El aroma a café recién molido y pan de dulce era el perfume por el que Catia Martínez sonreía mientras limpiaba las mesas de la pequeña panadería de su tía donde trabajaba medio tiempo, un lugar donde pasaba sus mañanas antes de ir a la universidad. A sus veinte años, Catia era el retrato de la inocencia y la amabilidad; tenía el pelo castaño recogido en una coleta alta, unos ojos azules vivaces y la certeza de que su futuro como maestra de primaria estaba a solo dos semestres de distancia. Ella creía en el esfuerzo, en la bondad y en que las cosas buenas les pasaban a quienes trabajaban duro.
Hoy era uno de esos días perfectos. Afuera, el sol brillaba sobre la acera. Adentro, solo faltaba entregar un pedido especial al edificio de oficinas "Carrero Tower", una torre imponente de cristal y acero que dominaba el horizonte de la ciudad.
—Ten cuidado con la caja, Catia —advirtió su tía con un tono autoritario—. El señor Carrero no tolera errores. — concluyó la déspota mujer.
Catia tomó la pesada caja de muffins y croissants. Conocía la leyenda del dueño de esa torre: Alejandro Carrero. Un empresario tan imponente como frío, cuya palabra era ley. Catia no lo conocía, pero la reputación de los Carrero llegaba hasta la panadería. Sin embargo, para ella ese sujeto era solo un millonario más que se creía dueño del mundo solo por su dinero.
A tres kilómetros de distancia, en el piso 50 de la Carrero Tower, Alejandro Carrero no sonreía. Vestido con un traje a la medida que gritaba poder, estaba enfrascado en una videoconferencia que no iba a su gusto. Alejandro, de treinta años, era un hombre acostumbrado a ordenar y a que los demás obedecieran. Su rostro esculpido y severo rara vez mostraba emoción; el afecto era una debilidad y el fracaso, una ofensa personal.
—No me importa el margen de error, Smith. Quiero resultados exactos. Si el contrato no se firma hoy, buscaré a alguien que sí pueda hacerlo. ¿Entendido?
Terminó la llamada sin esperar respuesta, su exasperación palpable. Alejandro no tenía tiempo para errores, y mucho menos para sentimientos. Su vida era una cuadrícula perfecta de reuniones, inversiones y victorias. Su brillante futuro no dependía de los sueños, sino de los números.
En ese momento, la secretaria de Alejandro, una mujer nerviosa y eficiente, tocó a la puerta.
—Disculpe, señor. El pedido del desayuno de la reunión de la junta ha llegado. Lo están subiendo.
Alejandro asintió, impaciente. Su día estaba meticulosamente planeado, y cualquier desviación era inaceptable.
Catia salió del ascensor en el piso ejecutivo, empujando la pesada caja. Las alfombras eran gruesas, las paredes de mármol. Todo era tan silencioso y frío que le costaba respirar. Mientras giraba en una esquina para llegar a la sala de juntas, el desastre sucedió.
Alejandro Carrero salió de su oficina enfrascado en una llamada urgente con su abogado, gesticulando con fuerza. No vio a la joven que empujaba la caja.
El choque fue inevitable y violento.
La caja voló, esparciendo muffins y croissants por el impecable piso de mármol. Catia cayó, aturdida, pero su preocupación inmediata fue el traje de Alejandro, ahora salpicado de café con leche y migas.
Alejandro colgó la llamada. Su expresión, ya severa, se transformó en pura furia gélida. Miró a la joven, luego a su traje arruinado, y finalmente al desorden que había profanado su santuario.
—¿Qué demonios cree que está haciendo? —Su voz no era alta, pero cortaba el aire como el cristal.
Catia se levantó rápidamente, con las mejillas ardiendo por la vergüenza. —¡Lo siento muchísimo! ¡Yo... yo no lo vi! ¡Permítame limpiarlo!
Mientras Catia intentaba torpemente limpiar la mancha de su solapa con una servilleta, Alejandro se apartó de ella como si la tocara la lepra. Por primera vez en sus vidas, sus mundos no solo se habían cruzado, sino que habían chocado. El empresario imponente y la joven inocente se miraron, el miedo y la rabia marcando el inicio de un camino que cambiaría irrevocablemente sus rumbos.
Alejandro Carrero tardó un momento en procesar el desastre. No era solo el café con leche y el azúcar manchando su traje de miles de dólares; era la interrupción, la insolencia involuntaria, la prueba de que no todo en su vida podía controlarse.
—Usted... usted acaba de arruinar mi reunión de la junta y mi ropa —Su voz no se elevó, pero la intensidad era más fría y peligrosa que un grito. Se puso una mano en la sien.
Catia se sintió diminuta bajo su mirada acusadora. El miedo la inmovilizó, no por él, sino por las consecuencias. Pensó en su tía, en el negocio familiar, en los ahorros. Su voz tembló.
