Capítulo 1 — El reemplazo inesperado
Alejandro Montalbán no creía en el azar.
En su mundo, todo debía planificarse con precisión milimétrica: los discursos, las sonrisas, incluso el ángulo de su corbata. No había espacio para la improvisación cuando se era el candidato favorito a la gobernación.
Esa tarde, sin embargo, el azar decidió meter mano.
A las seis y cuarenta y cinco de la tarde, a solo una hora de la gala benéfica más mediática del mes, su teléfono vibró. En la pantalla apareció el nombre de Franco, su estilista de confianza.
—Dime que estás en camino —gruñó Alejandro, ajustándose el nudo de la corbata frente al espejo del vestidor.
—Ale… tenemos un pequeño inconveniente —respondió una voz afligida al otro lado—. Me quemé la mano con la plancha del cabello.
Alejandro se giró, incrédulo.
—¿Te… qué?
—Fue un accidente doméstico, nada grave, pero no puedo mover los dedos. No voy a poder peinarte para la gala.
—Franco, me estás diciendo esto una hora antes de salir en televisión. ¿Voy a tener que peinarme solo con un peine de hotel?
—No, no, tranquilo. Ya arreglé todo. Te mando a Charlie, mi asistente. Es excelente.
Alejandro cerró los ojos y suspiró, contando mentalmente hasta cinco.
—¿Charlie?
—Sí, sí. Charlie, trabaja conmigo desde hace un año, es de total confianza. Te va a dejar impecable.
—Confianza no es lo mismo que experiencia, Franco.
—Ale, confia en mí. Te va a encantar su trabajo.
El candidato miró el reloj. No tenía margen.
—Está bien. Pero si salgo en las fotos con un mechón fuera de lugar, tu estudio entero patrocina mi campaña —murmuró antes de cortar.
Veinticinco minutos después, su asistente de campaña tocó la puerta de la oficina.
—Charlie acaba de llegar —anunció.
Alejandro apenas levantó la vista del correo que leía en la tablet.
—Que pase —le indicó a su asistente personal, sin despegar los ojos de la pantalla.
Escuchó pasos ligeros, un ruido de valija rodante y el sonido de la puerta cerrándose.
Entonces, una voz femenina y animada rompió el aire serio de la habitación.
—¡Buenas tardes! Charlie, enviada de urgencia por Franco, el mártir de la plancha. ¿Dónde está el paciente en crisis?
Alejandro levantó lentamente la mirada.
Frente a él había una mujer joven, pelirroja, con un overol negro salpicado de mechones de cabello ajeno y unas tijeras colgando del cinturón como si fueran armas de combate.
Él parpadeó. Dos veces.
—¿Tú eres… Charlie?
—En persona. Aunque, si lo prefiere, puedo llamarme “Carlos” por hoy.
La sonrisa que acompañó esa frase fue tan descarada que él sintió cómo su estructura interna, tan acostumbrada al control, se tambaleaba un poco.
—Franco no mencionó que su asistente era… —buscó una palabra que no sonara políticamente incorrecta— …una mujer.
—¿Y eso es un problema? —preguntó ella, arqueando una ceja.
—Solo me sorprende. Pensé que mandaría a alguien con más experiencia.
Charlie dejó la valija junto al sofá y lo miró con una media sonrisa.
—Traducción: pensó que mandaría a alguien con más años, más barba y menos curvas.
Alejandro carraspeó, incómodo.
—Dije experiencia, no género.
—Claro, claro —dijo ella, abriendo su maletín con un chasquido metálico—. Tranquilo, señor candidato, no voy a convertirlo en modelo de TikTok. Solo necesito luz, una silla y que deje el ego a un costado.
Él la observó con incredulidad.
—¿Perdón?
—El ego —repitió, señalando con el peine—. Ocupa demasiado espacio y me complica el trabajo.
Su asistente, que había entrado detrás de la muchacha intentaba disimular la risa detrás de la tablet, se retiró rápidamente.
Alejandro finalmente cedió, no tenía tiempo para discutir, se quedó solo con esa mujer pelirroja que hablaba como si estuviera en un bar y no en el despacho del próximo gobernador del estado.
Charlie desplegó sus herramientas con la precisión de una cirujana.
Colocó una toalla sobre sus hombros y empezó a inspeccionar su cabello con aire crítico.
—Bueno, al menos Franco no mentía —murmuró—. Es un cabello sano. Aunque un poco tieso… como su dueño, sospecho.
