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Un Hogar En El Apocalipsis

1

Era un día normal.

El despertador sonó con su pitido insistente y Valery, todavía algo somnolienta, estiró la mano para apagarlo. El cuarto estaba tibio, iluminado apenas por los rayos de sol que se colaban entre las cortinas. Se levantó con pereza, arrastrando los pies hasta el baño. El agua fría en su rostro la hizo estremecer, pero también le despejó la mente.

Se vistió con unos jeans y una polera sencilla, recogiendo su cabello en una coleta apurada antes de bajar las escaleras. El olor a pan tostado y café recién hecho le dio la bienvenida al comedor.

En la mesa, su madre servía el desayuno mientras Luka, su hermanito de seis años, jugaba con su muñeco de dinosaurio entre los platos. Su padre ya se había marchado temprano, como siempre. El hospital lo necesitaba; ser neurocirujano significaba pasar más tiempo salvando vidas que en casa.

Aun así, Valery siempre lo admiraba. Desde pequeña le fascinaba el mundo de la medicina: de niña solía jugar con un estetoscopio de juguete, "suturaba" a sus peluches con hilos de lana, escribía recetas imaginarias y diagnosticaba enfermedades inventadas. Ahora, a sus dieciséis, ya había hecho cursos de primeros auxilios gracias a la motivación de sus padres.

—Buenos días, mamá. Buenos días, enano —dijo, acercándose a besar a cada uno en la mejilla.

—Buenos días, cariño —respondió su madre con una sonrisa suave.

—¡Bueeenos dííías! —repitió Luka, imitando el tono de su hermana y haciendo reír a ambas.

Por un momento, todo parecía normal. Un día más en la rutina de su familia, lleno de los pequeños gestos que Valery siempre había dado por sentados... sin saber que, en poco tiempo, el mundo que conocía se vendría abajo.

Al terminar el desayuno, su madre se sentó frente a ella y le tomó la mano con suavidad.

—Valery, mejor quédate en casa estos días —le dijo, tratando de sonar tranquila—. Están pasando... cosas raras. Accidentes, personas atacando a otras. Dicen que es un nuevo virus. Tu padre me pidió que no saliéramos para nada.

Valery tragó saliva. Desde hacía semanas escuchaba rumores en las redes sociales y noticias confusas por la televisión, pero siempre pensó que eran exageraciones. Sin embargo, la voz de su madre sonaba distinta.

—Está bien, mamá. Me quedaré aquí y te ayudaré a cuidar a Luka —respondió Valery, mirando al niño que reía en el suelo, ajeno a la conversación mientras hacía rugir su dinosaurio verde.

Horas más tarde, ya en la tarde, la puerta principal se abrió de golpe. Su padre entró corriendo, con la bata del hospital manchada, el rostro desencajado y los ojos llenos de miedo. Nunca lo había visto así.

—¡Empaquen lo que puedan! —gritó, sin siquiera saludar—. Ropa, comida, agua, el botiquín... ¡todo lo indispensable!

Dejó caer sus llaves sobre la mesa y subió al despacho apresurado. Su madre, en shock, le ordenó a Valery:

—Haz lo que te dice tu padre, cariño, yo iré a ver qué pasa.

Valery asintió y subió corriendo a su habitación. Sentía que el corazón le golpeaba el pecho. Mientras metía ropa en la mochila, escuchó la conversación detrás de la puerta del despacho.

—Es casi imposible de creer —decía su padre, con la voz rota— pero algo está pasando. La infección y los ataques están relacionados. Vi a una persona... comiéndose a otra, frente a mí. Apenas pude escapar. El ejército bloqueó las salidas. Vi a colegas morir, no pude hacer nada... Lo único que pude hacer fue huir.

—Cariño... cuánto lo siento —susurró su madre, abrazándolo.

Valery apretó los ojos, temblando. Todo eso sonaba como las películas y novelas que tanto había leído... pero ahora era real. Sin pensarlo más, siguió empacando: ropa para ella y Luka, todos los medicamentos y suministros del botiquín, gasas, alcohol, vendas, linternas, sogas... cualquier cosa que pudiera servir si realmente era el fin del mundo.

Cuando bajó ya con todo en las manos, vio a sus padres guardando comida y agua en bolsas. Luka seguía sentado en el suelo de la sala de estar, jugando con su juguete favorito sin entender nada.