—Señor Carrero, yo... en verdad lo lamento. Por favor, déjeme pagarle la limpieza en seco y lo que sea necesario. Prometo que mi tía y yo...
—¿Pagar? —Alejandro soltó una risa seca, despectiva. Dio un paso hacia ella, obligándola a retroceder hasta chocar con el borde de la pared. — ¿Cree que el problema es el coste de este traje? El problema es que usted me hizo perder diez minutos y la compostura. Diez minutos que valen más de lo que ganará en toda su vida, niñita.
Señaló el desorden en el suelo, donde los dulces de la panadería yacían destrozados, mezclados con el café.
—Quiero que recoja cada migaja. Y luego quiero que se vaya. Y escúcheme bien: quiero que la panadería que envió este desastre me entregue, además del coste de mi ropa nueva, el doble de su valor en indemnización por interrumpir mi día.
La amenaza no era solo para ella; era directamente contra el sustento de su tía. El rostro de Catia palideció.
—No... por favor, no haga eso. Mi tía no puede pagarle eso, es una mujer trabajadora. Yo lo haré. ¡Trabajaré para usted para pagar mi error, pero no lastime a mi tía!
Esa desesperación, esa súplica inocente, pareció irritar a Alejandro aún más. No estaba acostumbrado a la compasión ni a los trueques emocionales.
—¿Trabajar para mí? —preguntó Alejandro, con un gesto de repugnancia—. ¿Haciendo qué? ¿Arruinando más mis cosas?
Un hombre de mediana edad, el gerente de las oficinas, apareció en la esquina, alarmado por el ruido.
—Señor Carrero, ¿está todo bien?
Alejandro ni siquiera lo miró. Fijó sus ojos penetrantes en Catia.
—La panadería está vetada en este edificio. Y usted, señorita... —sacó su tarjeta de presentación de su bolsillo sin mancha y la arrojó al suelo, cerca de las migas de muffin—. Se ocupará de mi deuda personalmente. Venga a verme mañana a las ocho de la mañana. Si no aparece, haré que su tía sepa lo caro que es arruinar el día de Alejandro Carrero.
Con esa amenaza helada, Alejandro se giró y se dirigió a su oficina, dejando a Catia sola, de rodillas, con el corazón acelerado, las manos temblándole mientras recogía las migas, sabiendo que su vida, y la de su familia, ahora dependía de la voluntad de este hombre cruel. Su futuro brillante se había teñido de un peligroso y frío gris.
Catia recogió la tarjeta, sintiendo que había recogido su propia sentencia. La Carrero Tower, que antes era solo un edificio, se había convertido en una prisión.
Ella era la bondad; él, la crueldad disfrazada de éxito. Ahora, estaba atada a él por una deuda de honor que ella misma se había impuesto para salvar a su tía. ¿Qué quería él de ella? ¿Un trabajo humillante? ¿Una esclavitud moderna? Solo sabía que no tenía opción: a las ocho de la mañana, estaría en su oficina.
Volvió a la panadería de su tía llena de temor: primero por la reacción de su tía al enterarse de que gracias a ella había perdido un buen cliente y segunda por la llegada del siguiente día, Alejandro Carrero era un hombre atractivo, pero atemorizante al mismo tiempo por lo que ella sabía que no sería fácil de tratar.
Una vez llegó a la panadería enfrentó la verdad ante su tía, quien se llenó de ira al escuchar las ridículas explicaciones de su sobrina, Felicia era una mujer cruel que siempre había humillado a Catia sin motivo alguno.
Amaranta Hernández la hija de Felicia llega a la panadería luciendo tan impecable como siempre, su madre siempre la había tratado como a una reina, un trato muy diferente al que recibía Catia.
—¿Ahora qué hizo está tonta? — pregunto Amaranta utilizando el habitual tono de superioridad que utilizaba con su prima.
—Aquí la estúpida de tu prima que nos hizo perder la cuenta con empresas Carrero, pero esto le costará muy caro. — Advirtió la mujer con desprecio.
Catia no se atrevía a decir una sola palabra, ella había crecido bajo el yugo de su tía y su prima. Esperando el castigo que le impondría, Catia fue hasta la cocina y empezó a limpiar los trastes sucios que se encontraban en esta.
Mientras tanto Alejandro se encontraba en el piso más alto de aquella enorme torre de cristal y hierro viendo por la ventana. La furia reflejada en su rostro debido al inconveniente ocurrido durante la mañana, sin embargo, esa ira se mezclaba con una inquietud que no podía definir. La mirada de Catia lo perseguía de tal manera que no podía describir.
La noche había llegado y en la cocina de la panadería, usualmente un lugar de calor y dulce consuelo para Catia, se había convertido en su celda. El vapor caliente del lavavajillas no lograba mitigar el frío que sentía en el estómago.