—¿Perdón?
—Nada, hablaba con las puntas.
Él respiró hondo.
—Mire, señorita, solo necesito un retoque. Nada experimental. Sin cortes arriesgados ni productos con nombres raros.
—Qué aburrido —dijo ella con una sonrisa mientras preparaba el spray—. Prometo que no le pondré brillantina, señor Montalbán.
El tono burlón le sacó una mueca involuntaria.
—¿Siempre habla así con sus clientes?
—Solo con los que se toman demasiado en serio.
Ella comenzó a peinarlo con movimientos firmes. Tenía las manos seguras, el toque profesional. El perfume que usaba era fresco, cítrico, distinto a todo lo que él asociaba con un salón.
Alejandro intentó mantener la mirada al frente, pero no podía evitar observarla a través del espejo que ella había colocado sobre el escritorio.
Era joven, probablemente no pasaba de los veinticinco años. Su cabello cobrizo parecía tener vida propia y los ojos verdes tenían un brillo travieso.
—Así que trabaja con Franco —dijo, más por llenar el silencio que por interés.
—Desde hace un año. Me adoptó cuando mi antiguo jefe decidió que “las mujeres no sabían usar tijeras” —respondió, haciendo comillas en el aire.
—¿Y usted le demostró lo contrario?
—Le corté la corbata.
Alejandro la miró con alarma.
—¿Qué?
—Fue un accidente… bueno, más o menos —dijo, con una sonrisa tan inocente que resultaba sospechosa.
El reloj del salón marcaba las siete y veinte.
Charlie giró su silla con un leve empujón.
—Listo.
Alejandro se miró al espejo. El peinado era perfecto. Ni un mechón fuera de lugar, ni exceso de producto. Solo elegancia discreta.
—No está mal —dijo él, intentando sonar neutral.
—Traducción: “me veo increíble, pero no pienso admitirlo porque arruinaría mi imagen de hombre severo” —replicó ella con un gesto divertido.
Él alzó una ceja.
—¿También traduce pensamientos?
—Solo los obvios.
Él se levantó, tomó el saco y se lo colocó. Ella se apartó un paso, evaluando el resultado final.
—Le falta algo —murmuró, acercándose demasiado para el gusto de Alejandro.
Con un movimiento rápido, ajustó el nudo de la corbata, alisó la solapa del saco y levantó la mirada hacia él.
La distancia entre ambos se redujo a centímetros.
Él sintió, por un segundo, que el aire se había detenido.
—Ahora sí —dijo ella, apartándose como si nada—. Ya puede ir a conquistar votantes.
Alejandro parpadeó.
—¿Y si no me gustó su trabajo?
—Entonces puede que tenga que aprender a usar un peine —respondió ella, guardando sus cosas.
Él la observó mientras cerraba la valija.
—Tiene carácter.
—Y usted tiene suerte de que me quedara tiempo para venir. —Le guiñó un ojo—. Mi cita de los jueves era con un secador de pelo y un cliente menos exigente.
—¿Me está comparando con un secador?
—El secador sopla aire caliente. Usted…—dijo sin evitar que se notara como lo escaneaba con la mirada —también.
La carcajada se le escapó antes de poder contenerla.
Fue un sonido breve, genuino, que a él lo sorprendió y a ella también.
—¿Ve? Sabía que había humor bajo esa coraza —dijo Charlie, sonriendo.
Alejandro recuperó su compostura.
—No se acostumbre.
—Tenga buena tarde, señor Montalvan. —dijo ella y salió arrastrando su valija.
Cuando ella se fue, todo volvió al silencio habitual.
Su asistente entró unos minutos después, sosteniendo una carpeta.
—La señorita Charlie se fue sin su paga, ¿quiere que se lo envie al estudio de Franco?
Alejandro seguía mirando el espejo.
—Sí… y decile que reserve a esa chica para el debate de la próxima semana.
Su asistente alzó una ceja, sorprendido.
—¿Le gustó su trabajo?
—Digamos que… me dejó presentable.
—¿Y algo aturdido también? —bromeó el asistente.
Alejandro frunció el ceño.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no deja de sonreír desde que se fue.
Él lo miró por encima del hombro, intentando sonar serio.
—Ve a hacer tu trabajo, Matías.
Pero cuando el joven se fue, Alejandro volvió a mirar su reflejo.
Y sí: estaba sonriendo.