—¿En dónde iremos? —preguntó Valery, tratando de sonar firme—. ¿En el jeep o la camioneta?

Apenas terminó de decirlo, un ruido ensordecedor los hizo levantar la cabeza. Helicópteros. Tres, quizás cuatro, sobrevolaban la zona dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. El ruido vibraba en las ventanas y en el piso, como si el cielo estuviera temblando.

Su padre se asomó por la ventana, el rostro sombrío.

—No hay tiempo —murmuró—. Esto ya empezó.

Tomaron todo apresuradamente. Las mochilas pesaban más de lo que Valery hubiera imaginado, y aun así sintió que llevaban muy poco. Cada objeto guardado era una elección entre la vida y la muerte: linternas en lugar de libros, vendas en lugar de recuerdos.

Su padre abrió el jeep familiar y comenzó a llenar la maletera con bolsas y cajas, acomodando lo que podía en los espacios que quedaban detrás de los asientos. El motor rugía como una bestia inquieta, ansiosa por arrancar.

—¡Vamos, vamos! —gritó, abriendo la puerta trasera.

Valery tomó la mano de Luka y lo subió con cuidado. El niño abrazaba fuerte a su dinosaurio verde, sin comprender la magnitud del peligro. Ella se sentó a su lado y le aseguró el cinturón, respirando rápido, con la mente hecha un torbellino.

Sus padres subieron adelante. Por un instante, hubo silencio. El silencio de una familia que, al mirar por última vez la casa, comprendía que estaba dejando atrás todo lo que conocía: recuerdos, fotos, risas, la vida normal.

El jeep arrancó. Las llantas chirriaron contra el pavimento y la calle se abrió frente a ellos, larga, tensa, incierta.

Fue entonces cuando su padre habló por primera vez desde que llegaron los helicópteros. Su voz era grave, cargada de una verdad que pesaba más que las mochilas.

—¿Recuerdan la casa del lago? —preguntó, sin apartar la vista del camino—. Creo que será lo mejor. Es más seguro... aislado. Escuché rumores de refugios en las ciudades grandes, pero no creo que sean verdad.

Se detuvo unos segundos, como si le costara decir lo siguiente.

—Los helicópteros que vimos... no son de rescate. Son de ataque. No vienen en paz. Lo más probable es que quieran controlar esto eliminándolo todo.

Valery se estremeció. No necesitaba preguntar qué significaba "eliminarlo todo". Miró a Luka, que seguía jugando con su muñeco, ajeno a la conversación, y lo abrazó fuerte, prometiéndose en silencio que no dejaría que nada le pasara.

El jeep avanzó hacia la carretera, mientras a lo lejos se escuchaban gritos, disparos aislados y el eco de las sirenas apagándose una a una.

El mundo que conocían había terminado.

2

El rugido del motor del jeep era el único sonido constante en el denso silencio de la noche. Habían logrado salir de las calles más pobladas y ahora se encontraban en la carretera principal, una cinta de asfalto oscuro que se extendía hacia el campo.

Lo primero que notó Valery fue el alivio de la soledad. Todos los vehículos huían en dirección contraria: hacia el bullicio de la ciudad, donde esperaban encontrar refugios centralizados y la supuesta ayuda militar. Su padre, con su visión médica y su instinto de neurocirujano que analiza el riesgo, había elegido el camino menos transitado. Iban en contra del flujo y, por ello, estaban solos.

Pero la soledad pronto se agrió.

Valery miró la hilera interminable de luces rojas en el carril opuesto: cientos, miles de personas, familias enteras, dirigiéndose hacia la boca del lobo. Pensaban que estarían a salvo; se les había prometido seguridad. Su mente de dieciséis años conectó las piezas: los rumores, las noticias ambiguas, la insistencia en que todo estaba bajo control... Las autoridades, los medios, alguien con poder, les había mentido. Los habían ilusionado para enviarlos a una zona de exterminio.

Un escalofrío helado, que no tenía nada que ver con la temperatura exterior, la recorrió. Fue el primer momento de un asco visceral hacia la humanidad. ¿Cómo era posible tal maldad? ¿Cómo se podía traicionar la confianza de tanta gente, condenándolos a la matanza solo por el pánico? La inocencia se resquebrajó. El verdadero terror, pensó, no eran los monstruos que su padre había visto, sino las personas que mentían sobre ellos.

