? No puedo seguir así.

—No me metas en tus problemas, niña. Haz lo que te toca y no te quejes— contestó, sin siquiera mirarme.

Derek, mi padrastro, el hombre que se suponía que iba a cuidar de mí, me dijo que lo llamara papá y me llenó de palabras bonitas para ganarse mi confianza. Sin embargo, en estos momentos no hacía nada para protegerme. Simplemente observaba cómo mi madre me maltrataba e incluso la incitaba a hacerlo. ¿Por qué digo esto? Porque cuando estábamos a solas, me trataba bien, me daba comida, dulces y todos los lujos que una chica de mi edad podría desear. Pero, cuando mi madre regresaba a casa y le contaba sobre estos regalos, él lo negaba con descaro, provocando que ella me golpeara tanto física como verbalmente.

—¿Por qué le dijiste a mamá que me diste esos dulces?—le pregunté una noche.

—Porque es la verdad—dijo, sonriendo con una falsedad que me revolvía el estómago.

—¡Pero no es verdad! Tú me los diste. ¡Sabes que mamá no me cree!— respondí, frustrada.

—Es tu palabra contra la mía, pequeña. Mejor aprende a jugar bien tus cartas—dijo, dejándome sola con mi enojo.

Cuando él observaba aquella “injusticia”, se apresuraba a defenderme, tratándome de forma cariñosa y provocando en mi madre unos celos irracionales hacia mí.

—¡¿Por qué la defiendes siempre?!—gritó mi madre un día, después de que Derek intervino.

—No lo entiendes, cariño, es solo una niña—respondió él, acariciando mi cabello como si fuera una muñeca rota.

No quería ser el saco de boxeo de nadie, así que me alejé tanto de él como de ella. Solo hacía lo que me pedían para no ser molestada y que me dejaran en paz. Sin mencionar que tuve que soportar las continuas miradas lascivas y los roces "accidentales" de Derek.

Una tarde, no me encontraba muy bien. La fiebre aumentaba a pesar de mis intentos por bajarla. Supongo que algunas cosas no funcionan sin medicamentos. Mi estado se lo debía a mi madre, quien, en una de nuestras muchas peleas, me tiró agua helada y me sacó fuera de casa al aire frío, provocándome un resfriado.

—Deberías estar agradecida— dijo ella fríamente, mientras me observaba temblar.

—Agradecida por qué, ¿por estar enferma?— pregunté con sarcasmo.

—Por no echarte a la calle de una vez por todas— respondió antes de darme la espalda.

A pesar de sentirme tan mal, debía limpiar o, de nuevo, me quedaría sin comer ese día.

—Ey, pequeña —me llamó Derek.

—¿Qué quieres? —respondí sin mirarlo.

—Ven aquí, necesito hablar contigo.

Me dices así, cuando claramente no me miras de esa forma. ¡Qué hipócrita! Pensé molesta.

—Estoy ocupada, dímelo desde ahí.

—No, ven aquí ahora mismo —ordenó con impaciencia.

Estaba a los pies de las escaleras, con el cabello revuelto y bostezando, vestido solo con unos calzoncillos. Tenía un cuerpo decente, pero solo me causaba repulsión compartir el mismo espacio con él.

—¿Dónde está tu madre? —quiso saber.

—No lo sé —respondí con sequedad.

¿En qué momento me convertí en la niñera de mi madre?

Bajó las escaleras con total indiferencia, pasando de largo, pero no sin antes rozar su hombro con el mío, por supuesto “sin querer” como siempre. Decidí hacer como si nada, como era de costumbre.

Seguí con mis labores, evitando minuciosamente estar en el mismo espacio que él. Cuando se acercaba a la sala de estar, me dirigía a la cocina, y cuando regresaba a la cocina, iba al comedor.

—Oye, ¿me estás evitando?

¡Claro que lo hacía! ¿Acaso no es obvio, maldito desgraciado?

—No —mentí.

—Entonces, si no es así, ven aquí —ordenó de nuevo.

Me hice la loca, ignorando sus palabras y seguí con lo mío.

—¿Estás sorda o qué? Te dije que vengas.

Si crees que voy a dejar que me atrapes para meterme en más problemas, es que eres un idiota.

—Si quieres decirme algo, puedes hacerlo desde donde estoy. No es necesario que vaya hasta ti.

—Parece que te has vuelto más arrogante desde que no eres una…

—Si no tienes algo que decir, entonces me marcho —lo interrumpí a mitad de oración, dándole la espalda.

—¿¡Quién te crees que eres?!