Al otro lado de la ciudad, Charlie subía a un colectivo con la valija en la mano.
Sacó el celular y le mandó un audio a Franco:
—Misión cumplida. El político más estirado tiene ahora un flequillo digno de portada. No sé si me va a volver a llamar, pero sobreviví.
Pausa. Luego, con una risita:
—Aunque si lo hace, prometo no cortarle la corbata. Todavía.
Alejandro, esa noche, apareció en la gala con un estilo impecable y relajado que llamó la atención de todos. Los flashes no paraban.
Y mientras estrechaba manos y sonreía para las cámaras, no podía dejar de pensar en una pelirroja que lo había mandado a dejar el ego en el perchero.
Capítulo 2 — La excusa más tonta del mundo
El sonido insistente del teléfono retumbó en el despacho del candidato Alejandro Montalbán. Llevaba tres días sin dormir más de cinco horas, tres días de reuniones, entrevistas y sonrisas ensayadas. Pero nada de eso lo había irritado tanto como la imagen que se repetía en su cabeza: una pelirroja menuda, de genio rápido y manos firmes, que lo había desafiado en su propio espacio.
Y para su desgracia, no podía dejar de pensar en ella.
—¿Otra vez mirando al vacío, jefe? —preguntó su asistente, mientras entraba con un montón de carpetas.
—Estoy pensando —respondió Alejandro sin levantar la vista.
—Pensar con cara de quien acaba de perder un debate no suena muy prometedor. ¿Puedo sugerirle algo?
—Si es un café, adelante. Si es otra entrevista, no.
Matías dejó la taza sobre la mesa y, con una sonrisa pícara, comentó:
—Podría llamar a su estilista. Tal vez un nuevo corte o peinado ...
Alejandro alzó una ceja.
—Franco tuvo un accidente.
—Sí, pero su asistente está atendiendo clientes. La misma que lo peinó el sábado.
El político intentó mantener la compostura, pero el nombre se le escapó con un suspiro que delató más de lo que habría querido.
—Charlie...
—Exacto. Si me permite decirlo, lo dejó impecable. La prensa no ha parado de elogiar su imagen.
Alejandro fingió revisar unos papeles.
—No estuvo mal, pero el peinado se deshizo con la humedad.
—¿Está seguro que fue por humedad? —replicó Matteo.
Alejandro le lanzó una mirada que habría congelado a cualquiera, pero su asistente solo sonrió y salió del despacho. Un minuto después, el candidato tomó el teléfono.
—Bruno Styles, buenos días. Charlie al habla...
—Habla Alejandro Montalbán. Necesito un retoque urgente.
—Por supuesto, señor Montalbán —respondió la voz femenina —. Franco sigue en reposo, pero puedo atenderlo yo.
—¿Cuándo? —indagó él.
—En una hora, si le parece.
—En una hora está bien, señorita…
—Charlotte.
—Nos vemos en una hora, señorita Charlotte.
El salón estaba en una de las calles más pintorescas del centro de Roma, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz del mediodía. Olía a perfume caro y a café recién hecho. Charlie se movía entre las clientas con la seguridad de quien domina su espacio: sonriente, rápida, con el cabello recogido en un moño improvisado del que escapaban algunos rizos pelirrojos.
Cuando Franco la vio preparar el puesto, se acercó a ella, con la curiosidad latente.
—¿Seguro que quieres volver a atender al político más serio de Italia?
—Lo haré por tí, no por él. —respondió ella —Además, tal vez no sea tan serio como parece...
—Solo digo que puede ser un buen cliente. O una buena fuente de dolores de cabeza.
Franco rió y se apartó, dejándola prepararse para el desafío. Alejandro era un excelente cliente, pero tal como le había dicho a Charlie era serio, demasiado serio, todo lo contrario a la joven pelirroja que irradiaba simpatía y frescura. Y Bruno temía que en algún momento esos dos fueran a tener un altercado.
Exatamente una hora después de la llamada, la puerta del salón se abrió y el aire pareció cambiar. Alejandro Montalbán entró con paso firme, impecablemente vestido, saludando a los presentes con una inclinación cortés. Varias clientas lo reconocieron y comenzaron a murmurar entre risas y suspiros.
Charlie respiró hondo y lo recibió con profesionalismo.
—Buenos días, señor Montalbán.
—Mi peinado del sábado no sobrevivió al domingo —contestó con una media sonrisa—. Supongo que la humedad de Roma fue más fuerte que su técnica.
