El cielo no era un lugar, sino un pulso. Un inmenso, constante latido de luz suspendido sobre el abismo del vacío. No existía allí el tiempo, ni la sombra, solo una eternidad brillante donde millones de almas luminosas se movían en perfecta, matemática armonía. Cada una conocía su propósito al nacer de la Luz; cada una tejía su nota en la sinfonía imperecedera que mantenía el universo a flote.
En el epicentro de ese resplandor inagotable, un ángel observaba en un silencio que contrastaba con el estruendo cósmico a su alrededor. No era el más fuerte en combate, ni el más sabio en los secretos del Principio, pero sus ojos —de un azul tan diáfano que parecía haber absorbido el primer amanecer— estaban peligrosamente llenos de preguntas no autorizadas.
Su nombre era Seraph. Pertenecía al coro de los guardianes silenciosos, aquellos designados a tejer el destino humano desde la lejanía. Eran quienes guiaban las manos de los mortales en el vértice de la duda o el peligro, los que susurraban un valor incomprensible al oído de los enfermos terminales y una esperanza tenaz a los que estaban al borde de la desesperación.
Desde sus atalayas celestiales, Seraph contemplaba los mundos que giraban en caótico orden bajo el manto estelar. Millones de vidas, miles de millones de historias, cada una hilvanada con hebras invisibles que, se le había enseñado, llevaban inequívocamente la marca de lo divino. Y sin embargo, Seraph sentía algo que desafiaba la perfección angélica: curiosidad. Una punzada fría y cálida a la vez.
A su alrededor, otros ángeles volaban en trayectorias elípticas y perfectas, cumpliendo sin titubeos las directrices que descendían desde el Corazón de la Luz Suprema. Ellos no cuestionaban la voluntad, no sentían la sombra del deseo individual. Pero él sí. La disciplina no podía acallar el eco de la incertidumbre.
A veces, cuando las Puertas Celestes se abrían como fisuras de oro fundido para permitir el descenso de las almas guardianas, Seraph se asomaba al umbral. Veía el pequeño y denso mundo de la Tierra: ciudades envueltas en un neón que competía sin éxito con la luna, hospitales que ardían en luz a medianoche, niños que lloraban por juguetes y reían por cosquillas, hombres y mujeres rezando y dudando en la misma respiración. Y en cada escena, encontraba una nueva, apremiante pregunta.
—¿Por qué lloran cuando aman? —se atrevió a preguntar una vez, creyendo que la inmensidad del cielo sofocaría sus palabras.
A su lado, un ángel de alas del color del oro antiguo —Gabriel, el heraldo, el más cercano al Verbo Divino— se detuvo y giró su rostro impasible hacia él.
—Porque el amor es el único don que el dolor no puede corromper ni el tiempo puede desvanecer —respondió Gabriel con voz atemporal, sin mirarlo realmente, como si recitara una ley física—. No indagues demasiado, Seraph. Las respuestas de la Tierra pesan más que nuestras alas.
Seraph bajó la cabeza, obediente. A pesar de ello, la duda se quedó flotando en su pecho, un latido discordante en la perfecta armonía de su ser.
Esa mañana, una campana de cristal resonó a través de los velos del firmamento, rompiendo el canto monótono. Era la llamada urgente del deber. Las luces del cielo se organizaron en patrones de atención, y las voces celestiales, un coro de vibraciones, pronunciaron su nombre:
—Seraph, el Guía Silencioso.
El ángel alzó el rostro. Había sido convocado.
En el centro exacto del reino, donde la esencia de Dios era más densa y el aire vibraba con música invisible, una figura majestuosa descendió con la solemnidad de un cometa: el arcángel Rafael, guardián de la Sanación. Su aura olía a incienso y vida nueva.
—Debes descender —dijo con una voz que era la conjunción del viento y el trueno distante—. En el mundo inferior, una niña de corazón frágil está a punto de entrar al sueño definitivo. Un médico humano intentará retenerla, pero su pulso flaqueará ante la desesperación. Guía sus manos. Mantén su fe firme. Eres su fuerza prestada.
