Una historia de amor, sacrificio y segundas oportunidades. Ana y Daniel lo tenían todo: tres años de matrimonio sólido, un hijo adorable y una exitosa empresa que gestionaban juntos. Ana, el motor de la familia, era una mujer imparable, vital y profundamente dedicada. Su felicidad parecía inquebrantable... hasta que un diagnóstico médico terminal puso su mundo de cabeza.
Obligada a confinarse y a luchar en silencio, Ana se consume en el miedo y, sin querer, empieza a descuidar el vínculo con su esposo. En medio del dolor, el matrimonio se fractura y la peor traición se asoma, forzando a Ana a tomar decisiones que cambiarán su vida para siempre.
¿Qué pasa cuando la vida te roba todo, incluso el amor que creías eterno? ¿Y si el destino te obliga a reescribir una historia con el único hombre que te ha roto el corazón?
El olor a pastel de vainilla, azúcar quemada y niños sudados era el aroma de su felicidad. Ana sonrió mientras sostenía el globo azul de número tres que intentaba escapar hacia el cielo. Su hijo, el pequeño Martín, reía con los cachetes manchados de chocolate, aferrado a la pierna de Daniel, el padre.
"¡Papi, más alto! ¡Quiero que vuele hasta la luna!", gritó Martín.
Daniel, con su camisa de lino arremangada y esa sonrisa de hombre seguro que lo había conquistado años atrás, lo levantó en el aire. "Hasta la luna, mi campeón. Pero solo si me prometes que comerás todas las verduras de la cena."
La escena era tan perfecta que dolía. Daniel era guapo, exitoso y, sobre todo, un padre devoto y un marido que, hasta hace poco, no tenía ojos para nadie más. Tres años de matrimonio, una empresa de diseño que ambos fundaron y el pequeño Martín eran el tríptico de su vida soñada. Y justo en el centro, Ana: la mujer activa, el motor de la casa, la vicepresidenta de su compañía. Una mujer que no se rompía.
Ana cerró los ojos un instante, intentando encapsular el momento. El sol de la tarde filtrándose a través de las ramas, el eco de la risa de su hijo, la mano de Daniel que se posó fugazmente en su cintura.
Desde hacía meses, el cansancio se había instalado como un inquilino no deseado. Las migrañas eran habituales, y un dolor sordo y persistente en el costado la había obligado, hacía dos semanas, a ir a la clínica por primera vez en solitario. No le dijo nada a Daniel. Él estaba demasiado ocupado con el nuevo contrato de la empresa y ella no quería ser "la mujer dramática".
Ella se alejó del bullicio con la excusa de buscar más hielo, sintiendo la punzada familiar. Su teléfono, escondido en el bolsillo trasero de sus vaqueros, vibró. Un número desconocido. Lo ignoró.
Vibró de nuevo. Y luego, un tercer intento insistente. Ana se refugió en la cocina, cerrando la puerta corredera de cristal y levantando el móvil. El remitente no era un número, sino un nombre: Dra. Herrera.
Un escalofrío helado le recorrió la espalda, barriendo el calor del sol y el aroma del pastel. Ella había dado su móvil de empresa y le había rogado a la doctora que no la llamara. Solo mensajes.
Se llevó el aparato a la oreja, susurrando: "¿Sí? Doctora, le pedí..."
"Ana, por favor, tiene que venir lo antes posible. Los resultados de la biopsia... no puedo discutirlos por teléfono, pero... tenemos que actuar ahora."
La voz de la doctora era grave, urgente, desprovista de la habitual calma médica
En el salón, el pequeño Martín dio su grito más alto de triunfo cuando Daniel lo lanzó al aire. "¡A la luna! ¡Soy el superhéroe de tres años!"
Ana no escuchó el grito. Solo oyó el eco de dos palabras resonando en su mente, más fuertes que el bullicio de la fiesta, más frías que el hielo que había venido a buscar.
Actuar ahora.
