Amor Incondicional
Capítulo 1: El perro en la tormenta
La lluvia caía con fuerza sobre Buenos Aires, golpeando los techos de chapa, los colectivos repletos y las veredas donde el agua formaba pequeños ríos marrones. Las calles de Palermo estaban casi vacías, salvo por algún que otro valiente que corría bajo un paraguas roto o un delivery en bicicleta que desafiaba las gotas.
Clara Vidal apretó el paso, con el abrigo pegado al cuerpo y el celular en una mano. Eran casi las ocho de la noche y todavía le quedaba trabajo por revisar.
—¿Por qué no me quedé en la oficina? —murmuró mientras esquivaba un charco.
Había salido temprano de la agencia publicitaria donde trabajaba, pero la tormenta había convertido su plan de “volver tranquila a casa” en una misión de supervivencia urbana.
Cuando dobló en la esquina de Honduras, escuchó un ladrido. Uno solo, agudo, corto, y después silencio.
Miró alrededor. Nada.
Siguió caminando unos pasos y lo volvió a escuchar. Esta vez más cerca, mezclado con un gemido.
—Ay, no —dijo, frenando.
Debajo de un auto estacionado había un perro pequeño, empapado y temblando. Era marrón claro, con una oreja caída y la otra parada, como si no hubiera decidido a qué grupo pertenecer.
—Hola, chiquito… —Clara se agachó, intentando ver si tenía collar. No lo tenía.
El perro la miró con ojos enormes, suplicantes.
Ella suspiró.
—Esto no puede estar pasándome. No tengo ni plantas porque se me mueren.
Aun así, dejó la cartera en el piso, extendió la mano despacio y habló con voz suave:
—Tranquilo, no te voy a hacer nada.
El perro olfateó su mano y dio un paso hacia adelante. Cuando Clara intentó alzarlo, el animal dio un pequeño gruñido.
—Ok, ok, sin contacto físico por ahora.
Un trueno estalló en el cielo y el perro, asustado, se lanzó hacia ella, empapándola todavía más. Clara lo sostuvo contra su pecho, sin saber qué hacer.
—Perfecto. Ahora tengo perro.
Corrió hasta el primer toldo que encontró y se refugió ahí. El celular vibró: su amiga Lucía le había mandado un audio.
“Clara, decime que no estás caminando bajo la lluvia. ¿Sabés que hay alerta meteorológica, no? Te vas a enfermar, boluda.”
Clara miró al cachorro temblando en sus brazos.
—Sí, Lú, y encima rescaté un perro.
Mandó un audio rápido:
—Tengo un nuevo compañero, se llama… eh… no sé todavía, pero parece que no tiene dueño.
Lucía respondió al instante:
“¡Ay no! ¿Otro intento de maternidad frustrada? Lleválo a una veterinaria, no a tu casa.”
Clara sonrió. Tenía razón.
Miró alrededor, buscando alguna veterinaria abierta. A dos cuadras, una luz tenue iluminaba un cartel que decía “Clínica Veterinaria San Bernardo – Dr. Ferreyra”.
Sin pensarlo mucho, se cubrió la cabeza con la cartera y empezó a correr bajo la lluvia con el perro en brazos.
Cuando empujó la puerta de vidrio, una campanita sonó.
El olor a desinfectante y a alimento balanceado le resultó sorprendentemente cálido.
Un hombre, de unos treinta y pocos, salió desde el fondo con una toalla en la mano. Tenía el guardapolvo manchado con huellas de patas y una sonrisa amable que parecía de costumbre.
—Buenas noches. ¿Todo bien? —preguntó al verla empapada.
—Depende de tu definición de “bien” —dijo Clara, intentando sonreír mientras el perro tiritaba en sus brazos—. Lo encontré en la calle, bajo un auto. Está temblando y no sé si está herido.
El veterinario dejó la toalla y se acercó.
—A ver, vení, campeón. —Con cuidado, tomó al perro y lo envolvió en la tela—. No parece lastimado, pero está helado.
Lo llevó a una camilla de acero y comenzó a revisarlo con movimientos rápidos y seguros. Clara lo observó, fascinada por la naturalidad con la que él hablaba con el animal.
—Tranquilo, que ya pasó lo peor, ¿eh? —le susurró el hombre al perro—. ¿Y vos? ¿Sos su dueña?
—No. Bueno, ahora sí, supongo —respondió Clara encogiéndose de hombros—. Lo encontré hace quince minutos.
El veterinario levantó la vista y sonrió.
—Entonces es tuyo. Así funciona la adopción callejera: te mira, te da lástima, y ya está.
—No, no, pará. Yo no puedo tener un perro. Vivo en un monoambiente. Apenas tengo tiempo para mí.
