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Cuando Era Joven, Me Convertí En Millonario

Capítulo 1: El joven multimillonario de Riverside Hills

A las cinco de la tarde, zona residencial de Riverside Hills, Nueva York.

Riverside Hills no era cualquier barrio. Situado en Manhattan, a escasos dos kilómetros del prestigioso Central Park West, este enclave era uno de los rincones más exclusivos de la ciudad, una joya que solo los privilegiados podían permitirse. Para la mayoría, vivir aquí era un sueño tan lejano como inalcanzable.

En la vida de los neoyorquinos comunes, cada día es un esfuerzo constante, décadas de hipoteca, trabajos interminables, con el objetivo apenas de tener un techo propio. Sin embargo, aquí cada mansión se vendía por decenas de millones de dólares; y algunas propiedades superan los cien millones. Una cifra que muchos solo podían contemplar desde la distancia. Era un mundo separado, casi inaccesible.

Las conversaciones en Riverside Hills giraban alrededor de inversiones, arte, filantropía y eventos sociales exclusivos, mientras que las reuniones menos ostentosas estaban llenas de gente común hablando de trabajo y rutina. Los residentes eran una mezcla de figuras poderosas: CEOs de compañías cotizadas en bolsa, estrellas del espectáculo, magnates tecnológicos, banqueros internacionales y líderes políticos. Verlos pasear por las avenidas del barrio era tan habitual como respirar, tanto que ya no valía la pena mencionarlo.

Adrián Foster, desde su ático en la Torre Foster, no se preocupaba por esas conversaciones superficiales. Su mente estaba concentrada en un juego en vivo, su obsesión diaria. Una voz en su auricular rompió sus pensamientos.

—Hermanos, no subestimen nuestra desventaja actual —dijo Adrián con calma—. Todo es ilusión. Dragón, Baron Nashor, torres… son distracciones. Al final, solo es oro. Denles lo que quieren.

Era su mantra. Para Adrián, los detalles no importaban tanto como la estrategia. Sabía diferenciar a un jugador mediocre de uno experto: un ADC mediocre seguía a sus compañeros y defendía posiciones; un ADC superior encontraba maneras ingeniosas de ganar ventaja.

—Una vez que consiga mis seis objetos, les mostraré lo que significa la crueldad —añadió, mientras sus dedos se movían con precisión sobre el teclado.

En la pantalla, los cinco miembros de su equipo estaban reunidos. Con la mejora del Baron Nashor, los súbditos avanzaban hacia la torre enemiga, dispuestos a atacar en cualquier momento. Sin embargo, Adrián, controlando a Jinx en la línea superior, continuaba farmeando metódicamente, ajeno a la presión.

—Habla más despacio, estoy tomando notas —dijo uno de sus compañeros.

—Streamer, hice exactamente lo que dijiste, ¿por qué me regañan? —preguntó otro.

—Si no eres bueno, no culpes al terreno irregular —respondió Adrián—. Es tu falta de comprensión. Solo cuando alcanzas el nivel de un streamer entiendes las buenas intenciones detrás del juego y confías en tus compañeros.

—¡Vive y aprende! Lo entiendo —contestaron.

Desde su transmisión en vivo, miles de espectadores seguían cada movimiento. Los comentarios eran una mezcla de entusiasmo y apoyo. Para Adrián, esa energía era adictiva.

Finalmente, la torre enemiga cayó. El inhibidor fue destruido. Adrián dejó el ratón, suspirando, ignorando los comentarios negativos. Entre su audiencia había tanto admiradores como críticos habituales. Para él, eso ya no tenía importancia.

Al revisar la pantalla de resultados, vio su estancamiento: seguía atrapado en el rango Plata, cerca de caer a Bronce. No había ganado ningún punto en la tarde. Una sensación de frustración lo invadió. El top laner regalaba muertes, el jungler ignoraba las oportunidades, el mid laner escogía personajes inútiles y el soporte se perdía. Para Adrián, aquello era casi una tortura.

Tecleó rápidamente, redactando un breve informe sobre la partida. Su humor mejoró y dibujó una leve sonrisa. Sin embargo, sin cámara encendida, sus seguidores no pudieron verlo.

—Al principio prometí grandes cosas, pero a mitad de temporada guardé silencio —murmuró Adrián, mientras cerraba la transmisión—. No puedo con este grupo de novatos. Mañana tengo cosas que hacer, así que cancelaré la sesión.

Después de la transmisión, filtró deliberadamente los comentarios negativos. Él lo sabía: no se debía tomar demasiado en serio lo que se decía en línea.

Se levantó y miró por la ventana francesa de su penthouse. El calor sofocante de julio hacía que el sorbo de su “Coca-Cola Zero con hielo” fuera un placer indescriptible.

El sol se ponía, tiñendo el cielo de tonos dorados, mientras la brisa del río Hudson movía suavemente la superficie del agua. Los recuerdos lo invadieron.

Recordó el último año en la universidad, la toga, las fotos en el campus y las promesas hechas a sus compañeros de dormitorio: seguir en contacto, visitar más a menudo. Todo se había desvanecido. El chat de grupo, antes lleno de mensajes, estaba ahora silencioso. Su feed estaba lleno de pequeñas empresas, anuncios y frases motivadoras:

“El dinero no lo es todo, pero ¿qué hay más cercano?”

“No te preocupes por no tener amigos cercanos; ¡el dinero trae belleza!”

“El tiempo es oro, y aunque el dinero no puede comprar tiempo, cambiaría un día por algo de oro.”