Tiró de mi brazo con fuerza, acorralándome contra la pared, colocando mis manos detrás de mi espalda e inmovilizándome por completo. Forcejeé para liberarme, pero me tenía bien agarrada.

—¡Suéltame! —vociferé.

—Oye… shh, para ser alguien que vino de la miseria, eres muy engreída —susurró cerca de mi oído.

—¡Nadie te pidió que nos ayudaras! —espeté.

—¿En serio? Tu querida madre no estaría de acuerdo.

Pegó su cuerpo más a mí, dejando caer parte de su peso, haciéndome imposible moverme.

—Déjame ir, por favor —supliqué, intentando que no se notara en mi voz lo aterrada que estaba.

No debía flaquear ante él, que era exactamente lo que deseaba.

—Sabes… —susurró mordiendo mi oreja.

Mi cuerpo se puso rígido como una piedra, expectante.

—Cuando te vi por primera vez, sentí mucha lástima e intenté empatizar contigo. Una pobre niña desgraciada que sufría los abusos de este mundo cruel.

Una de sus manos se deslizó por mi cintura, clavando sus dedos en mi piel. Mordí mi labio con fuerza, soportando el dolor.

—Pero a medida que fuiste creciendo, desarrollándote, pensé que estaba llegando la hora de recompensármelo, ya que gracias a mí, tú y tu madre viven muy cómodamente.

Deslizó la mano por debajo de mi camisa, elevándola ligeramente mientras seguía diciendo aquellas repugnantes palabras.

—Maldito depravado, juro que…

Las puertas de la casa se abrieron y apareció mi madre, como siempre, con un par de bolsas en cada mano. Me preguntaba en qué momento se ponía todo lo que compraba.

—Pero, ¿qué…? —mi madre nos miró a ambos.

Su cara comenzó a tornarse cada vez más roja. Las venas y arrugas que ocultaba con maquillaje y correctores empezaron a hacerse notar. Sí, estaba más que furiosa. Incluso la palabra "furiosa" se quedaba corta.

Como la mierda de persona que es, mi padrastro me soltó y corrió hacia mi madre como un perro miserable en busca de la consolación de su amo.

—No es lo que parece, cariño —se excusó, arrodillándose a los pies de mi madre.

—¡¿Entonces, qué se supone que es?! —gritó mi madre, colérica.

—Ella fue quien me sedujo. Intenté detenerla, quería hacerla entender que como su padre no podemos tener ese tipo de relación…

—¡Mentira! Fue él quien siempre me molesta, siempre se insinúa conmigo —lo interrumpí, indignada.

—No lo niegues, me dijiste que dejara a tu madre para estar solo contigo. Parece que el amor que le estuve dando la confundió de alguna manera —aseguró, mirando a mi madre con puro pesar y dolor.

Este hombre debería dedicarse a la actuación. Todo lo que me estuvo haciendo durante años lo transformó en un arma para atacarme. Miré a mi madre con lágrimas en los ojos, esperando en vano que por una vez me creyera a mí y no a él. Pero su semblante cambió y se lanzó sobre mí, dándome una bofetada tan fuerte que casi caigo al suelo.

—¡Maldita perra! ¿¡Así es como te crie?! Con todo lo que hice por ti.

Apreté aún más los puños. Miré al hombre que estaba detrás de ella, en su cara se veía claramente una sonrisa maliciosa. No lo pude aguantar más.

—¿¡Qué es lo que has hecho por mí, madre?! ¡Nunca has hecho nada por mí! Solo te preocupas por ti misma—me encaré con ella de igual forma.

Mi madre se sorprendió, por un momento por mi arrebato, era de esperar que no se imaginara que reaccionase, pero recobro la compostura pocos segundos después, agarrándome por el cabellos tirando de el.

—¡Puta desagraciada! ¿quien crees que te dió todo lo que usas y comes? maldita ingrata.

—iTu nunca me diste nada mamá! siempre me has abandonado, desde que papá murió ¡lo único que te importó fue, a que hombre llevarás a la cama para que pueda pagar tus gastos!—las palabras salieron de mi boca antes que pudiera procesarlas.

—¿así piensas de tu madre? ¡entonces veremos cómo vives sin mí de ahora en adelante!—tirando de mi cabello, me arrastró por toda la casa, hasta la puerta principal, echándome a la calle cual perro fuese.

—¡debí haberte matado el día que esa cosa repugnante murió!— sentenció mirándome por última vez con frialdad, cerrándome la puerta en la cara, abandonandome complemente, en la helada noche de invierno.

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