—O quizá eso se debió a su ajetreada agenda —replicó ella, con sutileza.
Él arqueó una ceja.
Luego de saludar a Franco, y tras la indicación de la muchacha, Alejandro se sentó frente al espejo, observando su reflejo y el de ella. Charlie colocó la capa negra sobre sus hombros y comenzó a preparar sus herramientas. Su expresión concentrada contrastaba con la serenidad ensayada de él.
—¿Y qué desea hoy? —preguntó.
—Exactamente lo mismo, pero con menos… volumen.
—El volumen está en el cabello, señor. Es algo así como su personalidad...
—Perdón.
—No se preocupe —dijo Charlie—, lo importante es que el cabello no tenga más drama que su vida amorosa… aunque sospecho que igual va cargado. —replicó, mientras veía a las mujeres alrededor de ellos babeando por el candidato.
Una clienta soltó una carcajada y Charlie disimuló la sonrisa. Alejandro se limitó a ajustar la postura, sin dejar de observarla. Había algo en ella, en la forma despreocupada con la que hablaba, que lo descolocaba por completo.
Mientras el secador zumbaba, él rompió el silencio:
—¿Siempre es tan… directa con los clientes?
—Solo con los que creen tener siempre la razón.
—Eso me incluye.
—No lo dude.
La conversación fluyó entre ironías y silencios cargados. Por momentos, ella parecía olvidarse de quién era la persona que tenía enfrente, por otros, el título de “honorable Montalbán” le pesaba demasiado.
De pronto, una voz femenina interrumpió la escena.
—¡Charlie, cielo! —dijo una clienta mayor desde el fondo—. ¿Es el candidato Montalbán? ¡Qué guapo se ve en persona!
Alejandro sonrió con educación. Charlie rodó los ojos.
—Señora Paola, por favor, no interrumpa el proceso creativo —dijo ella con tono teatral.
Las risas se propagaron por el salón. Él la miró por el espejo.
—Diría que disfruta haciéndome quedar en ridículo.
—No, señor. Solo intento que relaje los hombros. El estrés se nota en el cuello.
—¿Y también en el carácter?
—En algunos casos, sí.
Sus miradas se cruzaron por el espejo. Él fue el primero en desviar la vista.
Cuando terminó, Charlie apagó el secador, se apartó y cruzó los brazos.
—Listo. Sin volumen, sin humedad, aunque con el mismo ego.
Alejandro se observó en el espejo. El resultado era impecable. Aunque lo último que quería era admitirlo.
—No está mal —dijo, intentando sonar indiferente.
—Tendré que conformarme con ese cumplido.
Él se levantó, tomó su chaqueta y se acercó al mostrador. Sacó la cartera y dejó varios billetes sobre la mesa.
—No necesito tanta propina —comentó Charlie, seria.
—No es una propina. Considérelo un adelanto, por si vuelvo a necesitar sus servicios.
—Entonces le aconsejo que no arruine su peinado tan pronto.
Él sonrió, esa sonrisa de quien rara vez se permite bajar la guardia.
—No haré promesas que no pueda cumplir, señorita Charlotte.
—Charlie —corrigió ella.
—Ok, Charlie —repitió, saboreando el nombre. Luego se despidió con una leve inclinación—. Que tenga un buen día.
Ella lo observó salir por la puerta, con ese aire de hombre que siempre sabe adónde va. Solo cuando el murmullo de las clientas la devolvió a la realidad, respiró hondo.
—¿Así que no le gusta, eh? —bromeó Paola desde su silla—. Te miraba como si fueras el único espejo que necesitara.
Charlie se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.
—Los políticos miran así a todo el mundo. Es parte del entrenamiento.
Pero cuando se quedó sola, acomodando sus utensilios, no pudo evitar sonreír y recordarlo. Alejandro Montalbán era guapo de una manera que dolía, tenía hombros anchos que pedían a gritos ser abrazados, la mandíbula que parecía diseñada para morder manzanas… o labios distraídos, y una sonrisa tan confiada que hacía que hasta el café que servía pareciera más dulce. Y desde que lo vio la primera vez, Charlie se preguntaba cómo era posible que alguien pudiera ser tan sexy y… molesto al mismo tiempo. Y, por supuesto, cómo sobrevivir al encanto de un hombre que parecía haber firmado un contrato con el universo para arruinarle la concentración.
