Lucía era una joven hermosa, de esas que con solo mirar, dejan huella.
Pero más allá de su belleza, poseía una fuerza de voluntad inquebrantable.
Durante toda su vida había crecido bajo la sombra del desprecio de su propia familia.
Nunca entendió el porqué.
¿Acaso había hecho algo mal?
¿O tal vez... había secretos que aún no le habían sido revelados?
El dolor se había convertido en Su pan de cada día, y sin embargo, seguía adelante.
Firme. Resiliente.
Con el corazón hecho trizas, pero los pies bien plantados sobre la tierra.
¿Podría soportar tanto sufrimiento?
¿Estaría dispuesta a abrirle la puerta al amor?
Porque el amor, aunque dulce, también puede doler.
Y justo cuando pensaba que todo seguiría igual… su vida dio un giro inesperado.
¿Será para bien...?
¿O para mal...?
Eso, solo el destino lo dirá.
Liam era un chico envuelto en misterio.
Su sola presencia imponía. Su mirada, tan fría como el hielo, mantenía a todos a raya.
Pocos se atrevían a acercarse. Solo sus amigos más cercanos conocían una verdad distinta: detrás de ese rostro inexpresivo, se escondía un corazón noble.
Aún no sabía qué hacer con su vida. Sus sueños, si los tenía, se habían perdido entre el ruido de las decisiones de su padre, quien ya había trazado su destino sin consultarle.
Liam lo había tenido todo: dinero, comodidades, privilegios.
Todo… excepto felicidad.
A los trece años, la vida le arrebató lo que más amaba. Desde entonces, aprendió a callar su dolor y a disfrazarlo de indiferencia.
Pero el destino es caprichoso.
¿Será que el amor tocará a su puerta cuando menos lo espere?
¿Podrá rebelarse contra el camino impuesto y construir el suyo propio?
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Capítulo 3 – Las Sombras del Día
Un nuevo día llegó… y con él, el mismo sufrimiento de siempre.
Desde que tenía memoria, así eran sus mañanas: pesadas, grises, llenas de palabras que dolían más que el silencio.
—¡Lucía, levántate que llegaré tarde por tu culpa! —gritó Fernanda desde el pasillo.
—¡Ya salgo, me falta el bolso! —respondió Lucía, medio dormida aún.
Mientras se arreglaba, murmuraba para sí misma entre pensamientos rotos y frustración.
Seguro mis hermanos ya terminaron de desayunar... y yo aquí renegando porque la maldita alarma no sonó. Claro, se le acabaron las pilas. Tengo que comprar nuevas.
Al bajar las escaleras, sus padres ya estaban en la puerta despidiendo a sus hermanos. El señor Richard Hudson mantenía su típica postura firme, y la señora Gabriela Turner, con su aire apurado, daba instrucciones sin siquiera mirar hacia atrás.
—Pórtate bien, Fer —decía la madre—. Y tú, Alexander, cuida de tu hermana.
—Sí, mami, no te preocupes —contestó Fernanda, sonriente.
—Cuida de tu hermana, Alexander. No quiero problemas —remató Richard.
—Sí, madre... Hasta luego, padre —respondió el chico con frialdad.
Gabriela alzó la voz sin girarse.
—¡Lucía, baja ya! Vas a hacer llegar tarde a tus hermanos.
—Estoy aquí, madre… ya me voy. Cuídese… chao, papá.
—Apúrate o te quedas —gruñó Richard sin mirarla.
—Sí, padre…
El camino a la universidad fue incómodo. Lucía odiaba tener que ir con ellos, pero el auto de Fernanda estaba en el taller, y no tenía otra opción.
Al llegar, apenas una cuadra antes, su realidad volvió a golpearla.
—Bájate aquí —le dijo Alexander sin mirarla—. Y recuerda: no soy nada tuyo. Tus problemas los resuelves sola. ¿Ok?
Lucía apenas pudo responder. Las lágrimas ya querían salir, pero no les daría el gusto de verla llorar.
—Sí, hermano…
Fernanda, con su habitual veneno en la voz, remató:
—Lo mismo que dijo Alex, te lo digo yo. No te quiero cerca. No soy nada tuyo. ¿Entendiste… adoptada?
Esa última palabra la desgarró.
“Adoptada”. Siempre la usaban para herirla, aunque ella sabía que no era cierto. Alguna vez, con el valor que le quedaba, le preguntó a su madre, y ella simplemente respondió que no hiciera caso, que eran tonterías de sus hermanos.
Pero… ¿y si no lo eran?
Caminó sola, secándose las lágrimas, con el pecho apretado por tanto desprecio acumulado. Estaba tan sumida en sus pensamientos que no escuchó al principio que alguien la llamaba.
Cuando levantó la vista, la sorpresa fue como una luz en medio del abismo.
—¡Luci! —gritó una voz familiar.
Abby. Su mejor amiga. Su ancla. Corrió a abrazarla con fuerza.
—¿Qué pasó? ¿Por qué lloras? No me digas que tus hermanos te hicieron algo...
—Hola, Abby… no, no es eso —mintió, tragándose el llanto.
—¿Entonces por qué lloras? Vamos, dime, ¿qué te hicieron?
Lucía respiró hondo y, sin poder evitarlo, dejó que la verdad se escapara.
—Dijeron que hiciera como si no los conociera... que no los moleste. Y mis padres estaban enojados conmigo… como siempre. Solo les importan ellos. No yo. Y no sé por qué.
Abby la abrazó con fuerza, decidida, como solo una amiga de verdad lo haría.
—Tranquila, amiga. Aquí me tienes a mí. No te dejaré sola. Además, ¡entremos! ¡Ahora estamos en la misma universidad! ¿No es fabuloso? —soltó con una sonrisa que intentaba iluminarlo todo.
Lucía sonrió un poco, por primera vez en el día.
—Sí, es genial… Abby… ¿no sabes si Nadir estudiará aquí? No me ha escrito en toda la semana. ¿Y a ti?
—La verdad no sé… a mí tampoco me ha escrito.
—Bueno… entremos. Después se nos hace tarde.
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