Capítulo 1. La Reina del Mar
La tormenta se abatía sobre Halicarnaso como si los dioses hubieran decidido arrancar de raíz la ciudad y hundirla en el mar. El cielo era una herida abierta que sangraba relámpagos; los truenos retumbaban en los muros de piedra como tambores de guerra, y el mar rugía con tal furia que parecía querer devorar a hombres y barcos por igual.
En el puerto, el caos era absoluto. Las galeras enemigas habían llegado amparadas por la tempestad, creyendo que la tormenta jugaría a su favor. Eran hombres de las costas del Asia Menor, aliados de la familia Serpente, rivales jurados del linaje de Artemisia. Venían con banderas negras y espadas manchadas de sal, confiados en que el mar los protegería.
Pero allí, en medio de aquel infierno líquido, se alzaba la figura de la reina. Artemisia estaba de pie en la proa de su nave insignia, la Medusa de Bronce. La lluvia le golpeaba el rostro, el cabello se le pegaba a la piel como látigos oscuros, y su armadura resplandecía con los destellos de los rayos. No era una reina escondida tras los muros de un palacio, sino una guerrera que blandía la espada desde la primera línea.
—¡Remos firmes! ¡Avanzad! —ordenó, y su voz se alzó sobre el estruendo del viento como si las olas mismas obedecieran a su voluntad.
Los hombres, exhaustos, respondieron con un grito unánime. Nadie osaba dudar de Artemisia, porque en sus ojos había un fuego que ninguna tormenta podía apagar.
⚔️ El combate en la tormenta
El enemigo cerraba el círculo, confiado en su superioridad numérica. Sus galeras avanzaban en formación, listas para embestir y destrozar a la Medusa. Artemisia, sin embargo, había previsto la jugada. Con un gesto de su mano, ordenó que su flota se dispersara como fragmentos de un espejo roto. Los barcos halicarnenses se movieron con precisión, esquivando las embestidas y atrayendo a los enemigos hacia el estrecho rocoso donde las corrientes eran traicioneras.
La Medusa giró bruscamente, y con una señal de Artemisia, los artilleros lanzaron el fuego griego. El líquido ardiente cayó sobre las cubiertas enemigas; ni la lluvia ni las olas pudieron sofocar aquel infierno verde que se adhería a la madera y a la carne. Los gritos de los invasores se mezclaron con el bramido del mar, creando una sinfonía de destrucción.
Selene Claes, estratega de Artemisia, apareció a su lado, con el rostro salpicado de ceniza.
—Están atrapados, mi reina. No podrán escapar de la corriente.
Artemisia asintió, sin apartar la vista del campo de batalla.
—Entonces que el mar los reclame. Hoy, Halicarnaso no será presa de buitres, sino la tumba de los que nos desafían.
Irina Jenos, capitana de la guardia y amiga de la infancia, subió a cubierta con la lanza en mano, manchada de sangre hasta el hierro.
—Hemos tomado dos de sus barcos. El resto arderá antes del amanecer.
La reina no sonrió. En su mirada había una calma feroz, la certeza de quien sabe que la victoria no es un regalo de los dioses, sino el resultado del filo y de la voluntad.
🌒 La visión
Y entonces lo vio.
Entre relámpagos y lluvia, cuando la tormenta rugía con más fuerza, Artemisia distinguió en el horizonte tres siluetas que parecían flotar sobre las olas. Una era de hierro, su cuerpo relucía como una armadura viva; la segunda era apenas una sombra, imposible de fijar con los ojos; la tercera brillaba como cristal, translúcida y frágil, pero de un resplandor hipnótico.
Ninguno de sus hombres parecía notar aquellas figuras. Solo ella.
Por un instante, Artemisia sintió que el tiempo se detenía. El mar guardó silencio en su interior, como si aquellas entidades aguardaran algo de ella. No escuchó palabras, pero entendió el mensaje: la estaban observando, midiendo, eligiendo.