Seraph inclinó la cabeza hasta que su halo casi rozó el suelo etéreo.
—Así será, señor.
Rafael extendió su mano, y entre sus dedos se condensó una esfera de luz blanca, un diminuto mapa astral del destino de la niña.
—No olvides quién eres, ni la naturaleza de tu misión. No mires demasiado la imperfección, no sientas demasiado el caos humano. Y, sobre todo, no te demores en la Tierra más allá del instante necesario.
Seraph asintió con una resolución fingida, pues una sombra de anhelo y duda cruzaba fugazmente sus ojos azules.
Cuando desplegó sus vastas alas de plata, la inmensidad se abrió ante él como un océano negro. Un resplandor lo envolvió en un torbellino cósmico, y en un único e inaudible suspiro, el cielo se desvaneció tras él.
La Tierra lo recibió con un frío palpable.
Apareció primero como un destello blanco entre las nubes bajas, invisible y sin peso para los ojos mortales, descendiendo suavemente hasta posarse sobre la azotea húmeda de un hospital. El aire terrestre le pareció abrumador: olía a metal esterilizado, a la promesa de lluvia y, extrañamente, a una densa y desesperada esperanza humana.
Desde una ventana brillantemente iluminada del último piso, Seraph alcanzó a ver al médico inclinado sobre la mesa quirúrgica. La pequeña paciente, apenas un cuerpo frágil cubierto por sábanas blancas, luchaba por una respiración que era casi un gemido.
Seraph atravesó el vidrio y el concreto sin dejar huella. Su presencia solo alteró la temperatura del aire en un grado, apenas el suspiro de un fantasma. El cirujano, un hombre agotado llamado Dr. Elián, sintió sin saber por qué que debía detenerse, exhalar hasta vaciar sus pulmones, y volver a intentarlo desde cero. Las manos que temblaban de fatiga y miedo se estabilizaron de repente. Bajo la guía invisible y firme de Seraph, los instrumentos se movieron con precisión sobrenatural. Los latidos de la niña, que se habían ralentizado hasta casi desaparecer, comenzaron a marcar un ritmo firme y vital.
Seraph sonrió, no por el orgullo de la tarea cumplida, sino por el inmenso alivio que sentía. La vida había vuelto a cantar su canción ruidosa y obstinada.
Permaneció junto a ella durante horas silenciosas, observando el monitor que marcaba el pulso, la actividad febril de las enfermeras, el duro resplandor de las luces de quirófano. Todo en el mundo humano era tan… tangible. Tan ruidoso, tan imperfecto, tan lleno de aristas, y a la vez, tan condenadamente real.
Y a pesar de su desorden, era hermoso.
—¿Así se siente la... existencia imperfecta? —susurró Seraph, sintiendo un cosquilleo en su esencia que nunca había experimentado.
En el paraíso, nada dolía, nada faltaba. Pero aquí, cada exhalación de la niña parecía ser una batalla ganada y una bendición recién adquirida. Era una fragilidad que generaba una fuerza asombrosa.
La niña, ahora inconsciente y estabilizada, movió sus dedos diminutos como si respondiera a su pensamiento mudo. Seraph extendió su mano, una nebulosa luminosa, apenas rozando la piel cálida de la paciente.
Por un instante que se sintió como una eternidad, sintió algo que jamás había tocado: calor. Un calor vital y efímero.
Y con ese calor, un deseo se materializó en su pecho. No era un deseo de desobedecer el mandato divino... sino un anhelo irrefrenable de entender. De ser parte del caos y la belleza que había salvado.
Mientras el Dr. Elián y los demás médicos se retiraban con el cansancio de la victoria, y la noche cubría el hospital con un manto denso y silencioso, Seraph miró hacia el cielo, un punto distante e invisible entre las nubes.
Por primera vez en su existencia sin fin, el paraíso le pareció desesperadamente lejano.
