...MORRIGAN PARTE I...
A veces nos derrumbamos hasta tal punto que incluso la idea de la felicidad nos asusta. Los ojos del corazón se acostumbran a la oscuridad e incluso la luz más suave se vuelve cegadora.
Mathias Malzieu.
La tormenta aún no había empezado, pero no quedaba mucho. Los truenos resonaban con fuerza por todo el pueblo y hacían temblar las paredes de aquella diminuta casa a las afueras, con la pintura blanca desconchada, el techo de tejas naranjas y el jardín descuidado, con un tractor oxidado en el frente.
En el sótano, oscuro como la boca del lobo, entre las incontables cajas de cartón humedecidas y rotas se escuchaba una tenue vocecilla, que a medida que te acercabas a ella se iba haciendo más y más temblorosa, más rota.
― Sol, Próxima Centauri, Alfa Centauri A, Alfa Centauri B, Estrella de Barnard, Luhman 16 A, Luhman 16 B, WISE...
Eso era lo que cada noche se podía escuchar allí abajo, casi como un llanto. Siempre lo repetía, pero nadie la escuchaba, esa era su intención mientras, arriba, se oían los gritos de un hombre y otros tres niños. Él los golpeaba con brutalidad, y ella se escondía allí abajo, rezando por que no la encontrara.
― ¿Tienes miedo?― murmuró alguien entre las sombras.
La voz rota se silenció de repente.
― ¿Tienes miedo?― repitió amablemente y cuatro llamas verdosas se prendieron e iluminaron el oscuro lugar.
Así, la niña quedó casi al descubierto, entre los adornos navideños que hacia años que nadie usaba y una pila de mantas viejas roídas por las ratas. Ella se encogió mientras el extraño se le acercaba.
― No es real, no es real...― se repetía tapándose los oídos.
― Lo soy― aseguró el joven con las orejas llenas de aros dorados y el pelo platinado, casi blanco, plantado frente a ella con una sonrisa forzada.― Créeme.
Se agachó hasta quedar a su altura e hizo que apartara las manos de sus orejas. Aquella actitud lo irritaba, siempre hacía lo mismo.
― Mátalos― le dijo y los ojos grises de la pequeña se ampliaron.― Es muy fácil.
― No.
― Hazlo, Morrigan― su mandíbula se tensó.― Acaba con ellos. Acalla sus gritos. Acaba con el miedo.
―No― murmuró nuevamente aterrada.
― Hazlo― insistió sin perder la compostura.― O él te hará daño.
Morrigan se puso en pie temblando, con la imagen de su padre en mente. La mirada se le nubló por culpa de las lágrimas.
―¡No lo haré!
Ese grito fue suficiente como para que su padre la oyera y el extraño desapareciera a la vez que las llamas.
Los pasos se acercaron a la puerta que conducían al sótano y, entonces, se abrió junto con el sonido de la lluvia cayendo en el exterior, mostrando por encima de las escaleras una enorme sombra recortada.
Una única lágrima rodó por su sucia mejilla.
Mátalos. Acaba con el dolor.
MORRIGAN
¿Qué es blanco y gordo y huele a culo de orco? Recordó Morrigan mientras contemplaba el paisaje pedregoso junto a una cafetería que ya estaba cerrando.
Xenia O’Connor siempre repetía eso durante el recreo a la vez que la señalaba junto a sus amigas. Si la vieran en aquel momento… Nadie la reconocería, ni siquiera sus hermanos. Todo había cambiado en ella, hasta el color de su pelo.
Habían pasado muchos años desde que huyó de casa y, también, desde la última vez que vio a aquel extraño de ojos verdes. Nunca, en aquel momento, habría admitido que le echaba de menos, pero lo hacía.
Sacudió la cabeza acordándose de que ya se tenía que marchar.
El autobús nunca espera a tardones. Pensó, echándole un último vistazo a las montañas que rodeaban aquel valle donde ya nada crecía, y en el que ya estaba comenzando a atardecer. Las nubes se tornaban de una tonalidad anaranjada y el sol desaparecía en el horizonte.
Se dio la vuelta y se dirigió calle abajo en silencio sin que nadie la notara, casi como un fantasma. Cuanto menos se fijaran en ella mejor, en aquellos momentos en todo el continente había una caza de brujas incesante.