Y en algún lugar de la Via del Corso, Alejandro Montalbán sonreía también, sin saber que había tenido la excusa más tonta del mundo… y la más efectiva para volverá verla.
Capítulo 3: El debate y la apuesta
Una semana más tarde...
El aire de Roma amaneció cargado de nervios y café. En la sede de campaña de Alejandro Montalbán, todo era movimiento: asistentes corriendo con carpetas, asesores discutiendo sobre guiones y periodistas esperando declaraciones. Esa noche sería el primer debate televisado y, como siempre, la presión era alta.
El político observaba su reflejo en el espejo, con el mismo gesto que usaba para estudiar a un rival.
Traje gris, corbata azul, cabello impecablemente peinado hacia atrás. Perfecto. Demasiado perfecto.
Suspiró.
—Parezco un retrato oficial —murmuró.
Su jefa de comunicación asomó la cabeza por la puerta.
—Justo por eso pedí refuerzos —anunció con una sonrisa nerviosa—. Tu imagen necesita... frescura.
Él frunció el ceño.
—¿Frescura? No soy un frasco de perfume, Giulia.
—No, pero podrías parecer uno —replicó ella con paciencia—. Y antes de que protestes, ya la llamé.
—¿A quién?
Giulia sonrió como quien sabe que acaba de ganar una pequeña batalla.
—A Charlie Rossi.
Alejandro se quedó en silencio unos segundos.
—¿La asistente de Franco?
—La misma. Si bien él ya se recuperó, está de viaje de descanso. Y ella, según varios clientes, tiene un talento... especial.
Alejandro masajeó el puente de su nariz. No estaba seguro de qué le molestaba más: que Giulia lo contradijera o que el destino insistiera en traer de vuelta a esa pelirroja de carácter imposible a su vida. No podía negar que la muchacha era bonita, pero cuando abría la boca su belleza se desvanecía.
Charlie llegó puntual, con su maletín al hombro y el cabello recogido en un moño alto. Llevaba jeans desgastados, una camisa blanca arremangada y esa expresión resuelta de quien no piensa dejarse impresionar por nadie.
—Buenos días, señor Montalbán —saludó la joven con una cortesía impecable, aunque su tono no sonó exactamente sumiso.
—Señorita Rossi —respondió él, observándola brevemente antes de girarse hacia el espejo—. Espero que hoy no planee discutir conmigo.
—No lo planeo —contestó—, pero tampoco puedo prometer que no vaya a ocurrir.
Él esbozó una sonrisa contenida. Había olvidado lo directa que podía ser.
Mientras preparaba sus utensilios, Charlie lo miró detenidamente.
El hombre frente a ella tenía una presencia imponente: alto, hombros anchos, la mirada firme. Un político hecho y derecho. Pero justo por eso, pensó, demasiado correcto.
—Permítame preguntarle algo —dijo finalmente.
—Adelante.
—¿Siempre lleva el cabello así?
—¿Así cómo?
—Tan... previsiblemente perfecto.
Alejandro arqueó una ceja.
—Previsiblemente perfecto... Interesante elección de palabras.
—No me malinterprete, señor candidato —explicó ella mientras revisaba el peine—. Su peinado dice “hombre seguro, disciplinado y responsable”.
—Me alegra saber que se lee bien.
—Sí, pero con ese look parece que se toma la vida demasiado en serio… y tiene treinta y tantos años, no ochenta. ¿verdad?
Él dejó el móvil sobre la mesa y cruzó los brazos, divertido.
—¿Está diciendo que me veo mayor? —ella se encogió de hombros y alzó una ceja, admitiendo —¿Y qué sugiere?
—Un peinado diferente, o un corte quizás —dijo ella moviendo las tijeras mientras sonreía.
—¿Sugiere que cambie mi imagen horas antes de un debate nacional?
—Sugiero —replicó ella con calma— que deje de parecer un político más. Si quiere que la gente lo escuche, primero tiene que lograr que lo miren.
Hubo un silencio breve. Luego, Alejandro apoyó las manos en los bolsillos del pantalón, meditando.
Charlie lo había descolocado, otra vez.
—Está bien, señorita Rossi. Tiene su oportunidad.
—¿En serio?
—Sí —respondió él—, pero con una condición.
Ella alzó la barbilla.
—Lo escucho.
—Si el cambio resulta un éxito, tendrá que acompañarme a una cena de negocios.
Charlie parpadeó, sorprendida.
—¿Una cena?