La visión se desvaneció con el siguiente relámpago, pero Artemisia supo que aquel encuentro no había sido un delirio de la tormenta. El mar le había mostrado un presagio.
🩸 La playa de los muertos
Horas después, la tormenta se disipó. El sol aún no había salido, pero la calma que seguía a la batalla era más inquietante que el propio rugido del mar. La playa estaba sembrada de cadáveres. Los cuerpos de los enemigos flotaban entre maderas quebradas, y el olor a humo se mezclaba con el de la sangre y la sal.
Artemisia descendió de la Medusa y caminó descalza sobre la arena húmeda, seguida por Selene, Irina y un grupo de soldados supervivientes. El aire era pesado, saturado de muerte y gloria.
Se detuvo en medio de la playa y clavó su espada en la arena. Todos los presentes formaron un círculo alrededor de ella.
—Hoy hemos vencido —dijo con voz grave—, pero no bastará con una victoria. Si queremos sobrevivir, debemos convertirnos en algo más grande que nosotros mismos.
Sacó un puñal de su cinturón y, sin titubear, se cortó la palma de la mano. La sangre goteó sobre la arena oscura.
—Juro por este mar que nos alimenta y nos devora. Juro por este hierro que corta y por la astucia que guía. Desde hoy, seremos tres: el Hierro para resistir, la Sombra para proteger y el Espejo para vencer.
Alzó la mano ensangrentada hacia Selene y hacia Irina.
Selene, con mirada gélida, se cortó también la mano y unió la suya a la de la reina.
—Sombra.
Irina hizo lo mismo, con una sonrisa feroz y lágrimas en los ojos.
—Hierro.
—Y yo —dijo Artemisia— seré el Espejo. Reflejo y voluntad, engaño y verdad.
Los soldados, contagiados por la solemnidad del momento, repitieron las palabras. El eco del juramento se mezcló con el rumor de las olas, como si el propio mar lo aceptara.
🌊 El eco del destino
Cuando el círculo se disolvió, Artemisia se quedó sola frente al mar. El cielo estaba despejado ahora, y la superficie del agua parecía un espejo oscuro.
En él, una vez más, vio las tres figuras: hierro, sombra y cristal. Esta vez, un murmullo recorrió el aire, suave pero inconfundible:
“Tu destino no pertenece a los dioses, sino al eco de tu voluntad.”
Artemisia cerró los ojos un instante, dejando que el viento le secara la sangre en la mano.
Entonces sonrió, no con alegría, sino con la certeza de quien ha aceptado su propio destino. La tormenta había querido devorarla, pero había salido coronada.
Esa noche, Artemisia no solo fue reina de Halicarnaso.
Esa noche, el mar mismo la nombró Reina del Mar.
Capítulo 2. Hija del Fuego y la Sal
El amanecer sobre Halicarnaso teñía las aguas de un rojo inquietante, como si el mar recordara la sangre derramada la noche anterior. La ciudad despertaba con el rumor de los mercados, los pescadores regresaban con sus redes cargadas de peces plateados y las mujeres encendían fuegos para preparar el pan del día. Nadie sospechaba que, años atrás, en esa misma costa había comenzado a forjarse la voluntad de Artemisia, hija del fuego y la sal.
Ella no nació rodeada de lujos. Su infancia no conoció tapices ni perfumes. Conoció, en cambio, la rudeza de las cuerdas de los barcos, el olor de los cuerpos sudorosos de los marineros, el golpe constante de las olas contra los cascos de madera. Su madre murió cuando aún era pequeña, y la memoria de su rostro se fue borrando con el tiempo, como un dibujo en la arena borrado por la marea. Fue su padre, Lygdamis, quien se encargó de hacerla sobrevivir. Y sobrevivir, en su lenguaje, significaba aprender a dominar antes que ser dominada.
🌊 La niña del puerto
Desde los siete años, Artemisia corría entre los muelles como un lobo entre corrales. Escuchaba a los mercaderes fenicios regatear con voz cantarina, aprendía fragmentos de idiomas de esclavos y piratas, y se mezclaba entre los marineros que contaban historias de monstruos marinos y ciudades hundidas.