Felicia, con los brazos cruzados y el rostro rojo de ira, no dejaba de pasearse por la pequeña oficina contigua, su voz aguda atravesando la fina puerta. —¡Estúpida! ¡Inútil! ¿Sabes lo que significa perder a Carrero? ¿Sabes la cantidad de dinero que acabas de tirar a la basura?
El corazón de Catia se encogía con cada insulto. Había esperado la furia, pero la intensidad de la maldad de Felicia nunca dejaba de sorprenderla. Catia solo apretaba los puños, repitiéndose que el castigo de su tía era preferible al daño que Alejandro Carrero podría hacerle al negocio.
La llegada de Amaranta Hernández solo añadió sal a la herida. Amaranta, con su cabello rubio perfectamente peinado y ropa de diseñador, se reclinó contra el marco de la puerta de la cocina, disfrutando del espectáculo.
—Mamá tiene razón, Catia. Siempre metiendo la pata. —El tono de superioridad de Amaranta era tan habitual que Catia casi no lo registraba. En su mente, la humillación de su prima era un ruido de fondo constante—. ¿Y ahora vas a trabajar para él? ¿De sirvienta? Es lo único para lo que sirves, prima.
Felicia interrumpió la burla de su hija con una orden seca: —Mañana a primera hora le dirás a ese hombre que yo me haré cargo de la deuda. No quiero que piensen que te encubrimos. Y por supuesto, trabajarás gratis aquí hasta que esa deuda imaginaria esté saldada. Y ni pienses en ir a la universidad por un tiempo. ¡Ya veremos cómo pagas esto!
Catia asintió en silencio, sin atreverse a revelar la verdad: ella ya había prometido ir, y si no lo hacía, Alejandro iría tras su tía y está a su vez la haría pagar a un más caro su ofensa. Solo tenía una opción: traicionar la orden de Felicia y enfrentarse a Carrero sola.
Mientras Catia se preparaba para una noche sin dormir, Alejandro Carrero permanecía en el silencio absoluto de su ático en el piso 50. La ciudad se extendía debajo de él como un mapa de luces indiferentes.
Se había cambiado de traje, pero la furia persistía. No podía concentrarse. El incidente con el desayuno había sido un desastre logístico, sí, pero lo que realmente lo irritaba eran los ojos azules de Catia.
Él estaba acostumbrado a la sumisión, al miedo calculado que le ofrecían sus empleados y competidores. Pero en los ojos de esa joven, no había visto solo pánico. Había visto una mezcla de auténtico terror y una extraña y obstinada determinación, especialmente cuando se interpuso entre él y la amenaza a su tía.
Alejandro Carrero no trataba con heroínas, solo con activos y pasivos. ¿Por qué le molestaba la forma en que ella había temblado mientras recogía las migas? ¿Por qué la imagen de su rostro ruborizado se negaba a abandonar su mente, interponiéndose entre él y los informes financieros?
—Una simple vendedora de pasteles —murmuró para sí mismo, con disgusto.
Intentó retomar su agenda, pero la tarjeta de presentación que había arrojado en el suelo, ahora de vuelta en su escritorio, parecía burlarse de él. Él quería castigar la ineficiencia, pero la humillación que le había infligido a Catia parecía desproporcionada incluso para sus estándares.
Una inquietud crecía en su pecho, una emoción confusa que se sentía incómodamente cercana a la culpa. No, no era culpa. Era la molestia de saber que su día perfecto se había roto por un factor humano que él no había podido prever ni controlar. Mañana, a las ocho, ese factor humano sería erradicado.
Alejandro se sentó frente a la ventana, esperando la llegada del sol, sabiendo que el mañana no sería un día cualquiera. Sería el día en que pondría a esa "niñita" en su lugar. Lo que no sabía era que, al hacerlo, se pondría a sí mismo en una ruta de colisión de la que no podría escapar.
La noche para Catia estaba siendo más larga de lo que ella había pensado. El aire en su pequeña habitación era pesado y frío, sin lograr aplacar el miedo que le quemaba el estómago. Al cerrar sus ojos, solo podía ver la mirada fría de Alejandro Carrero, una imagen tan clara que la hacía temblar bajo las sábanas. Él no era solo un hombre; era una fuerza de la naturaleza, una tormenta que había entrado en su vida desestabilizando lo poco que había construido.
Se levantó mucho antes del amanecer. La casa estaba en silencio; su tía, Felicia, y su prima, Amaranta, dormían, ignorantes o indiferentes a la ansiedad que consumía a Catia. Se dirigió al espejo. Sus ojos, normalmente llenos de brillo, estaban rodeados de sombras de miedo y a lo impredecible. La vulnerabilidad que sentía era abrumadora, pero la deuda era más grande.