El corazón de la niña seguía latiendo, un tambor suave que marcaba su nueva vida. Y en ese ritmo, el ángel escuchó algo más:
Un llamado, tenue como el hilo de una campana, pero irresistible. Provenía de los pasillos de ese mismo hospital. Era la resonancia de una voz que aún no conocía, de una presencia humana que, sin saberlo, cargaba con el poder de sembrar la semilla de la verdadera desobediencia y de cambiar el destino de un ángel guardián.
Su nombre, todavía ignorado por Seraph, era Cameron.
La noche descendió con la suavidad de un sudario sobre el hospital, cubriendo los largos pasillos de linóleo con una penumbra azulada y uniforme. Solo quedaban las luces de emergencia, ancladas tercamente a la pared, el murmullo rítmico de los respiradores, y el latido, ahora firme y pausado, de la pequeña Celeste.
Seraph permanecía junto a su cama. Invisible. Silencioso, pero internamente ruidoso.
Había transcurrido un día entero, un parpadeo en la eternidad angélica, observando cómo el cuerpo frágil de la niña respondía a los cuidados humanos. Cada inhalación era un milagro que no residía en la magia, sino en la pura y terca voluntad de vivir. La humanidad poseía algo que los ángeles, forjados en la perfección impasible, no tenían: la vulnerabilidad. Y en el centro de esa fragilidad, Seraph descubría una forma radicalmente distinta de belleza, una que exigía esfuerzo, dolor y fe para existir.
Se inclinó sobre la pequeña con un anhelo que nunca había conocido.
—Aún no es hora de volver a la Luz, pequeña Celeste —susurró, con una voz etérea que solo el silencio podía oír—. El mundo todavía tiene amaneceres, sabores y lágrimas que no has visto.
Una enfermera de turno entró al cuarto, revisó los monitores con ojos profesionales y salió sin percibir el frío inusual que dejaba la presencia del ángel. Seraph siguió su rutina de vigilia, pero su mente ya había roto el cerco de la obediencia.
Llevaba eones cumpliendo misiones, ejecutando órdenes divinas, guiando manos y almas a su destino, pero jamás había sentido la necesidad de permanecer, de aferrarse a un lugar. Esta vez era diferente. Tal vez por la candidez de Celeste, un alma tan nueva que su hilo vital era casi transparente. O tal vez, y Seraph lo sabía con un escalofrío, era por la curiosidad que lo devoraba desde adentro, esa llama voraz que Gabriel le había advertido que no alimentara.
Cuando el reloj mundano marcó la medianoche, Seraph decidió que la vigilancia podía esperar.
Su forma etérea se deslizó por los pasillos sin producir el menor roce, pasando a través de la densa realidad de puertas, cortinas y sombras. Observaba a los humanos con una fascinación casi infantil por su peso y su límite: un guardia de seguridad dormitando con la barbilla sobre su escritorio; una joven enfermera escribiendo notas con una concentración absoluta, el bolígrafo rayando el papel; un hombre maduro rezando en silencio en una silla de plástico, con una mano sobre el pecho de su esposa enferma como si intentara anclarla a la vida.
El mundo estaba lleno de dolor y ternura entrelazados de manera inseparable, y eso lo conmovía con una intensidad que no podía categorizar. No era compasión celestial, sino una punzada más íntima, más personal.
Giró una esquina en el ala de Cuidados Intensivos, absorto en la miseria digna de un familiar esperando en un banco de madera, y entonces ocurrió.
Su mano —esa extensión luminosa, ajena a la materia, que ningún mortal podía ver o tocar— rozó algo cálido y sólido.
No, a alguien.
Un estremecimiento, como si un rayo lo hubiera partido por la mitad, recorrió su ser. Fue una oleada de sensaciones tan intensa, tan dolorosamente física, que Seraph retrocedió con un sobresalto angelical. Por un instante fugaz, su forma de luz se tambaleó, como si el aire mismo se hubiera roto, dejando una vibración eléctrica en el espacio.
Frente a él, una joven se detuvo, caminando con paso agotado y sosteniendo un lirio envuelto en papel. Tenía el cabello castaño recogido a la prisa, los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto reciente, y un abrigo de lana demasiado grande para su figura delgada.