Mientras otros niños jugaban, ella observaba. El puerto era su escuela: aprendió que una sonrisa podía esconder un puñal, que una jarra de vino podía comprar más lealtad que un saco de oro, y que la sal en las heridas escocía más que cualquier castigo.
Su padre solía llevarla consigo en las inspecciones de los navíos. La hacía recorrer cada cubierta, revisar cuerdas y remos, tocar los cañones de bronce como si fueran reliquias. Y al final, siempre repetía la misma lección:
—El poder no se pide, Artemisia. El poder se toma.
Ella asentía, aunque aún no comprendiera del todo el peso de esas palabras.
🔥 El fuego de la disciplina
Cuando cumplió doce años, Lygdamis decidió que había llegado el momento de forjarla en el arte de la guerra. La condujo al patio de entrenamiento, donde decenas de hombres practicaban con espadas de madera y escudos de cuero. Frente a todos, le colocó una espada casi tan grande como ella en las manos.
—Defiéndete —ordenó.
El contrincante era un marinero adulto, un hombre curtido por los años y la sal. Artemisia apenas pudo levantar el arma; el golpe que recibió en el primer choque la derribó en la arena. Cayó de bruces, con la boca llena de polvo y sangre en los labios. Los hombres rieron, algunos con crueldad, otros con incomodidad.
Artemisia no lloró. Se levantó despacio, escupió la arena y miró al marinero con unos ojos que ardían más que el sol del verano. En ellos no había derrota, sino promesa. La promesa de que aquel hombre, algún día, se inclinaría ante ella.
Su padre, serio, asintió.
—Así se mira al enemigo, hija. Nunca con súplica, siempre con hambre.
Desde entonces, cada día fue un suplicio: entrenamientos al amanecer, correr con piedras a la espalda, remar hasta que los dedos sangraban, soportar el látigo de la disciplina. Pero también fueron los días en que su cuerpo se endureció, sus reflejos se afilaron y su voluntad se templó en un fuego que nunca se apagaría.
🌒 La cueva de las sacerdotisas
Una noche, Lygdamis la llevó a una cueva en la costa, donde las olas entraban y salían como respiración de un monstruo dormido. Allí, en la penumbra, vivían las sacerdotisas del mar. Mujeres de ojos vidriosos que bebían agua salada y masticaban hierbas amargas hasta caer en trance.
Artemisia, aún niña, sintió un escalofrío al entrar. El aire olía a algas y sangre seca. Una de las sacerdotisas, cubierta con un velo de algas secas, se acercó y le tocó la frente.
La niña se estremeció. Una visión atravesó su mente: un trono rodeado de cadáveres, una corona con una serpiente enroscada, y un espejo que devolvía un reflejo que no era el suyo.
—Hija de la sal y del hierro —susurró la sacerdotisa—. El mar te coronará, pero tu reflejo será tu verdugo.
Lygdamis no mostró reacción.
—No escuches del todo, Artemisia. Los dioses hablan en acertijos. Tú escucha, aprende… y recuerda que los hombres temen más a la espada que a las profecías.
Pero la niña nunca olvidó aquellas palabras.
⚔️ Lecciones de poder
En su adolescencia, Artemisia acompañaba ya a su padre en misiones diplomáticas. En los banquetes se mantenía en silencio, observando. Descubrió que los hombres embriagados decían más verdades que sobrios, que un silencio prolongado podía ser más amenazante que un insulto, y que la palabra justa en el momento oportuno podía salvar o condenar una vida.
Una tarde, un mercader fenicio trató de engañar a Lygdamis con cuentas de vidrio haciéndolas pasar por oricalco. Artemisia, apenas de catorce años, habló sin permiso:
—Eso no es oricalco. Es arena endurecida. Mi padre merece hierro, no espejismos.
El mercader palideció, y Lygdamis sonrió con un orgullo apenas disimulado. Esa noche, mientras la ciudad dormía, le dijo:
—Eres más que mi hija. Serás mi espada.