En la entrada de aquel pueblo- y muchos otros- podían encontrarse a personas inocentes colgando de los árboles o quemadas en piras.
Era horrible.
El pueblo era pequeño, por lo que no tardó más de quince minutos en llegar a la estación. Compró su pasaje, y corriendo escaleras abajo llegó al autobús que la llevaría a su siguiente parada. Aquel viaje sería largo, mucho más incluso que aquel que hizo años atrás corriendo bosque a través mientras aquellas voces le susurraban palabras llenas de odio.
Una señora mayor la observó con los ojos entornados pasando junto a su asiento. Morrigan dejó su mochila en el asiento que estaba a su lado, aquella mujer de mirada curiosa elevó la barbilla y se dirigió a los asientos del fondo.
Expulsó todo el aire que había aguantado sin darse cuenta y dirigió su mirada hacia la ventana. Tras unos minutos esperando el autobús arrancó.
La luna ya brillaba en lo alto junto a las estrellas cuando salieron del pueblo. Los cadáveres, como recordaba, seguían allí, algunos de ellos eran más recientes, distinguió a dos niños entre ellos. Giró la cabeza sintiendo como sus ojos, ya comidos por los cuervos, la contemplaban.
No eran ni brujas ni, mucho menos, brujos. Eran inocentes. Personas corrientes que se encontraron en medio del fuego cruzado.
El mundo se había vuelto completamente loco. Todo comenzaba a desmoronarse.
Se encogió en el asiento, acomodándose, para no tener que ver en todo el camino por la ventana. Al fin y al cabo su parada era la última.
Cerró los ojos apoyando la cabeza en el cristal, pero en ningún momento se quedó dormida. Las voces no se lo permitían.
Los ejecutan por su culpa.
Ella no hace nada.
Lo permite. Les deja cargar con su culpa.
¡Asesina!
¡Culpable!
¡Culpable!
Apretó los labios con fuerza tratando de ignorarlas. No podía gritarles que se callaran. No allí, así que tenía que aguantarse hasta llegar a su destino. Encogió sus piernas contra el pecho y guardó las manos en los bolsillos de su gruesa sudadera negra.
Esto es cómodo. Pensó, hundiéndose en sí misma. Si solo se callasen, sería perfecto.
― Perdona― la llamó un muchacho un par de años más joven que ella.
Morrigan elevó la mirada y enseguida su atención recayó en el color sus ojos, uno marrón y otro azul. Una rara característica que muy pocos compartían. A ella le parecieron extraños, a la vez que bonitos.
―¿Si?― consiguió articular.
―¿Tienes agua?
Negó con la cabeza.
― Lo siento.
El moreno le brindó una sonrisa llena de amabilidad. Resultaba extraño, en aquellos tiempos, ver a alguien sonreír.
― No importa, gracias de todas formas― dicho esto se alejó al fondo y, al llegar a su asiento, le oyó decir:― Lo siento hermano, vas a tener que tomar la pastilla a palo seco.
Apretó los labios para no reír ante el tono gracioso que empleó. Le agradaba el echo de escuchar una voz agradable como la de él y no a las que estaba acostumbrada a oír y que al fin se habían callado.
El autobús frenó de golpe alertando a los viajeros. Morrigan se puso en pie, entornó los ojos y resopló con molestia al ver humo salir de la parte delantera.
― Perfecto― gruñó tirándose sobre su asiento de brazos cruzados.
― Lamento informarles― comenzó el conductor cerca de la salida― que tenemos algunos problemas con el motor.
Varios bufidos y gruñidos cargados de molestia llenaron el interior.
― Les insto a esperar pacientemente en sus asientos― finalizó saliendo.
Observó por la ventana. Pese a la oscuridad de la noche la joven sabía que aún quedaban varios kilómetros para llegar a la primera parada.
Masajeó sus sienes. Quería llegar a la ciudad cuanto antes y esto solo la retrasaba.
Dándose por vencida unió sus párpados y al fin se quedó dormida por completo abrazando con fuerza su mochila.
Fuera, en silencio, alguien con el rostro oculto la observaba desde la distancia.
Una corneja se posó a sus pies dando pequeños saltos.
― Aún no es el momento. No, no, no…― canturreó expulsando un oscuro humo por su boca.
Chasqueó la lengua y el motor del automóvil arrancó como por arte de magia.