Sus dedos, donde Seraph la había tocado, aún vibraban por el contacto, aunque ella no entendía el porqué.
—¿Qué fue eso? —murmuró, mirando su propia mano con confusión, girando instintivamente la cabeza como si buscara una fuente de aire acondicionado o una estática errante.
Seraph la observó, confundido y al mismo tiempo extasiado.
Ella lo había sentido. No lo había visto, no había escuchado el susurro de sus alas, pero había percibido su toque. El contacto era imposible, era una transgresión de la primera ley de la inobservancia.
Su corazón —si a esa estructura de luz en su pecho se le podía llamar así— comenzó a latir con una cadencia febril. Ningún humano, sin un mandato expreso y una conexión de fe profunda, debía notar la presencia de un ángel.
—¿Quién eres para que tu cuerpo sienta mi esencia? —susurró él, la pregunta rasgando el silencio, sabiendo que no recibiría respuesta.
La joven continuó su camino sin obtenerla, resignada al extraño escalofrío, y se dirigió a una habitación cercana. Seraph la siguió, ahora movido por una urgencia que superaba la curiosidad: era una necesidad de entender la física de ese roce prohibido.
Dentro, una mujer, Linda, yacía inmóvil. Su rostro estaba oculto tras vendas, su piel visible cubierta de hematomas, su cuerpo silente en la cama de la UCI. La joven depositó el lirio, con sumo cuidado, sobre la mesita de noche.
—Hola, Linda —dijo, y su voz era baja, rasposa y llena de una tristeza controlada—. Hoy traje tu flor favorita. Sé que no puedes verla, pero estoy segura de que el aroma te llegará.
La voz temblaba al final.
—No sé qué más decirte. Pero igual vine... como siempre. No voy a dejarte sola.
Seraph comprendió entonces el nombre que había resonado en los cielos. Ella era Cameron.
La amiga fiel. La portadora de una devoción obstinada. La que se negaba a rendirse al destino y hablaba con una esperanza tan intensa que a Seraph le dolió en la luz.
Cameron se sentó en una silla de visita y comenzó un monólogo sobre lo trivial y lo doloroso: cómo su café había salido tan cargado que le quemaba la garganta; cómo la lluvia no dejaba de caer sobre la ciudad, limpiando el neón; cómo el novio de Linda seguía sin perdonarse por lo ocurrido.
Seraph permaneció de pie, silencioso, observándolo todo. Podía sentir el aura luminosa y singular que rodeaba a Cameron. Había en ella una calidez tan cruda y real que el aire mismo parecía vibrar, creando esa extraña estática que había provocado el roce.
Cada palabra que pronunciaba Cameron no era solo una anécdota, sino que tenía el peso de una plegaria personal. Era como si el amor humano, cuando se negaba a doblegarse, tuviera una fuerza más poderosa que cualquier milagro ejecutado desde el éter.
Por primera vez en su existencia ininterrumpida, Seraph no deseó regresar a la perfección helada del cielo. Solo deseó entenderla.
Durante los días siguientes, Seraph continuó vigilando a Celeste para cumplir su misión, pero sus pasos, traicioneros y silenciosos, lo llevaban inevitablemente hacia la habitación de Linda. Se quedaba allí, quieto, mientras Cameron hablaba, leía un libro en voz baja, o simplemente se permitía llorar en silencio sobre sus rodillas.
Ella nunca lo veía, pero a veces se estremecía, un escalofrío repentino, como si una brisa invisible la envolviera con una ternura inexplicable.
Seraph comprendió que ese roce, ese pequeño y peligroso vínculo entre ambos, era algo que debía guardar bajo el más estricto secreto.
Pero la curiosidad se había transformado en necesidad. Y con ella, una emoción que no podía nombrar, pero que se sentía como desarraigo.