Ya llevaban cerca de una hora de viaje. La oscuridad era casi total, solo interrumpida por los faros del jeep.

Luka dormitaba inquieto en su regazo, con el dinosaurio verde apretado contra el pecho. Valery acariciaba su cabello y miraba por la ventana, concentrándose en las estrellas para no pensar en el horror que dejaban atrás.

Fue entonces cuando el cielo se rasgó.

Una explosión sorda, profunda y resonante, sacudió el ambiente a la distancia. A pesar de los kilómetros que los separaban, pudieron ver la luz anaranjada y temblorosa que se alzaba sobre el horizonte, justo donde sabían que estaba el centro de la ciudad. El fuego era inmenso, grotesco, iluminando el humo espeso que ascendía como un monumento a la catástrofe.

Su padre tenía razón. El pánico se había convertido en un ataque militar. No estaban rescatando; estaban eliminando.

Valery se sintió doblemente asqueada. Este era el mundo, entonces. Un lugar donde la solución a la enfermedad era simplemente borrar el problema y a todos los que lo rodeaban. ¿Estaban destinados a esto? ¿A que la humanidad se aniquilara a sí misma, con o sin el virus?

Su mente, habituada a la curiosidad médica, comenzó a formular preguntas urgentes, buscando el orden en el caos:

¿Cómo se contagiaba exactamente? ¿Era solo por mordida, como en las películas?

¿Habría diferentes tipos de zombis? ¿Podrían evolucionar?

¿Cómo era la transformación? ¿Era lenta o instantánea?

Pero al mirar a Luka, tan vulnerable en su regazo, supo que ese no era el momento para teorías o preguntas. Su padre ya estaba demasiado tenso al volante.

Se limitó a respirar hondo, protegiendo con su cuerpo el pequeño peso de su hermano. Miró el fuego distante, la luz de la traición, y se aferró a una única certeza desesperada: que llegarían pronto. Que al despertar, sus cuatro miembros seguirían juntos. Que juntos los cuatro podrían sobrevivir a esto.

El jeep avanzaba por la carretera, serpenteando entre las sombras de los árboles, cuando de pronto la luz de los faros iluminó una curva cerrada.

Dos figuras se recortaron en medio de la negrura: cuerpos tambaleantes, movimientos torpes y descoordinados, arrastrando los pies y balanceando los brazos de manera antinatural. Valery reconoció demasiado rápido lo que eran. Zombis.

—¡Papá, cuidado! —gritó, pero su voz se perdió entre el rugido del motor y el viento.

El padre giró bruscamente el volante para esquivar las criaturas, pero el jeep perdió tracción sobre la grava y resbaló hacia un letrero al borde del camino. El golpe fue seco, un crujido metálico que hizo saltar el aire dentro del vehículo.

Valery sintió cómo el jeep vibraba, cómo las mochilas y objetos se deslizaban de sus lugares. Sin pensar, instintivamente rodeó a Luka con sus brazos, protegiéndolo como un escudo humano.

—¡Tranquilo, Luka! —susurró, con la voz temblando pero firme—. Estoy aquí... no te pasará nada.

El jeep quedó inclinado sobre la cuneta, con el motor que ya no respondía, escupiendo humo y chispas.

—¡Tenemos que salir! —gritó su padre, golpeando el volante en vano—. ¡Rápido!

Valery y Luka saltaron del vehículo. Su madre recogía lo que podía de las mochilas: botiquín, linternas, algo de comida y agua. No había tiempo para nada más. Cada segundo contaba, cada respiración era un riesgo.

Afueras, los zombis tambaleantes se acercaban demasiado rápido. Su padre tomó un palo que había quedado entre la maleza y lo enterró en el abdomen del primer zombi que los alcanzaba. La criatura chilló, pero no cayó. Con un empujón, logró derribar a la segunda, mientras observaba horrorizado cómo otros dos caminantes aparecían bloqueando el camino.

Fue entonces cuando lo vio: su esposa se puso delante de los niños, empujando con sus manos a los caminantes que avanzaban. Su mirada era feroz, llena de determinación y desesperación. Valery no podía creerlo: la mujer que siempre había cuidado de ellos ahora arriesgaba su vida.