Dejó caer el móvil sobre la encimera. Se miró las manos, temblando. Eran las mismas manos que esa mañana habían anudado la corbata de Daniel, las que habían cortado el pastel y las que ahora sentían un hormigueo eléctrico y mortal.
Daniel abrió la puerta corrediza de cristal, su rostro radiante con la alegría de la celebración.
"Cariño, ¿estás bien? Te has puesto pálida. ¿Necesitas que te prepare una de tus infusiones?" preguntó Daniel, acercándose con una genuina preocupación que a Ana le partió el alma.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para sonreír. Para mentir. Para protegerlos.
"Estoy perfecta, amor. Solo... un golpe de calor. Voy a salir un momento a tomar el aire fresco, ya sabes, la multitud me sofoca. Vuelvo en cinco minutos."
Daniel le sonrió, confiado, y le dio un beso rápido en la frente. "No tardes, la piñata está a punto de caer."
Ana asintió, recogió su móvil sin mirar la pantalla y caminó hacia la puerta. Al pasar junto a su hijo, Martín le extendió el globo azul.
"Mami, llévalo tú. Para que no se escape."
Ana tomó el globo, sintiendo la ligereza del helio. Lo sostuvo con tanta fuerza que temió reventarlo.
El globo se irá a la luna. Pero ella, se dijo, con un nudo de hielo en el estómago, no sabía si ella vería el amanecer de mañana.
El globo azul de Martín se desinfló por completo a la mañana siguiente, quedando como un guiñapo arrugado sobre la alfombra de su despacho. Ana lo miró con una punzada en el pecho: la metáfora perfecta de su estado de ánimo.
Había pasado la noche en vela, no por el dolor físico que ya sentía como una parte más de su anatomía, sino planificando. Si iba a luchar, lo haría sola. Si iba a morir, lo haría lejos de la memoria feliz de su hijo y de la confianza de su esposo.
La primera excusa fue una obra maestra de la lógica empresarial: "Una fusión de emergencia. Necesito trabajar desde casa, sin distracciones, concentrada solo en los números. Solo serán unas semanas, cariño."
Daniel, que esa mañana olía a su colonia favorita y a café recién hecho, tragó el anzuelo. No del todo convencido, pero sin sospechar la verdad.
"¿Estás segura? Sabes que mi equipo y yo podemos ayudarte. Es por eso que tenemos una empresa, Ana, para ser un equipo," insistió Daniel, mirándola con esa mezcla de admiración y leve reproche que solía usar cuando ella se excedía en su ambición.
"No, Daniel. Esto es delicado. No quiero que nadie, absolutamente nadie, toque estos archivos. Es una negociación personal." Ella sonrió, forzando un brillo en los ojos que solo la adrenalina del miedo podía darle.
Él se encogió de hombros, respetando el límite que ella siempre ponía en su trabajo. "De acuerdo, jefa. Pero al menos, baja a cenar. Y dame un beso de verdad antes de que me vaya, ¿sí?" ella se sonríe ante la petición de su amado esposo le dolía no poder contarle la verdad, ese fue el último beso "de verdad".
Una vez que Daniel y Martín se fueron, la casa de tres pisos se convirtió en una prisión. Ana reorganizó su vida:
El Tratamiento Secreto: Las citas médicas eran un juego de malabares con el calendario de Daniel. Las terapias y la quimioterapia inicial eran "reuniones secretas con socios suizos." El dolor que dejaban los medicamentos era solo "estrés laboral" ante el que se excusaba de las cenas y las noches de intimidad.
El Aislamiento Físico: Dejó de ir al gimnasio, de organizar los brunches de los sábados, de recoger a Martín de la guardería. Su confinamiento era la única forma de garantizar que nadie viera la verdad en sus ojos o en el color ceniciento de su piel.
El Muro Emocional: Cuando Daniel volvía a casa, ella ya estaba en su "oficina" (su despacho cerrado). Sus diálogos se volvieron telegramas: "¿Ya cenaste?" "¿Cómo te fue con Martín?" El contacto físico se limitó a un beso apresurado en la mejilla.