—Profesional —aclaró él enseguida, con esa sonrisa irónica que usaba para mantener el control—. Tengo una propuesta que podría interesarle —agregó recordando el mail que había recibido días atrás de su jefa de campaña.
Ella se cruzó de brazos.
—¿Y si no les gusta el cambio?
—Entonces seguiré con mis peinados “previsibles” —dijo él— y usted se irá a casa con la satisfacción de haberlo intentado.
Charlie lo estudió unos segundos. Había algo en ese hombre que mezclaba desafío y elegancia, una combinación peligrosa. Pero ella no era de las que retrocedían.
—Trato hecho, señor Montalbán.
Durante los siguientes minutos, el salón se llenó del zumbido del secador, del roce de las tijeras y del olor suave a productos de cuidado capilar. Charlie trabajaba con precisión y confianza, como si aquel rostro famoso fuera solo otro cliente más.
Alejandro la observaba por el espejo, curioso. Había notado su concentración, la manera en que fruncía el ceño cuando algo no le convencía, como se mordía el labio inferior mientras pensaba, la destreza con que controlaba cada movimiento.
—¿Siempre es tan seria cuando trabaja? —preguntó de repente.
—Solo cuando el cliente es como usted y trae ese peinado —contestó ella sin apartar la vista del espejo frente a ellos.
—¿Qué tiene mi peinado?
—Con ese peinado parece que su vida está totalmente planificada, incluso hasta debe tener sus horas para follar —contestó ella, divertida. Aunque agachó la cabeza al darse cuenta de lo que había dicho.
Él soltó una carcajada.
—Debería tener cuidado con ese carácter, señorita Rossi. No todos los políticos son tan tolerantes.
—Y usted debería tener cuidado con esas corbatas —replicó—. No todos los votantes son tan indulgentes con el aburrimiento.
Alejandro la miró en el reflejo del cristal fingiendo una ofensa teatral.
—¿Está diciendo que soy aburrido?
—No, señor —dijo ella con una leve sonrisa—. Solo que podría parecerlo si sigue peinándose como en la foto de su pasaporte.
Él negó con la cabeza, divertido.
—Es usted incorregible —Y usted demasiado confiado —respondió con calma.
El cambio fue sutil, pero efectivo: el cabello ligeramente más suelto, un mechón desplazado hacia un lado, textura natural en lugar del brillo rígido de siempre. El resultado lo hacía parecer más joven, más accesible. Menos político y más hombre.
"¡Y que hombre! " pensó la muchacha, y luego se reprendió a si misma. Charlie se apartó unos pasos, observando su trabajo.
—¡Listo!
Alejandro se miró en el espejo con escepticismo.
—No estoy seguro…
—No lo estará hasta que lo vea en cámara —lo interrumpió ella—. Confíe un poco.
—¿En usted?
—En el cambio —corrigió—. En mí no hace falta, con qué yo confíe en mi es más que suficiente. Sé que funcionará.
Él sonrió, con ese gesto que mezclaba admiración y exasperación.
—Tiene más fe en su trabajo que muchos en mi campaña.
—Por eso funciona —replicó, guardando sus utensilios—. La fe también se nota frente a las cámaras.
Alejandro asintió despacio.
—Bien. Si esto sale como dice, señorita Rossi, tendré que admitir que estaba equivocado.
—Sería un buen comienzo, señor.
El debate fue un éxito.
Alejandro habló con claridad, sonrió con naturalidad, y las redes sociales se llenaron de comentarios sobre su “nuevo aire”. Las fotos lo mostraban relajado, con una presencia más cercana y confiada.
Horas después, mientras los asesores celebraban, él revisó su teléfono. Había un mensaje nuevo:
“Parece que el cambio funcionó, señor Montalbán. Cumpla su parte del trato.”
Él sonrió.
“Mañana, a las ocho. Cena de negocios. No se olvide de su maletín, puede que lo necesite.”
Charlie leyó el mensaje en su pequeño apartamento del Trastevere y no pudo evitar sonreír.
No sabía si le divertía más haber ganado la apuesta o el hecho de que aquel hombre —tan serio, tan controlado— hubiera accedido a dejarse cambiar por ella.
Se recostó en la cama, mirando el techo.
—Cena de negocios... —murmuró—. Sí, claro.
Pero aun así, preparó su mejor vestuario.
La “apuesta” había terminado, pero ninguno de los dos sabía que el verdadero juego acababa de empezar.
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