Alana Alvarado Blanco solía sentarse en un rincón de su pequeño cuarto en el orfanato y contar los huecos visibles en la pared, cada uno representando un día más sin la compañía de sus padres. En su mente infantil, imaginaba que cada uno de esos agujeros era un recuerdo de los buenos momentos que había compartido con ellos. Recordaba con cariño aquellos cinco años en los que su vida había sido casi perfecta, entre risas y promesas. La melodía de la risa de Ana Blanco, su madre, resonaba en su corazón, y la voz firme de Vicente Alvarado, su padre, aún ecoaba en su mente: “Volveremos por ti en cuanto tengamos el dinero, pequeña”. Sin embargo, ese consuelo se había transformado en una amarga mentira, la última vez que le repetían esas palabras había sido poco antes de que la pesada puerta de madera del Hogar de San Judas se cerrara tras ella, sellando a la fuerza su destino y dejando su vida marcada por la ausencia. En ese instante, la esperanza que una vez brilló en sus ojos comenzó a desvanecerse, atrapándola en un lugar que no era hogar.
Trece años.
Trece largos años de noches frías y solitarias, en las que el único alivio que encontraba era el llanto silencioso que envolvía mi tristeza, ahogado en una almohada que compartí en su momento con alguien que ya no está. El calor de un abrazo se ha convertido en un recuerdo desvanecido, una imagen que se repite en mi mente, pero que ya no se siente. A lo largo de todo este tiempo, el dinero nunca llegó, como una sombra que se niega a hacerse carne. Ellos, aquellos que alguna vez fueron parte de mi vida, nunca regresaron, dejando un vacío que parece imposible de llenar.
A la edad de dieciocho años, Alana no solo recibió su diploma de bachillerato con honores; también se liberó de la soledad que la había acompañado durante gran parte de su vida. Si bien se sentía libre, esa libertad iba acompañada de una inquietante urgencia. Para ella, el orfanato dejó de ser un lugar que pudiera llamar hogar y se convirtió en una trampa con una fecha de caducidad inminente. Sin dinero y sin la compañía de una familia, la posibilidad de vivir en la calle se convertía en una amenaza concreta y aterradora. Alana necesitaba desesperadamente un apoyo, un refugio sólido contra la implacable corriente de la vida.
Ese refugio, o al menos eso era lo que ella creía, era Fernando Fuente.
Su relación durante los años de preparatoria había sido como una burbuja de dulzura en medio de la amargura que había caracterizado su vida. Fernando, un joven apuesto, lleno de confianza y con un apellido que evocaba imágenes de opulencia, le prometió un amor que para Alana sonaba tan suave y reconfortante como una canción de cuna. Así que, el día en que cumplió la mayoría de edad y dejó atrás el orfanato, cargando con una vieja maleta de cartón que contenía sus escasos recuerdos, no dudó en dirigirse de inmediato a buscarlo.
Cuando Alana llegó a la casa de Fernando, fue recibida no solo por él, sino también por sus padres. Ellos la acogieron con amabilidad y curiosidad, y Alana no tardó en contarles todo lo que había vivido. Fue entonces que los padres de Fernando le reveló una propuesta de matrimonio.
no había surgido de Fernando, sino de sus padres, los influyentes Fuente. Estos vieron en Alana a una joven frágil y desamparada, y decidieron integrarla a su mundo a través de un arreglo sencillo pero contundente: un matrimonio que le brindaría seguridad a cambio de su compañía y su situación.
Fernando, aunque mostraba reticencias y tenía un sinfín de amantes secretos, terminó por aceptar la propuesta. Para él, Alana representaba una buena acción, una forma de redimirse en su vida llena de excesos; era, a sus ojos, un trofeo de caridad. Por su parte, para Alana, Fernando se convirtió en su única tabla de salvación, el único hilo que la conectaba con un futuro menos incierto y peligroso.
La boda se desarrolló como una ceremonia de ensueño, digna de un cuento de hadas, aunque detrás de esa apariencia mágica se escondía un arreglo de conveniencia. Los Fuente, familiares de Fernando, les obsequiaron una casa imponente, un verdadero palacio hecho de cristal y mármol en el que Alana no podía evitar contemplar con ojos deslumbrados y una profunda sensación de alivio. Por fin, había logrado escapar de la soledad que había sentido durante su tiempo en el orfanato.
Alana estaba inmensamente feliz de convertirse en la esposa de Fernando. Durante sus años en la preparatoria, él le había demostrado un amor sincero y constante, algo que ella siempre había deseado. Ella también lo quería con gran intensidad, encontrando en él un refugio en un mundo donde la ausencia de sus padres la había dejado una herida profunda. Para Alana, el amor de Fernando representaba no solo una relación romántica, sino una nueva vida llena de posibilidades y esperanzas, alejándola del vacío que la había acompañado en su infancia.