Una noche, mientras Cameron dormía un sueño breve e interrumpido con la cabeza apoyada junto a la almohada de su amiga, Seraph se acercó con una cautela renovada. Su mano de luz, ahora palpable para él, tembló antes de atreverse a rozar el mechón de cabello castaño que caía sobre la frente de la joven.
—¿Por qué puedes sentirme? —susurró, con una urgencia apenas audible incluso para él. "¿Eres un error en el patrón o una excepción a la Ley?"
El silencio denso y el aliento superficial de Cameron no respondieron. Solo el sonido constante del monitor cardíaco llenó la habitación, marcando un ritmo lento, un pulso compartido entre la vida obstinada de Linda y la fe agotada de Cameron.
Seraph cerró sus ojos azules, la confusión volviéndose dolor. Había cruzado un límite invisible. Y en lo profundo de su ser, una voz que no era la suya, sino el eco de la advertencia, resonó:
“No mires demasiado. No sientas demasiado. Las respuestas pesan más que las alas.”
Pero ya era tarde. El proceso de sentir era irreversible. Algo dentro de él, algo que creía que era solo luz, se había despertado. Algo que ni siquiera las órdenes más directas del Cielo podrían contener.
En el firmamento, muy por encima de las nubes grises del mundo, una figura de alas doradas y mirada impasible observaba el hospital como un punto de infección en el orden cósmico.
Gabriel frunció el ceño con una gravedad que solo los arcángeles podían permitirse. El brillo de Seraph, que debía ser puro y frío, se había vuelto inestable, su luz parpadeaba en patrones más humanos que divinos. El Heraldo movió un dedo, y un mensaje codificado se transmitió a la Esfera Suprema.
—Ten cuidado, hermano menor —murmuró, y su voz hizo vibrar la distancia. Una orden estaba a punto de descender, una que no era de rescate, sino de retirada forzosa. El Cielo no toleraría la contaminación de sus observadores—.
Los sentimientos son el principio de la caída.
El amanecer se filtró entre las ventanas de cristal opaco del hospital, un hilo de luz gris que apenas se atrevía a tocar los rostros exhaustos del ala de cuidados. El mundo se despertaba lento y pesado.
En la habitación 217, la niña Celeste respiraba con una serenidad que contrastaba con la batalla de días anteriores. Su corazón, pequeño pero tozudamente firme, latía con la cadencia de la esperanza recuperada. Seraph la observó con un orgullo silencioso; su misión inicial había sido impecablemente cumplida.
Sin embargo, algo lo retenía en aquel mundo. No era la satisfacción del deber. Era ella.
A unos pasillos de distancia, en la habitación 214, Cameron seguía anclada al pie de la cama de su amiga, Linda. No se había rendido ni un solo turno, ni una sola hora. Hablaba con ella, le peinaba el cabello inerte con la suavidad de un ritual, cambiaba las flores marchitas por lirios frescos, y esperaba —como solo los humanos saben esperar la imposibilidad— un milagro que la razón desahuciaba.
Seraph la observaba desde su esquina, una figura de luz silenciosa, invisible. Cada palabra que ella pronunciaba en su monólogo triste y esperanzado lo atravesaba con más fuerza que cualquier arma celestial. Cada lágrima que derramaba lo hacía más consciente de algo que no entendía: una punzada hueca en el centro de su ser, un vacío emocional que la perfección del cielo jamás le había mostrado.
—Por favor, Linda… —susurró Cameron aquella tarde, con la voz tan quebrada que parecía arena—. No te vayas todavía. No puedo perderte también. Eres todo lo que tengo.
Seraph, absorto en su súplica, dio un paso inconsciente hacia la cama. Su esencia, normalmente contenida, se agitó ante la desesperación palpable.
En ese mismo instante, las máquinas reaccionaron. Un sonido agudo, electrónico y desolador, irrumpió en el silencio. El corazón de Linda colapsaba.
Los médicos y enfermeras irrumpieron en la habitación como una ráfaga. Cameron fue apartada con delicadeza pero firmeza, llorando, temblando, incapaz de procesar el repentino caos. Seraph sintió que el aire se partía en dos, que el tiempo se aceleraba. Su deber era la inobservancia. Observar. Nada más.