Morrigan se removió sobre su asiento adormilada y mirando por última vez a través del cristal, antes de volverse a sumir en un tranquilo sueño, creyó ver a alguien en el exterior, entre aquella inmensa hilera de abetos.
El resto del camino fue de lo más tranquilo, sin sobresaltos ni problemas con el motor. Eso sí, las horas pasaron con lentitud hasta que llegó a la ciudad a la mañana siguiente.
Al despertar, por culpa de las primeras luces del día, lo primero que vio fueron los altísimos rascacielos y el puente que cruzaba el mar y llevaba a la isla vecina, pequeña, aunque muy poblada.
Bajó junto a los pocos pasajeros que quedaban, colgando la mochila sobre su hombro. El cálido viento llevaba consigo el olor a salitre del mar, cuyas aguas turquesas brillaban bajo el sol a lo lejos.
Una gaviota blanca se posó sobre una papelera que se encontraba junto al parque floreado frente al que habían bajado y, por un instante, entre el resto de viajeros, creyó ver una cabellera platinada, casi blanca.
Entreabrió la boca y se acercó al lugar, pero ya había desaparecido. Permaneció allí, de pie, obstaculizando a los viandantes, hasta que al final reaccionó y se puso en marcha.
Allí todo era muy distinto a lo que acostumbraba, las personas iban a lo suyo, pero aún así sabía que no debía dar pasos en falso o sino podría meterse en problemas de los que después no podría salir.
Caminó por las extensas calles que pese a estar repletas de coches y personas, permanecían en silencio. Nadie hablaba, todos callaban, permanecían con la cabeza agachada en aquel escenario que, en ese momento, le pareció gris, tan gris como las nubes de tormenta que la gran mayoría de veces amenazaban con descargar en el pueblo en el que nació.
Mientras cruzaba a la acera de enfrente, vio en un callejón oscuro como la boca del lobo, un rostro conocido y unos ojos verdes claros que la seguían en la distancia y que en cuanto se fijaron en los suyos desaparecieron en un instante.
Corrió hacia allí con el corazón latiéndole con mucha rapidez, pero no le encontró, parecía haberse esfumado con el humo de los coches. Meneó la cabeza de izquierda a derecha sintiéndose, de repente, tan cansada que hasta le costaba mantener los ojos abiertos.
No puede ser. No puedo seguir así. Se dijo, acercándose al paseo marino y se sentó en un banco desde el que contempló la inmensidad del mar.
― Me estoy volviendo loca― murmuró ocultando su rostro tras las manos.
No realmente. Él la seguía vigilando desde lejos.
En ese momento se encontraba sentado fuera de una cafetería, no muy lejos de su posición.
― Pareces un acosador ― le dijo un muchacho moreno sentándose a su lado. ― Deberías hablarle.
― No― gruñó peinando su pelo hacia atrás. ― Es mejor así.
El chico sonrió negando con la cabeza.
― Está bien, sigue pareciendo un loco ― articuló tendiéndole una botella. ― Toma, para la pastilla, hermanito.
El rubio se giró hacia él y la tomó. Los ojos dispares de su hermano centellearon llenos de alegría, cosa que siempre le pareció extraño. Nadie podía ser tan feliz siempre.
― ¿Desde cuándo es tan…?
― ¿Pelirroja? ― le interrumpió admirando esa larga melena rizada del color del fuego.
― Iba a decir delgada, pero también.
Él la recordaba como una niña más baja que la media, realmente pecosa, el pelo castaño claro y un ligero sobrepeso.
Su hermano pequeño le atizó el brazo con el puño cerrado y le miró mal.
― ¿Qué?― preguntó poniendo cara de haber chupado un limón.
Rodó los ojos. Por aquel tipo de comentarios, a veces le daban ganas de empujarlo al mar.
― Nada― resopló.― ¿De qué la conoces?
― Es una larga historia.
― ¿Es como nosotros?
El extraño la miró y tragó saliva.
― Sí, pero es un poco distinta.
El moreno frunció el ceño.
―¿En qué sentido?
― Aún es pronto para saberlo― Morrigan se puso en pie y la vieron alejarse con su vieja mochila gris repleta de parches de distintos colores.― Llama a Lucy, tenemos un trabajo pendiente.