Los primeros tres meses de su matrimonio fueron como un espejismo perfecto para Alana. Había comenzado la universidad, y por fin, se sentía estable y en control de su vida. Fernando, su esposo, se mostraba atento y dedicado, cumpliendo con todas las responsabilidades que conllevaba su relación marital. Para Alana, la seguridad que él le ofrecía era un pilar fundamental en su vida.
Durante ese tiempo, disfrutaban de numerosos momentos juntos; salían a cenar, paseaban de la mano y compartían risas, llenando su día a día con muestras de amor y cariño. Alana se sentía inmensamente feliz y no podía evitar expresar su gratitud por tener a Fernando a su lado.
Sin embargo, al llegar al primer aniversario de su matrimonio, Alana comenzó a darse cuenta de que la ilusión que había construido estaba empezando a desvanecerse. Esa visión cristalina de su vida juntos se había fracturado de una manera que ella nunca habría imaginado.
Fernando ya no regresaba a casa a la hora de la cena como solía hacerlo. El teléfono, que antes estaba a la vista y era accesible, ahora se había convertido en un tema de susurros y secretos conocidos por todos, lo que solo aumentaba la tensión en el ambiente. Las miradas llenas de cariño que antes intercambiaban se habían transformado en una gélida indiferencia, y el trato que solía ser afectuoso ahora se había vuelto estricto y autoritario, como si cada palabra fuera una orden.
Una noche, Alana decidió que quería salir y se lo comunicó a Fernando. Él, replicando con un tono despectivo y firme, le respondió: “No puedes salir sola, Alana. ¿Qué piensas hacer? ¿Buscar un trabajo de camarera? Olvídalo.” Su voz estaba cargada de desprecio, reflejando la creciente insatisfacción que sentía hacia su actitud independiente. La situación se tornó aún más crítica cuando, en una mañana que debería haber sido como cualquier otra, Fernando pronunció la peor de las prohibiciones, dejando a Alana completamente desorientada y angustiada.
No te atrevas a presentarte en mi oficina en la empresa. Eres mi esposa, no mi secretaria. No tienes nada que hacer en mi mundo.
En ese instante, mientras contemplaba el impasible mármol que adornaba su inmensa casa, Alana comprendió una verdad desgarradora: había dejado atrás una jaula antigua, fría y sombría, como la del orfanato, para entrar en otra de oro brillante, pero igualmente opresora, y sin posibilidad de escapar.
La orden de Fernando se dejó sentir en el salón como un golpe sordo, casi como una bofetada que resonó en el ambiente. No tienes nada que hacer en mi mundo, proclamó con una firmeza que no dejaba margen para la discusión.
Alana permanecía inmóvil junto a la chimenea, el mármol blanco que la rodeaba reflejaba una luz gélida, como una representación del frío que sentía en su interior. Había aprendido, a lo largo de su difícil experiencia matrimonial, a asociar el esplendor de esa casa con la fría indiferencia de su esposo. Era un lujo que, en lugar de confortarla, se le había vuelto asfixiante. Fernando, con una actitud despectiva, se había despojado de su traje, arrojándolo sobre el sillón Chesterfield. Su gesto, cargado de desprecio, evidenciaba el desgano con el que trataba todo lo que ella hacía, como si sus esfuerzos y su presencia fueran inconmensurables.
Desde aquel primer aniversario, la vida de Alana se había transformado en un ejercicio interminable de cálculo, donde cada gesto y palabra eran cuidadosamente sopesados para no incomodarlo. Sin embargo, esa noche, en su interior brotaba una mezcla de rabia y miedo que le provocaba una intensa punzada en el pecho. Se había casado por amor, pero también por una necesidad de sobrevivir; sin embargo, con todos los cambios que había experimentado en su matrimonio, comenzó a cuestionarse si Fernando, con su actitud, iba a llevarla a la ruina. Al menos, pensó, si iba a destruirla, que tuviera que mirarla a los ojos mientras lo hacía.
¿Tu mundo? preguntó Alana, con un tono de voz que vibraba con tensión. El mundo que mencionas es, en realidad, mi hogar también, el que tus padres nos obsequiaron. Además, yo soy tu esposa.
Fernando soltó una risa, un ruido seco que a Alana le resultaba particularmente desagradable. Mientras se desabrochaba los gemelos de su camisa, el destello del metal captó su atención y la distrajo momentáneamente.