Pero su cuerpo de luz se movió antes de que el pensamiento celestial pudiera detenerlo.
Extendió su mano sobre el pecho de la mujer moribunda y susurró las palabras más prohibidas, el lenguaje de la transgresión directa:
—Aún no… no ahora. Su dolor no puede ser tan grande.
Una luz imperceptible, cálida como una vela de vida, brotó de su palma, envolviendo el cuerpo inerte de Linda. El monitor volvió a marcar un pulso débil y errático. Los doctores se miraron, sus rostros reflejando una incredulidad atónita.
—¡El ritmo! ¡Está volviendo a marcar! —gritó el Dr. Elián, asombrado.
Seraph retrocedió contra la pared, el brillo de su aura temblando como una llama consumiéndose por el viento. Lo había hecho. Había tocado el Hilo de la Vida, intercediendo contra el Destino.
Pero cuando vio el rostro de Cameron, iluminado por una esperanza fugaz y desgarradora, lo supo. Si el cielo podía castigarle con la disolución de su esencia, lo aceptaría. Porque, por primera vez, había actuado solo por el deseo de mitigar el sufrimiento de un alma, de ver a alguien sonreír.
Los días se convirtieron en un ciclo peligroso y viciado. Linda no despertaba, no mejoraba, pero seguía milagrosamente viva. Y cada mañana, Seraph regresaba.
A veces se quedaba en un silencio profundo, observando a Cameron dormir con la cabeza apoyada en el colchón de su amiga. Otras veces, se acercaba tanto que podía oler su cabello, esa mezcla compleja de lluvia, jabón y cansancio que parecía destilar toda la fragilidad humana.
La habitación 214 se había convertido en su prisión autoimpuesta y su santuario. Sabía que cada minuto robado al destino tenía un precio cósmico, pero se aferraba a ellos con una desesperación creciente, como si pudiera congelar el tiempo solo con su presencia.
Una semana después, el cielo decidió cobrar su deuda con un recordatorio brutal.
Era el pico de la noche. El hospital dormía bajo la pesada manta del silencio. El corazón de Linda, agotado por la batalla, volvió a fallar.
Seraph sintió el tirón del destino, esa fuerza invisible que guía el alma hacia el tránsito. Era suave, paciente, una ley física del universo... pero inevitable.
—No —susurró él.
Volvió a colocar su mano sobre el pecho de Linda. Una vez más, la luz fluyó de sus dedos, pero esta vez fue más débil, más incierta, menos pura. Era como si la esencia de Seraph se estuviera diluyendo en el esfuerzo.
Linda respiró una vez más, un respiro superficial y tembloroso. Otra jornada, otro amanecer robado a la eternidad.
Seraph temblaba, no por el esfuerzo físico, sino por el miedo. Su brillo celestial comenzaba a desvanecerse. Cada interferencia lo alejaba del origen de su ser, lo hacía más pesado, más terrenal, más vulnerable.
Aun así, no podía detenerse. No mientras Cameron siguiera llegando cada mañana con sus lirios y su voz temblorosa, depositando su fe a los pies de una cama.
—¿Por qué lo haces, Linda? —preguntó al silencio denso, mirando a la mujer inerte—. ¿Por qué no te vas? ¿Por ella? ¿Por mí, que te mantengo aquí?
El cuerpo inerte no respondió. Pero en su interior, Seraph sintió que algo más que luz se quebraba. Una culpa que no era del todo suya, sino una nueva adquisición. Un miedo a la soledad que jamás había sentido.
Tres días después, mientras caminaba lentamente entre los pasillos, Seraph vio algo que lo heló. Un grupo de enfermeras y médicos corría, no con calma, sino con un terror contenido, hacia la habitación de Linda. Los monitores gritaban un tono continuo, fatal, el sonido de la pérdida absoluta.
Seraph corrió tras ellos, atravesando la puerta sin pensarlo. Pero cuando llegó, no estaba solo.