Por la noche, con las farolas y las pocas personas que aún pululaban de aquí para allá, las calles de la ciudad le parecieron prácticamente exactas.
Estaba comiendo tranquilamente mientras andaba en absoluto silencio buscando algún lugar en el que quedarse cuando vio, junto a un bar, a Julie Delacroix, la mano derecha del presidente, el monstruo que, de no ser por que se lo impedían, habría hecho arder a la mitad de la población.
Se ocultó tras un contenedor y la observó, esperando a que se marchara.
Es ella.
Mátala antes de que te vea.
Asesina...
Monstruo...
A la hoguera...
Se tapó los oídos ante las voces que se entremezclaban y comenzaban a enloquecerla. Apenas se las entendía.
― Silencio― susurró tratando de mantener la calma.― Callaos.
Su cuerpo tembló inconscientemente, no por miedo, sino por molestia. Llevaban molestándola tantos años que ya no recordaba el momento en el que las escuchó por primera vez.
― Ya basta...
Apartó las manos de sus oídos apretando los dientes, recogió su mochila y salió de su escondite mostrándose calmada, algo que ni en broma estaba.
La mujer elevó la cabeza en su dirección dejando caer el cigarrillo que sostenía entre sus delicados dedos cuya impecable manicura destacaba de sobremanera incluso en medio de la noche.
― ¿Vives aquí? ― le preguntó mientras sacaba una cajetilla de tabaco de su gabardina beige.
Morrigan se tensó notablemente deteniéndose.
― No― aseguró nerviosa.
Mientras encendía su cigarrillo se puso en marcha, intentando alejarse de allí lo antes posible.
― Pues ten cuidado― le advirtió expulsando humo entre sus labios.― Los brujos y brujas aparecen a estas horas. Y no olvides que el toque de queda comienza en un rato.
Casi corrió cuando estuvo lo suficientemente lejos. Su corazón latía desbocado y sentía como si le faltasen las fuerzas. Aquel tipo de situaciones la superaban, sentía miedo y no podía hacer nada o sino la descubrirían.
―¡Eh, guapa!― exclamó una voz deteniéndola y cuatro hombres corpulentos la rodearon de repente.
― ¿A dónde vas?― inquirió uno de pelo largo acercándosele a paso lento.
La joven miró en todas direcciones buscando una salida. Dos puños se formaron a sus costados.
Cerdos. Pensó con rabia.
Mátalos.
Acaba con ellos.
Haz que callen para siempre.
Y ahí, por primera vez en su vida, les hizo caso.
―Está bien― susurró abriendo las manos.
El ceño de uno de ellos se frunció mostrando confusión.
―¿Disculpa?
Una suave brisa sopló en su dirección, meciendo sus pesados rizos rojos, en el justo momento en el que unos gruñidos guturales resonaron desde la oscuridad cortando la respiración de los hombres.
Cuatro enormes lobos, tan oscuros como la noche misma y cuyos ojos brillaban como focos aparecieron de la nada, y se colocaron, cada uno, tras ellos, sin dejar en ningún momento de gruñir.
― Atacad― les ordenó totalmente relajada y los animales le hicieron caso al instante.
Ella, por su parte, siguió su camino con los gritos de fondo, sin pizca alguna de remordimiento. Nada de aquello le afectaba ya, hacía tiempo que ver u oír a personas morir no le hacía sentir nada.
¿Me estaré convirtiendo en todo lo que odio? Se preguntaba continuamente cada noche, recordando los rostros de los muertos que había visto.
Sacudió la cabeza expulsando todo el aire de sus pulmones. El aullido de uno de los lobos la sobresaltó devolviéndola a la realidad. Debía alejarse de allí lo más que pudiera. Nadie podía verla.
Bostezando se alejó del centro y se ocultó en un almacén abandonado, extrañamente vacío y resguardado, aunque repleto de cosas rotas y olvidadas. Las paredes con la pintura desconchada y repletas de grafitis le resultaron indiferentes. Ya estaba acostumbrada a dormir en lugares que casi pasarían por vertederos.
Una sirena resonó a lo lejos durante un minuto y supo que ya había comenzado el toque de queda.
Sentada en la esquina más limpia se envolvió con una manta negra, y recostando su cabeza sobre su mochila cerró los ojos repitiendo en voz muy baja: ― Sol, Próxima Centauri, Alfa Centauri A, Alfa Centauri B, Estrella de Barnard, Luhman 16 A...