Pasaron las primeras seis semanas y la brecha entre ellos se hizo un abismo.
Una noche, Daniel se paró en el marco de la puerta de su despacho, con una botella de vino en la mano y la luz suave del pasillo.
"¿Podemos hablar, Ana? Cinco minutos. Dejemos de hablar de archivos. Hablemos de nosotros."
Ella se sobresaltó. Había estado mirando el informe de su oncólogo. Rápidamente lo cerró, como si fuera pornografía.
"Estoy muy ocupada, Daniel," contestó con un tono brusco que la sorprendió incluso a ella. Intentaba sonar profesional, pero sonó distante.
"¿Ocupada o molesta?" Daniel frunció el ceño. "Desde el cumpleaños de Martín estás... fría. No compartes, no me miras. Ya sé que la empresa es importante, pero nuestro matrimonio lo es más. ¿Qué está pasando?"
Ana sintió un arrebato de rabia, una válvula de escape para el miedo. Si supieras lo que estoy pasando, si pudieras sentir este nudo de terror... Pero la rabia se transformó en culpa, y la culpa, en la necesidad de alejarlo.
"No pasa nada, Daniel. Estoy harta. Harta de ser la que equilibra todo en esta casa, harta de que asumas que mi trabajo es menos importante que el tuyo. Necesito este espacio, ¿no lo entiendes? Necesito aire."
Ella lo vio retroceder. Sus ojos, normalmente llenos de calidez, se llenaron de una confusión dolorosa. Ella había dicho "espacio", y él había escuchado "adiós".
"De acuerdo," dijo Daniel en voz baja, la botella de vino aún colgando de sus dedos. "Te daré espacio. Pero no me pidas que entienda el silencio. Porque eso, Ana, sí que me está matando." sus palabras fueron como dagas a su corazón pero ella sabía lo que estaba provocando las cosas no iban muy bien ni había mejora y lo mejor era alejarlos a ellos del sufrimiento.
Ella se dedicó a luchar contra la muerte en el más absoluto secreto. Daniel se dedicó a llenar ese vacío, quedándose cada vez más tiempo en la empresa.
Ella se había convertido en un fantasma en su propio hogar, una sombra que evitaba el espejo y la luz. Estaba ganando la batalla contra la enfermedad, pero estaba perdiendo la guerra por su vida.
Unos meses después, en un intento desesperado por reconectar, Daniel le dejó una nota sobre la almohada:
“Una noche. La he reservado en el restaurante de siempre. Vente, te espero a las ocho. Por nosotros.”
Ana leyó la nota con el corazón encogido. Daniel estaba tendiendo un puente. Ella lo sabía. Pero ese día, la fiebre post-tratamiento la había golpeado con tal violencia que apenas podía levantarse. Estaba débil, con el pelo empezando a caerse en pequeños mechones y el cuerpo agotado.
Miró el reloj. Faltaban veinte minutos para las ocho. Se tocó el cuello, la delgadez de sus huesos. No podía ir. Daniel se daría cuenta de que estaba enferma. Daniel sentiría lástima.
Y la lástima era lo último que quería para él.
Se puso el pijama, encendió la televisión y se obligó a dormir. No respondió a la nota.
A las once y media, Daniel regresó. Ella fingió dormir profundamente. Él se detuvo en la puerta del dormitorio, sin encender la luz. Podía sentir su presencia pesada y dolida.
Él no dijo nada. No la despertó. Ella escuchó la ducha y, un rato después, la puerta del cuarto de invitados cerrarse con un clic suave y definitivo.
Ana hundió el rostro en la almohada, sintiendo un dolor mucho más agudo que el de su enfermedad. Ella había cavado la tumba de su matrimonio para salvar a su esposo, y él, finalmente, había dado el primer paso para abandonarla.
Ocho meses de infierno. Y ahora, un destello de luz: la enfermedad no había cedido por completo, pero el último informe indicaba una reducción considerable y una ventana de esperanza. No estaba curada, pero tenía una oportunidad real. Su cuerpo seguía batallando, pero el ánimo había vuelto.