—Eso decimos todos —contestó él, mientras le secaba las orejas al cachorro—. Hasta que uno te cambia la vida.
Clara lo miró, sin saber si hablaba del perro o de otra cosa.
—¿Sos siempre así de filosófico o es parte del servicio?
—Depende del día —respondió él con una media sonrisa—. Soy Nicolás Ferreyra, por cierto.
—Clara. Clara Vidal.
Nicolás le extendió la mano, aunque la suya estaba mojada.
—Encantado, Clara Vidal empapada.
Ella rió por primera vez en toda la tarde.
El perro, mientras tanto, había dejado de temblar y la observaba desde la camilla, como si ya la reconociera.
—Creo que te eligió —dijo Nicolás.
—No puede ser. No estoy lista para tener un perro.
—Nadie lo está. Pero a veces la vida no pregunta.
Clara suspiró.
—¿Puedo dejarlo acá por esta noche? Mañana veo qué hago.
—Podés, pero te aviso que si lo dejás, capaz alguien más se lo lleva.
—¿Eso es una amenaza?
—Una advertencia amistosa —replicó él, cruzándose de brazos—. Aunque me da la sensación de que te vas a encariñar rápido.
Ella lo miró con cierta ironía.
—¿Así le decís a todas las clientas?
—Solo a las que entran con lluvia —dijo él, sonriendo de nuevo.
Una hora después, Clara salió de la veterinaria con un perro limpio, un paquete de alimento, y una tarjeta con el número de Nicolás.
—Por cualquier cosa —le había dicho él, entregándole la tarjeta—. Si no come, si tiembla, si te mira raro.
—¿Y si me mira bien? —preguntó ella, divertida.
—Ahí ya no puedo ayudarte.
Caminaron bajo la llovizna que quedaba, ella y el perro, al que todavía no había bautizado.
Al llegar a su departamento, el animal se subió directamente al sillón y se hizo bolita.
—Perfecto. Ya me usurpaste el lugar.
Clara lo observó con ternura.
—Está bien, te podés quedar una noche. Una sola.
El perro bostezó, indiferente.
A la mañana siguiente, el despertador sonó con violencia.
Clara tenía una reunión importante a las nueve y no podía llegar tarde.
Se levantó, todavía medio dormida, y lo primero que vio fue el desastre: el perro había desparramado el alimento por toda la cocina.
—¡No! ¡No, no, no! —gritó, mientras se resbalaba con una croqueta—. ¡Esto es un caos!
El perro la miró, con cara de “yo no fui”.
—Necesito una niñera canina. O un milagro —dijo mientras intentaba limpiar.
Pero algo en su interior le impedía enojarse.
—Te voy a llamar “Chispa”, porque traés lío y luz al mismo tiempo.
A media mañana, en la agencia, Clara no podía concentrarse.
Las campañas, los deadlines, los mensajes de su jefa… todo le sonaba lejano.
Tenía la mente en ese pequeño animal que había irrumpido en su vida sin pedir permiso.
A las dos, en un acto casi automático, buscó la tarjeta que Nicolás le había dado y le escribió:
Clara: Hola, soy la chica del perro bajo la lluvia.
Nicolás: Ah, la famosa Clara empapada. ¿Cómo anda Chispa?
Clara: ¿Cómo sabés que le puse nombre?
Nicolás: Intuición profesional. Todos los que dicen “solo una noche” terminan encariñándose.
Clara sonrió frente a la pantalla.
Clara: Está bien, aunque destruyó mi cocina.
Nicolás: Entonces está sano.
Clara: Sos un pésimo consuelo.
Nicolás: O un buen motivo para que vengas a la veterinaria y charlemos con un café.
Clara dudó un segundo. No era su estilo aceptar invitaciones así. Pero algo en ese mensaje le pareció… diferente.
Clara: Mañana paso, si sobrevivo al día.
Nicolás: Trato hecho.
Esa noche, mientras Clara veía una serie y Chispa dormía a su lado, no pudo evitar pensar en el veterinario.
Tenía algo que no era común: una calma, una calidez que contrastaba con el ruido constante de su mundo publicitario.
No sabía si era el comienzo de algo, pero hacía mucho que no sonreía tan fácilmente.
Cerró los ojos y escuchó la lluvia otra vez, suave, como un eco de la noche anterior.
Chispa suspiró en sueños y ella le acarició la cabeza.
—Bueno, compañero, parece que estás acá para quedarte.
Lo que Clara todavía no sabía era que esa noche —la del perro bajo la tormenta— había cambiado el rumbo de su vida para siempre.
Y que Nicolás, con su sonrisa tranquila y sus frases simples, estaba a punto de enseñarle que a veces el amor aparece justo cuando dejás de buscarlo.