Eres mi esposa en el papel, cariño. Es solo un detalle administrativo que ha simplificado las cosas para mi familia, ahorrándoles la incomodidad de tener que encontrar a alguien con quien casarme. Por favor, no estropees esto. Fernando pronunció estas palabras antes de dirigirse al baño. Sin embargo, se detuvo de repente en medio de su camino, como si hubiera recordado algo importante, y comenzó a rebuscar en los bolsillos de sus pantalones.
Alana observó cómo un pequeño destello llamativo atraía su atención: un recibo doblado se deslizó de la mano de Fernando y cayó al suelo. Se trataba de un papel de restaurante, y la curiosidad la invadió.
Él no se dio cuenta del recibo caído. Entró al baño y cerró la puerta tras de sí.
El corazón de Alana comenzó a latir más rápido, bombeando sangre a su sistema con una mezcla de pánico y adrenalina incontrolable. Había una regla no escrita en esa casa: nunca husmear en los asuntos del otro. Sin embargo, la curiosidad, alimentada por nueve meses de pequeñas migajas emocionales y desprecio acumulado, la impulsó a actuar.
Con un ligero temblor recorriendo su cuerpo, Alana se acercó al lavabo y, casi sin poder contenerse, recogió el papel que había caído sobre la superficie. Era un recibo de cena, fechado el día anterior. Al observarlo más de cerca, pudo ver que provenía de un restaurante de lujo situado en el bullicioso centro de la ciudad, aquel al que Fernando afirmaba haber ido solo, por negocios. La evidencia parecía arder en sus manos, llenándola de una mezcla de duda y desesperación, mientras su mente buscaba respuestas a aquello que había comenzado a sospechar.
Su mirada se posó en el último detalle, un elemento que no correspondía a un número:
**Postre:** Tartaleta de fresas (2 raciones)
**Bebidas:** Vino tinto (2 copas)
No se trataba de la cuenta del restaurante. Eran las dos raciones de postre y las dos copas de vino. La realidad se hacía evidente: no había cenado solo, y desde luego, la ocasión no había sido una cena de negocios.
Justo en ese momento, cuando Fernando emergió del baño, vistiendo una bata de seda negra que se ajustaba elegantemente a su cintura, se encontró con Alana. Ella permanecía de pie en medio de la habitación, sosteniendo el pequeño recibo entre su pulgar e índice como si se tratara de una evidencia irrefutable de un delito.
Los ojos de Alana y Fernando se cruzaron en un instante que pareció congelarse en el aire. El rostro de Fernando, que por lo general se mantenía impasible y duro como una roca, evidenció un breve destello de sorpresa. Sin embargo, ese momento efímero fue rápidamente desplazado por una ira contenida y fría que inundó su expresión.
—¿Qué llevas en la mano, Alana? ¿Acaso te has dedicado a husmear en mis bolsillos ahora? —preguntó, con un tono de desprecio que resonó en sus palabras—. Eres verdaderamente patética —susurró, lanzando la acusación como una serpiente que hiere con su veneno.
¿Patética? ¿O acaso estúpida?, respondió ella con voz firme, sintiendo que una oleada de valentía le subía por la garganta, casi quemándole. Con un gesto decidido, levantó el recibo que tenía en la mano. Tartaleta de fresas, Fernando. Tú me dijiste que anoche cenaste solo en la oficina. Entonces, ¿quién más estaba disfrutando de esa cena para dos? ¿Era esa persona que te prohíbe que yo vaya a tu oficina a visitarte, temiendo que arruine tu perfecto mundo?
Él avanzó un paso hacia ella, su sombra proyectándose sobre su figura, y Alana, sin poder evitarlo, retrocedió. La sensación de miedo resurgió en su interior, pero no logró silenciarla.
¿Sabes una cosa?, exclamó Fernando con un rugido en su voz, mientras apretaba su brazo con firmeza. Tienes razón. Anoche cené con una mujer que no se queja de mis horarios, que no tiene esa mirada de perro abandonado en los ojos y que sabe comportarse como una verdadera dama, no como una niña de un orfanato.
El último insulto resonó en el aire como una flecha que impacta en su objetivo. Alana sintió que el aire se le escapaba de los pulmones, como si alguien hubiera cortado el suministro vital que la mantenía en pie. La cruel realidad de sus palabras la hirió profundamente; él sabía exactamente cómo herirla en el lugar más vulnerable.