🩸 La sangre y la herencia
El día que Artemisia alcanzó la madurez, Lygdamis la llevó a presenciar una ejecución pública. Habían capturado a un pirata que asolaba la costa, un hombre que había sembrado terror entre los pescadores. Atado a un poste frente al mar, el prisionero suplicaba por su vida.
Lygdamis le tendió una daga a su hija.
—Mira bien. Gobernar es decidir quién vive y quién muere.
Artemisia temblaba, pero no apartó la vista. Su padre hundió la espada en el corazón del pirata, y la sangre corrió como un río oscuro hacia las olas. La marea la devoró, pintando el agua de rojo.
Ella respiró hondo, sintiendo que el aire mismo sabía a hierro y sal.
—¿Qué ves, hija? —preguntó Lygdamis.
Artemisia, con lágrimas secas en el rostro, respondió sin vacilar:
—El mar no es agua. Es sangre extendida.
Ese día, comprendió la verdad: el mar no solo sería su reino, sino el altar donde derramaría sacrificios en nombre de su poder. Y el eco de esa certeza resonó en lo más profundo de su ser, como una ola que nunca muere.
Capítulo 3. El Trono de Piedra y Sangre
El palacio de Halicarnaso, construido en mármol blanco y coronado con estatuas de leones, parecía tan eterno como las olas que rompían contra sus muros. Pero bajo su esplendor se agitaban rencores, intrigas y cuchillos invisibles.
Artemisia había regresado del funeral de su esposo con un luto que no era solo de tela negra, sino de hierro en el corazón. Las llamas habían devorado el cuerpo del rey en la pira sagrada, y mientras el humo ascendía al cielo, los nobles murmuraban entre sí como buitres.
«Una mujer en el trono», susurraban con sorna. «Una viuda sin descendencia. El reino se quebrará en sus manos».
Pero Artemisia no era una mujer rota. Era una espada envainada en silencio, esperando el momento de ser desenvainada.
⚖️ El consejo dividido
El consejo de Halicarnaso se reunió en la gran sala del trono. Columnas de mármol sostenían el techo como gigantes petrificados. Los nobles, vestidos con túnicas bordadas, ocupaban sus lugares con aire solemne.
El trono permanecía vacío. Artemisia entró sin escolta, con el rostro sereno y el cabello recogido en una corona sencilla de bronce. Caminó despacio, midiendo el sonido de cada paso. Sus ojos, fríos como el mar en invierno, recorrieron a cada hombre allí presente.
—El rey ha muerto —dijo, con voz clara—. El mar reclama continuidad. El reino no puede esperar.
El anciano Basileo, decano del consejo, se levantó apoyado en su bastón.
—Con respeto, mi reina —pronunció el título con veneno—, el trono pertenece a los hombres de la casa real. Su difunto esposo nos deja sin heredero. Según la tradición, el poder debe pasar al linaje más cercano…
—¿Y ese linaje quién lo encarna? —preguntó Artemisia.
Los murmullos se encendieron como chispas en un campo seco. Todos sabían la respuesta: la familia Serpente, descendientes de un antiguo general desterrado, esperaban la oportunidad de reclamar lo que consideraban suyo por derecho.
—La corona debe ser entregada al señor Adrastos Serpente —afirmó Basileo, mientras algunos nobles asentían.
Artemisia se detuvo frente al trono y lo miró como si lo desnudara con la mirada. Luego giró hacia el consejo.
—El trono no se entrega. El trono se toma.
El silencio cayó como un cuchillo.
🩸 El desafío
Adrastos Serpente, alto, de mirada serpentina y sonrisa retorcida, se levantó entre los consejeros.
—Entonces, viuda del rey, ¿pretendes reclamarlo con tus propias manos?
Artemisia lo sostuvo con una calma que era más peligrosa que la furia.
—Sí. Ante los dioses, ante el mar, y ante cada hombre aquí presente.
Adrastos rió, y su risa se propagó como un eco venenoso.