Un zombi logró morderla en el brazo. El chasquido seco resonó en la noche y Valery sintió un nudo en la garganta: su madre había sido mordida.

El padre después de matar al zombie atravesando su cerebro, ayudo a su esposa a levantarse agarró a Valery y Luka, y todos comenzaron a correr hacia el bosque cercano, alejándose del jeep destruido y de los caminantes. La madre, sangrando y tambaleante por la mordida, seguía con ellos el primer tramo, intentando despejar el camino mientras su familia avanzaba.

Entre el humo, el ruido y la oscuridad, lograron internarse lo suficiente como para ponerse a salvo temporalmente. El bosque ofrecía un respiro frágil, pero cada sombra, cada crujido entre los árboles, les recordaba que el peligro no había desaparecido.

Valery abrazó a Luka con fuerza, sintiendo el temblor de su pequeño cuerpo y recordando con horror la herida de su madre. Habían sobrevivido al primer enfrentamiento, pero el costo era evidente: la mordida en su madre era una amenaza constante que cambiaría sus vidas para siempre.

El apocalipsis no era un rumor ni un incendio lejano: estaba aquí, delante de ellos, y cada decisión que tomaran a partir de ahora podía ser la última.

3

El bosque estaba en silencio, roto solo por el crujido lejano de ramas y el ulular de algún búho. La familia había logrado alejarse de los zombis, pero cada paso había consumido sus fuerzas. Valery sostenía a Luka en brazos, mientras su padre llevaba lo poco que quedaba de sus mochilas. La madre caminaba detrás, tambaleante, con la sangre de la mordida en el brazo y un dolor que solo ellos, por ahora, podían ignorar.

Pronto llegaron a un claro algo despejado. Los árboles formaban un perímetro natural, y la hierba húmeda parecía más cómoda que la tierra rocosa que habían cruzado. El padre observó alrededor, evaluando riesgos y ventajas.

—Aquí —dijo con voz tensa, dejando caer las mochilas—. Dormiremos aquí esta noche. Es innecesario seguir. No tenemos fuerzas.

Valery asintió, tratando de ocultar el temblor que recorría todo su cuerpo. Luka ya estaba demasiado cansado como para protestar y se acomodó en el regazo de su hermana. La madre, con la mordida evidente, se dejó caer contra un tronco cercano, apoyándose con los brazos. Sus ojos reflejaban un cansancio absoluto, pero también un intento desesperado de mantener la calma por sus hijos.

Los niños no entendían lo que estaba sucediendo. Valery apenas lo comprendía; aunque la situación era más clara para ella que para Luka, no podía aceptar del todo la magnitud de lo que significaba esa mordida. Pero su padre lo había visto todo. Había visto la infección en el brazo de la mujer que amaba y, aunque no quería aceptarlo, sabía lo que estaba por venir.

Se sentó a su lado, manteniendo a Luka protegido entre sus brazos, mirando en silencio a su esposa. Cada respiración de ella era un recordatorio del tiempo que se agotaba, de lo que perderían. El amor de su vida, la madre de sus hijos, estaba a punto de convertirse en aquello que más temían: un ser consumido por el virus, un monstruo que alguna vez fue humana.

Valery apoyó la cabeza de Luka contra su hombro, mientras sus propios ojos se llenaban de lágrimas que no quería soltar. No había palabras que pudieran aliviar el dolor ni explicar lo que sentían. El crepitar de la hierba bajo los pasos de algún animal o los ruidos de ramas quebrándose en la distancia mantenían sus sentidos alerta. El miedo y la tristeza se mezclaban en una sensación amarga que los envolvía como un manto.

La noche pasó lenta y fría. Tras vendar la herida de su madre con cuidado, usando todo lo que podían encontrar, la familia finalmente se dejó vencer por el agotamiento. Luka dormía acurrucado contra Valery, y ella se acomodó a su lado, intentando no pensar en el futuro, mientras su padre vigilaba los alrededores por un tiempo antes de quedarse dormido también.

El amanecer llegó con un silencio pesado. La luz del sol apenas atravesaba las copas de los árboles, creando un claroscuro inquietante en el claro. La madre estaba recostada contra un tronco, pálida y débil, con fiebre evidente. Cada respiración era un esfuerzo. Valery la observaba con cuidado, limpiando su frente y asegurándose de que Luka continuara durmiendo tranquilo a su lado.