Me casé contigo porque no tenías a dónde ir, continuó, acercándose cada vez más, dejando entrever una atmósfera opresiva y amenazante. Te ofrecí mi apellido, una vivienda y un lugar al que llamar hogar. ¿Y cómo me lo agradeces? Intentando inmiscuirte en mis asuntos. Con estas palabras, soltó su brazo con desprecio, dejándola tambalearse, como si estuviera a punto de caer en un abismo del que no podría escapar.
“Si vuelves a meter tus manos en mis bolsillos, o si decides hacer una llamada a esa oficina, o incluso si se te ocurre mencionar a mis padres que estoy ‘llegando tarde’, te prometo que te vas a arrepentir de ello.”
Después de pronunciar esas palabras, se dio la vuelta con una calma sorprendente, como si nada de lo ocurrido tuviera importancia, y se acomodó en su lado de la cama.
Alana se quedó inmóvil, observándolo mientras se acomodaba en la cama. Su mano temblaba en el lugar donde él la había sostenido con firmeza, como si aún pudiera sentir la presión de su agarre. El recibo que llevaba en la otra mano había sido arrugado y abandonado, transformándose en una pequeña bola de papel sin valor, un símbolo más de la situación en la que se encontraba.
No había logrado salir victoriosa de esta pelea, pero había obtenido algo mucho más significativo: la certeza de que su relación carecía de amor verdadero; solo había control y manipulación. Aunque el dolor la invadía, comprendió que el hecho de estar sola en esta lucha significaba que era hora de comenzar a trazar un plan, ya fuera para escapar de esa realidad o para encontrar la manera de sobrevivir y seguir adelante con su vida.
Alana no derramó ni una sola lágrima. El manantial de lágrimas que alguna vez brotó en el orfanato se había agotado hacía mucho tiempo, y en su lugar había crecido una dureza implacable y fría en su interior. Fernando había tenido razón al apodarla perro abandonado, pero se equivocó al pensar que eso la sometería. En su lugar, la había transformado en una criatura guiada únicamente por su instinto. Si la jaula dorada que la rodeaba no le brindaba la protección que necesitaba, ella utilizaría ese mismo oro como su arma.
El único motivo que mantenía a Fernando atado a ella era la profunda admiración que sus padres sentían por la imagen de la pareja perfecta y joven que Alana les ofrecía. Para los Fuente, la relación de su hijo con Alana era mucho más que un simple romance; era una manifestación de éxito, juventud y felicidad que se exhibía ante los demás. Si Fernando llegaba a enturbiar esa cuidada imagen con un escándalo público relacionado con el adulterio, las repercusiones serían severas, pero no vendrían de ella, sino de sus propios padres, quienes no dudarían en reprenderlo y desacreditarlo.
Por lo tanto, la estrategia que Alana había planeado era sencilla en su concepción, aunque compleja en su ejecución: revelar la verdad de la situación sin que Fernando llegara a sospechar que ella estaba al tanto de lo que realmente sucedía. Ella sabía que la clave estaba en actuar con sutileza, creando las circunstancias adecuadas para que él mismo se viera obligado a enfrentar la realidad sin darse cuenta de que ella había sido la que había orquestado todo.
Alana aguardó hasta la mañana. Fernando salió de la casa a primera hora, sin dirigirse a ella ni una sola palabra, dejando a su paso una sensación de arrogancia y desdén. Ella se levantó de la cama, sintiéndose un poco perdida en medio de esa atmósfera tensa. Se enfundó en una bata ligera, tratando de encontrar un poco de confort en su entorno. Su mirada se posó en el traje que él había dejado tirado sobre el sillón la noche anterior, un recordatorio tangible de la ruptura en su relación y de lo que una vez había sido. Con determinación, se acercó al sillón, dispuesta a enfrentarse a lo que esa prenda significaba.
Con unos guantes de látex puestos, un hábito de limpieza que había integrado en su rutina para evitar la sensación de suciedad que le provocaba el desorden, comenzó a revisar los bolsillos de su abrigo. No lo hacía en busca de dinero, sino de pequeñas pistas o fragmentos de información que pudieran haber quedado allí.
Al inspeccionar el bolsillo interior del saco, el lugar donde solía guardar su cartera, se sintió un poco decepcionada al no encontrar nada.En el interior del bolsillo de la chaqueta, su mano se encontró con un objeto pequeño y sedoso que despertó su curiosidad. Al sacarlo, se dio cuenta de que era un pañuelo de papel arrugado, esos que frecuentemente utilizan las mujeres para retocar su maquillaje. Al inspeccionarlo más de cerca, notó que estaba manchado con un labial de un intenso color rojo brillante, un tono que sin duda Alana, conocida por su preferencia por los colores nude y sutiles, jamás se atrevería a llevar.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play