1944.
El año en que perderia mi virginidad.
El mundo seguía en guerra, y aun así, el deseo no conocía treguas.
La sociedad había cambiado: los viejos tabúes sobre los vínculos entre alfas, betas y omegas se desmoronaban poco a poco bajo el peso de una generación que ya no quería obedecer los designios de la biología.
Ya no era raro ver alfas casados con alfas, hombres o mujeres; ni omegas que unían su vida a otros omegas, desafiando la antigua jerarquía del instinto.
Los betas, por su parte, se mezclaban con todos, libres de feromonas, pero dueños de una inteligencia fría que los hacía indispensables en los círculos del poder.
En ese nuevo orden incierto, la juventud universitaria era la más audaz de todas.
Y ningún lugar representaba mejor esa rebeldía que la Universidad de Haleworth, en el corazón de Pensilvania.
Fundada a finales del siglo XIX por una familia de ingenieros excéntricos, Haleworth se había convertido en la cuna de los descendientes más rebeldes del país.
Por sus pasillos caminaban los herederos de políticos, hijos de generales, poetas frustrados y genios sin rumbo.
Algunos venían a estudiar, otros solo a gastar el dinero de sus familias.
Los más aplicados buscaban construir un futuro; los más atractivos, conquistar cuerpos.
Aun así, todos fingían lo mismo: ser jóvenes respetables en una institución de honor.
Una farsa deliciosa que Haleworth alimentaba con clases de ética por la mañana y fiestas clandestinas por la noche.
Ese lunes de otoño, el campus hervía de movimiento.
Los nuevos estudiantes llegaban en autos lujosos, choferes uniformados descargaban maletas, y las campanas del edificio central repicaban sobre el bullicio.
Las hojas anaranjadas caían sobre los jardines, mezclándose con el olor a café recién hecho y a papel nuevo.
Entre la multitud, un grupo de jóvenes destacaba por el ruido de su risa.
Pitt Anderson, Decker Moore, William Carter, Dilan Brooks y Zareth O’Donnell eran la clase de muchachos que Haleworth amaba y temía por igual:
brillantes, atractivos, y lo bastante atrevidos como para romper cualquier regla sin despeinarse.