—Entonces acepta el juicio de la sangre. Un duelo. Si vences, el consejo reconocerá tu derecho. Si caes, tu ambición morirá contigo.
Los nobles aplaudieron el acuerdo, deseosos de espectáculo. Artemisia no dudó un instante.
—Acepto.
⚔️ El duelo en la arena
El enfrentamiento se celebró al amanecer, en el patio de armas del palacio. El pueblo entero acudió a presenciarlo: mercaderes, soldados, mujeres, esclavos. Nadie quería perderse el día en que una mujer pretendía retar a un noble por el trono.
Adrastos apareció cubierto de bronce, con una espada curva y un escudo grabado con la figura de una serpiente. Artemisia llegó sin armadura pesada, apenas con una coraza ligera, un manto oscuro y una espada recta que había pertenecido a su padre.
Antes de comenzar, alzó la voz para que todos la escucharan:
—Hoy no peleo solo por mí. Peleo por demostrar que el mar no distingue entre hombre y mujer, sino entre fuertes y débiles.
El sol apenas asomaba cuando sonó el cuerno que marcaba el inicio.
Adrastos cargó primero, con la seguridad de quien se sabe más grande y fuerte. Artemisia esquivó, ligera, sin perder el ritmo. Los primeros golpes hicieron chocar hierro contra hierro, y las chispas volaron como estrellas fugaces.
La multitud gritaba, dividida entre burlas y aclamaciones. Artemisia aguardaba, midiendo cada movimiento, buscando la grieta en la armadura de su enemigo.
Adrastos lanzó un tajo brutal. Artemisia lo esquivó, rodó sobre la arena y hundió su espada en la pierna del noble. La sangre brotó. Un rugido de dolor estalló de su garganta.
—¡Serpiente herida! —gritó alguien desde la multitud.
El combate se intensificó. Adrastos, furioso, arremetía con golpes más descontrolados. Artemisia se movía como la sombra de una ola: rápida, esquiva, mortal. Finalmente, encontró la apertura: con un giro inesperado, atravesó el abdomen del noble y lo derribó de rodillas.
Adrastos cayó, con la boca llena de sangre. La multitud quedó en silencio. Artemisia colocó la punta de la espada en su cuello.
—Tu linaje muere conmigo —susurró. Y con un solo movimiento, cortó su garganta.
El grito del pueblo estalló como una tormenta. Algunos enloquecieron de júbilo; otros de horror.
👑 El trono reclamado
Cubierta de polvo y sangre, Artemisia subió los escalones del palacio. No esperó coronas ni cánticos. Se sentó en el trono de piedra y sangre, con el cadáver de Adrastos aún caliente a los pies de la multitud.
Basileo, el anciano consejero, se arrodilló lentamente. Uno por uno, los nobles lo siguieron, doblando la rodilla ante ella. No por respeto, sino por miedo.
Artemisia alzó la espada ensangrentada hacia el cielo.
—Hoy comienza un reino nuevo. El hierro será nuestra fuerza. La sombra, nuestra guardia. El espejo, nuestra memoria. Y juro que mientras yo respire, ningún Serpente volverá a reclamar lo que no le pertenece.
El mar rugió a lo lejos, como si aprobara sus palabras.
🌑 La sombra de los Serpente
Esa noche, mientras el palacio celebraba, Artemisia se retiró sola a los balcones que daban al mar. La luna iluminaba las olas con un brillo plateado.
No estaba tranquila. Había ganado, pero sabía que los Serpente no morirían tan fácilmente. Como las serpientes a las que se parecían, podían perder la cabeza y seguir retorciéndose.
Y en su corazón, Artemisia comprendió algo más: aquel día había sellado un destino de hierro y sangre. No habría paz para ella. Su corona sería siempre una guerra contra el mundo, y contra sí misma.
El viento salado le susurró al oído, como una voz antigua:
—El trono que se toma con sangre, con sangre se defiende.
Artemisia cerró los ojos. El mar era su único aliado verdadero.
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