Una luz blanca, de una intensidad y pureza que eclipsaba la suya, llenaba la habitación. Un resplandor sagrado que lo obligó a retroceder hasta la pared.
Entre ese brillo, con la magnificencia de una columna de mármol y fuego, emergió una figura majestuosa: el Arcángel Gabriel.
Sus alas eran columnas de llamas silenciosas, su mirada era severa como el juicio, y su voz resonó en el cuarto, apagando el grito de los monitores con un trueno contenido:
—Seraph.
El joven ángel cayó instintivamente de rodillas sobre el frío suelo, incapaz de sostener la mirada del Heraldo.
—Se te dio una misión sencilla —dijo Gabriel, con una calma helada más aterradora que la ira—. Guiar las manos de un médico. Nada más. Y volver. —Yo… —balbuceó Seraph, luchando contra la necesidad de obedecer—. No podía dejarla morir. Cameron… su fe… ella…
—Una humana —interrumpió Gabriel, su voz perdiendo la calma para volverse filo—. ¿Acaso comprendes lo que has hecho? Has alterado el flujo sagrado. Le arrebataste días a un alma que debía cruzar la Línea.
Seraph apretó los puños, la luz de sus nudillos parpadeando.
—Solo quería darle un poco más de tiempo. Un día más para despedirse.
Gabriel lo miró con una tristeza abismal que era peor que cualquier furia.
—No era tu decisión. Ningún ángel tiene derecho a elegir quién vive o quién muere.
Se acercó y colocó una mano sobre el hombro tembloroso de Seraph. El contacto fue como una descarga de la Ley, una sentencia.
—Linda ha llegado a su final. Has agotado tus fuerzas. La tuya y la de ella. Nada puede cambiarlo. Es la Voluntad.
Seraph bajó la cabeza, la impotencia quemándole el rostro. Cuando la luz del arcángel se desvaneció, dejando solo el olor a ozono, el monitor marcó la línea final y plana. Un silencio absoluto, la paz aterradora de la muerte, llenó la habitación.
Cameron entró segundos después, empujando suavemente a los médicos que se retiraban. Vio el monitor, la sábana colocada sobre el rostro de su amiga, y su alma se rompió. Se arrodilló junto a la cama, un gemido ronco escapó de su garganta, y Seraph, aún invisible, sintió que el dolor la atravesaba como fuego.
Sus propias lágrimas, una humedad que nunca antes había conocido, cayeron al suelo, y una de ellas traspasó su mano incorpórea antes de evaporarse. Por primera vez, un ángel sintió el peso físico y emocional de una lágrima humana.
Fue más devastador que cualquier castigo celestial.
Esa noche, cuando el cuerpo de Linda fue cubierto y retirado, Seraph caminó hasta la ventana y miró el firmamento. Las estrellas lo llamaban con su brillo indiferente, pero él no podía responder. Sabía que debía regresar, enfrentar la ira del Arcángel y la disolución de su esencia, pero su corazón —si es que la pena había logrado forjarle uno— permanecía allí, en la Tierra, junto a una joven que lloraba en silencio en una silla vacía.
Y sin entenderlo del todo, con la garganta apretada por la emoción recién nacida, susurró su nombre.
—Cameron…
Una palabra prohibida. Una oración disfrazada de deseo. El sonido de su nombre era más dulce que cualquier sinfonía celestial.
En el reino del cielo, Gabriel ascendía lentamente entre los chorros de luz pura, su rostro sombrío y pensativo. A su lado, Rafael, el sanador, lo miró con preocupación.
—¿Qué harás con él? Lo has dejado allí. Gabriel bajó la mirada hacia el velo de nubes que cubría la Tierra.
—Aún no lo sé. Pero algo en su corazón ha cambiado irreversiblemente. Ha probado el sufrimiento de la humanidad por elección, no por deber.
—¿Crees que ha caído en el abismo? —No... —respondió Gabriel tras una pausa, su voz grave—. No todavía. Pero ha comenzado a amar y a elegir por sí mismo, y ese, Rafael, es siempre el verdadero principio de la caída.
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