Eso en ella nunca cambió, al fin y al cabo las estrellas siempre habían sido su única constante.
Pronto se sumió en un pacífico sueño con el recuerdo de su hermano mayor presente en su memoria, aquel chico de ojos azules que tanto la acompañaba de niña cuando más nadie quería, y que la defendía de los golpes de su padre. Pero ya no estaba. Ni estaría nunca más.
― Thomas...― lloriqueó adormilada.
Un hombre joven se detuvo en el umbral de la puerta y la observó mientras dormía, desde las sombras. Una llama verdosa se encendió en la palma de su mano y suspiró pesadamente.
― Esta chica me enterrará algún día.
Un brazo le rodeó el cuello aunque ni se inmutó.
― Acosador― susurró cerca de su oído por lo que lo apartó de él con una mano.
El muchacho rió divertido por lo bajo.
― No hagas ruido― pidió y sus ojos verdes centellearon en advertencia.
― Vale...― se cruzó de brazos.― Aburrido.
El extraño le golpeó en la nuca con la mano abierta a lo que el moreno se quejó.
― Cállate.
Morrigan se removió por lo que ambos se quedaron estáticos en su lugar.
― ¿Quién es Thomas?― inquirió el joven de ojos dispares cuando la chica murmuró algo incomprensible en sueños.
El extraño apretó los labios y salió del almacén silenciosamente con su hermano pisándole los talones. Una mujer joven con el pelo negro, liso, la piel morena y los dedos llenos de anillos de plata los esperaba en el exterior, su atuendo la fundía con la oscuridad del callejón, por lo que resultaba muy complicado verla.
― Lucy― la llamó apagando la llameante luz.
―Oye― lo detuvo el moreno. Él lo miró.― Respóndeme.
― Era su hermano mayor. Su padre lo mató cuando era niña.
Acontecimiento que aún recordaba. Le dio la espalda dejándolo ahí plantado.
―¿Y de qué lo conoces?― insistió corriendo a su lado.
― No le conocí, solo lo sé― respondió con simpleza parándose frente a la mujer.
Ella compuso una mueca con los labios y guardó las manos en los bolsillos de su chupa de cuero.
― Ya han encontrado los cadáveres― les informó y una fina serpiente gris se enroscó alrededor de su delgado cuello a modo de collar.― Tenemos que irnos de la ciudad unos meses.
El rubio miró hacia atrás.
― No.
―¿Perdona?
Volteó la cabeza hacia ella sin expresión alguna en su rostro.
― No― repitió con el mismo tono neutro.
Lucy apretó los dientes.
― Tu chica ha matado a cuatro hombres― le recordó.― Nos ha expuesto a todos, ahora volverán a la caza, y lo sabes.
― Ella no es mi "chica"― dijo haciendo comillas.― Y solo se defendió.
― Lo que sea, me importa una mierda, no pienso arriesgar mi vida por una cría a la que ni conozco.
El extraño se enderezó imponiendo con su altura.
― Pues ahí― señaló la carretera― está la salida de la ciudad, si quieres irte, vete.
― Wow...― intervino el otro muchacho interponiéndose.― Como se caldeó el ambiente ¿Porqué no nos calmamos?
Ambos se mantuvieron la mirada.
― Lucy― prosiguió en tono amistoso.― Te recuerdo que Seth nos está poniendo en peor tesitura que ella, así que ya da igual.
― Ese tipo está loco. Nos matará a todos― gruñó jugando con uno de sus añillos.― ¿Lo habéis encontrado?
―No― contestó el rubio apretando el puente de su nariz.― Pero se sabe que ha vuelto.
― Estamos jodidos― bufó.
Los tres se mostraron de acuerdo. Y un silencio tenso se formó entre ellos, silencio que se fundía con el del resto de la ciudad.
― ¿Y la chica?― se interesó la morena.― ¿Qué planeáis hacer?
El joven rascó su cuello y bostezó.
― Pregúntale a él ― señaló a su hermano.― Yo me quiero ir a dormir, es muy tarde.
La atención recayó en el susodicho, que permanecía pensativo.
― Por ahora nada ― articuló con calma.― La vigilaremos y buscaremos a Seth. Ese tipo no puede continuar poniéndonos a todos en peligro.
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