El padre, abrumado por la situación, salió a caminar unos metros por el bosque, buscando un río o simplemente un lugar donde poder respirar, un instante de distracción de la realidad que se avecinaba. Su rostro estaba rígido, sus ojos perdidos, mientras intentaba no pensar en lo inevitable.

Valery permaneció a los pies de su madre, sosteniéndole la mano y murmurando palabras suaves, tratando de calmarla y de calmarse a sí misma. Pero pronto algo cambió. La respiración de la mujer comenzó a volverse irregular. Primero se volvió superficial, luego parecía detenerse por segundos. El corazón de Valery se encogió en su pecho.

—Mamá... —susurró, apretando la mano que parecía enfriarse a cada segundo.

Los ojos de la madre se abrieron débilmente, y un hilo de voz salió de su boca:

—Val... Val... cuídalos por mi... —dijo apenas, antes de que sus párpados cayeran pesadamente.

Valery sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. La fiebre, la mordida, la debilidad... todo coincidía. Sabía lo que estaba pasando: la transformación había comenzado. Su madre, la mujer que los había cuidado, que los había protegido toda su vida, estaba dejando de ser humana.

El miedo se mezcló con la incredulidad y la desesperación. Tenía que tomar una decisión. Podía intentar mantenerla con vida por un rato más, pero sabía que eso solo prolongaría lo inevitable. Cada segundo que pasara, cada minuto de duda, aumentaba el riesgo de que la madre se levantara infectada y atacara a Luka o a ella misma.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras abrazaba a Luka, protegiéndolo sin apartar la vista de la madre. La respiración de la mujer se volvió errática, y el cambio en su cuerpo se hizo más evidente: la piel pálida, los labios azulados, la rigidez creciente.

Valery comprendió con un dolor desgarrador que el mundo ya no le permitiría guardar a todos los que amaba. Que para sobrevivir, tendría que hacer lo impensable.

Entre sollozos, Valery tomó una respiración profunda, temblando, y se acercó lentamente a su madre, abrazando su torso una última vez. La calidez que todavía quedaba desaparecía con cada segundo. Las lágrimas caían sin control, empapando su rostro, mientras sus manos temblorosas sostenían un palo que había recogido antes del bosque.

—Lo siento... lo siento tanto —susurró, con la voz rota—. Te amo, mamá, pero no hay otra opción.

Con un último llanto ahogado, Valery actuó, apuntando a detener la amenaza antes de que pudiera hacerles daño. La resistencia de su madre, aunque presente, ya no era humana; era el instinto primitivo de la infección. Cada segundo de vacilación podía ser fatal. Y entonces sucedió, dio el primer golpe con todas sus fuerzas, había visto cuando su padre a uno de los zombies lo dejo incapacitado con solo destruirle el cerebro, y eso es lo que tenia que hacer.

Cuando todo terminó, Valery cayó al suelo, abrazando a Luka con desesperación. Sus hombros temblaban, sus sollozos llenaban el claro y su corazón estaba destrozado. Había sobrevivido, pero a un precio inimaginable: había perdido a la mujer que la había criado, la protectora de su hermano, la persona que le había dado amor y seguridad toda su vida.

El padre, que había escuchado los sollozos de su hija, se acercó con el corazón hecho trizas. El dolor al ver tal escena lo consumía: se arrepintió de no haber hecho nada antes, de haber dejado que su propia hija tuviera que tomar la decisión de acabar con su madre. Se sentía un cobarde. Se inclinó, silencioso, y abrazó a Valery sin decir palabra. No había palabras que pudieran aliviar la herida que compartían. Solo el silencio del bosque y el dolor absoluto, recordándoles que en aquel nuevo mundo, la vida y la muerte estaban separadas por decisiones imposibles de soportar.

Valery, con Luka aún en sus brazos, comprendió algo que ningún adolescente debería aprender tan pronto: sobrevivir significaba hacer lo que ningún corazón querría jamás, incluso cuando eso destrozara tu alma.

El apocalipsis no perdonaba, y la familia acababa de recibir su primera y más cruel lección: sobrevivir no siempre significaba salvar a todos los que amas.

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