Hoy, la urgencia de su visita a la empresa no era solo una confesión, era una petición de apoyo. Iba a ir a la oficina, esperarlo, y contarle la verdad. Contarle sobre la enfermedad, sobre el miedo, y sobre el milagro incipiente que necesitaba la fuerza de su familia para concretarse. Iba a suplicar su perdón por la distancia, y a pedirle que, ahora que el panorama era más claro, se convirtiera en su compañero de lucha.
(...) Ana se dirigió al dormitorio de invitados, donde Daniel ahora dormía. Él ya se había ido a la empresa. Ana sintió un miedo punzante. Hoy, hoy tenía que ser el día. Su destino no era una clínica; era el futuro que iba a pedirle a Daniel que construyeran juntos.
La empresa era su segundo hogar. Había ayudado a Daniel a construirla desde cero. Al entrar, el lobby vibraba con ese zumbido energético. Los empleados la miraron con una mezcla de sorpresa y alegría.
"¡Señora Ana! ¡Qué gusto verla!", exclamó Carmen, su asistente, acercándose con una expresión de alivio genuino.
—"Lo mismo digo, Carmen. ¿Está Daniel en su oficina? No avisé mi visita, quería darle una sorpresa."
—"Sí, señora. Pero está... en una reunión. Dijo que no lo interrumpieran por nada del mundo," dijo Carmen, bajando la voz. "Es con la señorita Soto."
El nombre de la secretaria de Daniel le dijo muy poco a Ana. Iba a ir al despacho, pero la figura de Catalina, la secretaria de presidencia—una mujer imperturbable y profesional—se interpuso con una rigidez inusual.
—"Señora Ana," dijo Catalina, con un tono que no admitía réplica. "El Señor Daniel pidió explícitamente no ser interrumpido. Está en una reunión de suma importancia."
Ana se detuvo, sintiendo el primer atisbo de alerta. La actitud de Catalina era protectora, pero también extrañamente tensa.
—"Catalina, soy Ana," replicó ella, con una sonrisa firme. "No necesito cita."
—"Lo sé, señora," susurró Catalina, mirando hacia los pasillos, con un brillo de lástima en los ojos que Ana no pudo descifrar. "Pero, por favor... no es el mejor momento."
De repente, la verdad la golpeó, no por lo que decían, sino por lo que no decían. La tensión, el secretismo... y el nombre de la "Señorita Soto". Ana recordó a Carmen, su asistente, y la urgencia de su tono.
—"¿Por qué no es el mejor momento, Catalina?" preguntó Ana, su voz bajando a un susurro de hielo. "Dímelo a la cara."
Catalina dudó, pero su lealtad a la dignidad de Ana era más fuerte que a la privacidad de Daniel.
—"Señora," masculló la secretaria, "Laura Soto lleva meses alardeando por la oficina sobre la 'compañía' que le hace al señor Daniel, ya que 'la otra' lo abandonó. Toda la empresa lo sabe, Señora. Por favor, no entre. No la vea así."
El golpe fue demoledor. El secreto no era solo de Daniel; era una comidilla empresarial. El sacrificio de Ana para que él no sufriera se había convertido en la excusa de él y el chisme de toda la oficina.
El dolor físico regresó con una violencia inaudita, pero se vio eclipsado por la furia. La mano de Ana, que iba a tocar, se abrió en un puño. Había venido a confesar la enfermedad y a pedir un abrazo. Daniel le había dado una bofetada pública.
—"No me digas qué hacer, Catalina," dijo Ana, y pasó a su lado como una ráfaga. "Yo soy la dueña de esta casa y de esta empresa."
Abrió la puerta de caoba sin tocar.
La escena fue el puñetazo final: Laura Soto estaba sentada en el borde del escritorio, y Daniel, inclinándose hacia ella, con una intimidad física que no dejaba lugar a dudas. En la mesa había papeles de trabajo, pero la mano de Daniel estaba en la rodilla de Laura, y en sus ojos, la misma ternura que Ana había venido a mendigar.