Sabía que si seguía las órdenes de Felicia, que le había prohibido ir a la Torre Carrero, Alejandro cumpliría su amenaza y destruiría el negocio y eso sería mucho peor para ella. No podía arriesgarse. Su única opción era enfrentarlo sola.
En la cocina, preparó un café, pero no pudo beberlo. En su lugar, sacó la tarjeta de presentación de Alejandro Carrero que había guardado. Era pesada, gruesa, con letras en relieve. Un símbolo de su poder.
Catia tomó una decisión práctica: no iría completamente indefensa. Mientras el resto de la ciudad dormía, se sentó frente a su vieja computadora portátil. Ella tenía la habilidad innata de ser meticulosa y curiosa; si iba a enfrentarse al león, al menos sabría dónde estaban sus garras.
Buscó información sobre Alejandro Carrero. Rápidamente encontró artículos, entrevistas y biografías que lo pintaban como el empresario implacable que todos temían.
Alejandro Carrero, 30 años. Heredero y constructor de un imperio inmobiliario y tecnológico.
Era conocido por despedir ejecutivos con una sola palabra y aplastar imperios con solo un chasquido de sus dedos —Un hombre así desaparecería de la faz de la tierra una pequeña panadería como esta. — Susurro Catia mientras seguía leyendo. No tiene familia conocida en el país. Soltero.
Ninguna debilidad visible. Solo el éxito.
Pero entonces, en un artículo antiguo, encontró algo que la detuvo. Una mención fugaz sobre una disputa legal hace años, relacionada con el incumplimiento de un contrato menor debido a un error de su asistente. En la cita, Alejandro decía: "No se puede permitir que la debilidad personal afecte la eficiencia de la empresa."
Esa frase no le daba poder, pero le daba perspectiva. Él valoraba la eficiencia y el orden por encima de todo. Su furia no era solo por la mancha de café; era por el caos que ella representaba.
Catia apagó la computadora, la tarjeta de Carrero apretada en su mano. Estaba lista. No para pelear, sino para ofrecer la única cosa que sabía que él no podría rechazar: una solución perfectamente eficiente a su "problema".
A las 7:55 a.m., Catia Martínez, con el traje más formal que poseía y el corazón latiéndole a un ritmo insano, llegó al piso 50 de la Carrero Tower.
La secretaria de Alejandro, una mujer elegante y tensa, la observó con una mezcla de curiosidad y lástima.
—El señor Carrero la recibirá en un momento. Espere.
El ambiente era de un lujo tan impecable que la hacía sentir sucia. Justo a las 8:00 a.m. en punto, la puerta del despacho de Alejandro se abrió.
Alejandro Carrero estaba de pie junto a su escritorio de caoba maciza. No vestía traje, sino una camisa blanca impecable que, extrañamente, la hacía parecer aún más imponente. Su rostro no mostraba ninguna de la ira de ayer; solo una fría indiferencia que era casi peor que la furia.
—Puntual. Es un buen comienzo, señorita Martínez. Siéntese.
Catia no se sentó; se mantuvo en pie, manteniendo una distancia respetuosa.
—Gracias, señor Carrero. Vine a pagar la deuda.
Alejandro alzó una ceja, claramente divertido. —Ah, ¿así que vino con un maletín lleno de billetes? Porque, francamente, no creo que su sueldo de panadera cubra ni mis zapatos, y mucho menos la indemnización que le exijo a su tía.
Catia respiró hondo, aferrándose al poco valor que le quedaba. Ella no podía ofrecer dinero; tenía que ofrecer algo que él valorara más.
—Le ofrezco mi tiempo. Sé que mi tía no puede pagarle el doble del valor. Pero yo puedo. Usted dijo que el problema era la ineficiencia y la interrupción que causé. Permítame restaurar ese orden. Trabajaré para usted el tiempo que considere necesario. Sin paga. Haré lo que usted me ordene, siempre y cuando no lastime a mi tía y su negocio.
La propuesta era esclavitud, pero era su única carta. Alejandro se recostó en su silla, estudiándola. Ella no estaba suplicando por piedad; estaba ofreciendo un contrato. Era una solución limpia y eficiente a su molestia.
—Interesante —murmuró Alejandro. Sus ojos se clavaron en ella, una mezcla de fascinación e incredulidad—. Muy bien, Catia Martínez. Acepto su insolente oferta. Pero no va a limpiar pisos. Usted va a trabajar directamente para mí. Y le advierto: mi trato no es ni inocente ni amable. El trabajo será agotador y humillante. Y si comete un solo error, la deuda se duplica.
Extendió una mano. Catia, sintiendo que un nudo de hielo se formaba en su pecho, estrechó su mano, sellando el trato que la condenaba a permanecer atada a la voluntad del hombre más temido y atractivo de la ciudad. El juego entre el amor y el odio había comenzado.
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