Laura se levantó de golpe. Daniel se puso pálido, derribando la silla.
—"Ana... ¿qué haces aquí? Yo... esto no es lo que parece," tartamudeó Daniel.
—"Yo me voy, señor," musitó Laura, agarrando su bloc de notas.
—"No," dijo Ana, y su voz, pura y fría, era un mandato. "Quédate, Señorita Soto. Ya que estás tan familiarizada con la vida personal de mi esposo, puedes familiarizarte con mi empresa."
Daniel dio un paso adelante, desesperado. —"Ana, por favor. Sé que estás molesta por tu reclusión. Yo solo... me sentí solo. Creí que habías dejado de amarme, que me habías abandonado. No quería que pasara."
Ella lo vio suplicar, y la verdad de su enfermedad luchó por salir de su garganta. Pero recordó a Catalina y la humillación pública. Él no merecía esa confesión. Él no merecía la carga moral de saber que había traicionado a su esposa mientras ella estaba muriendo.
—"Me abandonaste emocionalmente, ¿verdad?" Lo interrumpió Ana, asumiendo la culpa como si fuera una armadura. "Entonces, el divorcio es lo mejor."
— No tomes una decisión apresurada tenemos una familia, un hijo
— ¿ahora piensas en tu hijo?
— Podemos hacer una tregua, usted puede retirarse dice Ana refiriéndose a Laura está sale de la oficina de inmediato
—, ya que tanto quieres que piense en nuestro hijo, ya que tú no lo hiciste antes Necesito que por él hagamos una tregua quiero que delante de él y delante de tu familia seamos siendo el matrimonio perfecto.
— que ganaría yo con eso.
—"¿Qué ganas?" replicó Ana, con una frialdad cortante. "Ganas que tu padre, a quien tú conoces mejor que nadie, no te desherede. Pero ese no es mi motivo principal, Daniel. Mi motivo es Martín."
Se acercó a él, y por un momento, la dureza en sus ojos se rompió por una desesperación gélida.
"Lo que ha pasado en estos ocho meses me ha enseñado una cosa: la vida es frágil. Y la traición que cometiste... ha envenenado el recuerdo que Martín podría tener de nosotros."
Se detuvo, inhalando lentamente, para que su voz no se quebrara. tratando de aguantar las ganas de contarle la verdadera razón no quería que le tuviese lastima y mucho menos ahora que sabía que ella en su vida es facil de reemplazar,sus propias palabras eran puñales helados. "Quiero que Martín crezca feliz, creyendo que sus padres se amaban, que se respetaban, que su familia era una fortaleza. No quiero que sufra hasta que encuentre la manera de decírselo sin que te odie o me odie a mi por desarmar la familia feliz que se supone que éramos
Daniel se quedó paralizado. La intensidad y la desesperación en los ojos de Ana lo golpearon con más fuerza que la infidelidad en sí misma.
"Así que sí," continuó Ana. "Fingiremos. Por Martín. él merece una infancia intacta. Yo te permitiré tener la vida personal que quieras, siempre y cuando no se acerque a nuestro hijo, y siempre y cuando, en público y en casa, seas el esposo y padre que siempre creí que eras. Si haces lo contrario, si arruinas su imagen de familia... no te perdonaré jamás, Daniel."
Daniel sintió un escalofrío. La firmeza de Ana era absoluta.
— Asintió, la derrota grabada en su rostro. "Acepto la tregua. Por Martín." pero con la esperanza de que podrían arreglar las diferencias el amaba a Ana pero también sintió su rechazo, muchas veces su abandono y ella también tiene culpa porque no solo me abandono a mi también abandono a Martin, estuve solo y encontre en los brazos de Laura el refugio que necesitaba aunque ella no llenaría jamás el espacio de Ana simplemente llenaba un momento de saciar su calentura.
el siempre le aclaro todo que solamente sería sexo y ya.
—"Perfecto," dijo Ana. "Ahora, por favor, recoge tus cosas.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play