En su torre de marfil, Adrián soñaba despierto: quería ser jefe, estrella, alguien importante. Pero la realidad le había enseñado que la vida adulta no era fácil, y las presiones eran enormes. Había intentado organizar reuniones con sus excompañeros, pero todos estaban ocupados o distantes. Algunos trabajan horas extra, otros tenían familias, y otros simplemente pensaban que era una pérdida de tiempo.

Adrián comprendió que la vida era una lucha constante. Para la mayoría, era un juego de supervivencia, un esfuerzo por conseguir unas pocas monedas. Para unos pocos —como él— era un juego de disfrute. Eran los elegidos, favorecidos por la fortuna.

Él provenía de una familia de clase media. Sin una inesperada herencia, su vida sería muy distinta. Durante sus primeros años en la universidad, había encontrado más de mil millones de dólares en Bitcoin en un foro internacional. Cuando el banco realizó la transacción, tras descontar impuestos, más de mil millones llegaron a su cuenta. En vez de alegría, sintió miedo y ansiedad.

¿Cómo gastarlo? ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo mantenerse rico? Tras seis meses de reflexión aceptó su nueva vida. Pero la riqueza llevaba consigo gastos imprudentes. Durante la universidad había vivido a todo lujo, solo para descubrir un vacío interior.

A ojos de los demás, era pretencioso. Tenía cosas que muchos solo podían soñar. Pensaba mucho porque estaba aburrido. Si no eres un pez, ¿cómo entenderías la alegría de un pez? Había muchas cosas que nunca diría en voz alta.

Tras graduarse, Adrián no buscó empleo. Optó por quedarse en casa, viviendo de su fortuna. Un multimillonario no debería trabajar para otros. Eso no era vida. Por aburrimiento comenzó transmisiones en vivo. Aunque no mostraba su rostro, su fama creció rápido gracias a su habilidad y carisma. Juega a League of Legends cada día desde la 1 p.m. hasta las 5 p.m., transformando su rutina en espectáculo.

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Capítulo 2: El Adrián Foster común y corriente

El sol de verano en Nueva York se escondía despacio, como si quisiera prolongar su último espectáculo. Eran casi las seis de la tarde cuando los rayos empezaron a dorar la ciudad.

"Un rayo de luz poniente se extiende sobre el río Hudson: mitad agua susurrante, mitad fuego."

En cuestión de minutos, el sol se despidió, dejando una paleta cálida en el cielo, un cuadro fugaz que pronto sería reemplazado por la calma nocturna.

Adrián Foster se miró en el espejo de su apartamento de Riverside Hills, de pie, con aire satisfecho.

—Guapo —murmuró para sí, con un toque de vanidad.

No era un narcisismo vacío. Su rostro anguloso y bien definido, su piel ligeramente bronceada y su musculatura esculpida eran el resultado de años de ejercicio. Su ropa deportiva, de corte impecable, se ajustaba perfectamente, dejando al descubierto su torso trabajado y proyectando una imagen de fuerza contenida.

Afuera, la temperatura descendía. Los vecinos salían de sus casas: algunos paseaban, otros conversaban en grupos, unos pocos se reunían a jugar ajedrez en las plazas privadas del barrio. Riverside Hills vibraba con una calma animada, muy distinta del silencio del mediodía.

—El señor Foster sale a correr otra vez —comentó un guardia con gorra negra, esbozando una sonrisa mientras lo observaba desde la distancia.

Adrián era una figura conocida allí: no solo por su fortuna, sino porque era el único que corría cada tarde a esa hora. Los demás residentes preferían ser recogidos en sus coches o descansar después del trabajo.

En Riverside Hills vivían solo los ricos o privilegiados. Comparado con ellos, Adrián no tenía tanta experiencia en negocios, aunque financieramente superaba a la mayoría. Sin embargo, había una barrera invisible entre él y el resto: las conversaciones del barrio nunca eran sobre videojuegos, sino sobre inversiones, aperturas de nuevos proyectos, cifras millonarias. Él no tenía lugar en esas charlas.

En cambio, su mente estaba puesta en otro tipo de temas: estrategias, combos en videojuegos, teorías y estadísticas. Adrián ya era parte del mundo adinerado, y no podía volver a una vida común. Y, en el fondo, eso le gustaba.

—Sí —susurró, sonriendo para sí mismo.

Un guardia, acercándose con una maceta en las manos, le preguntó:

—Señor Foster, la asociación comunitaria compró unas flores para decorar el barrio. Aún quedan algunas. ¿Desea llevarse una para su apartamento?

Adrián reflexionó un instante. Su apartamento carecía de color, de detalles. Asintió.

—De acuerdo, gracias por recordármelo.

—Es un placer —respondió el guardia, mientras Adrián se alejaba trotando.

Otro guardia, joven, observó mientras Adrián se perdía entre las sombras del barrio.

—Hermano Carter, ¿sabe cuántos años tiene el señor Foster? —preguntó.

—Veintitrés —respondió el primero, sonriendo con algo de asombro.

—Tan joven… —susurró el otro, con incredulidad.

—No te compares —contestó Carter—. Cada uno tiene su camino. No envidies. Tu sueldo ya es el sueño de muchos. Trabaja diez años más y podrás comprarte algo similar. El señor Foster no nació rico, pero su suerte y sus decisiones lo llevaron aquí.

Adrián se colocó los auriculares y empezó a correr por la orilla del Hudson. El sonido de la ciudad se fundía con la música que elegía, creando una atmósfera solo suya. El Bund neoyorquino —ese paseo ribereño lleno de luces, turistas y elegancia— bullía a esa hora. Pero él no se fijaba en los turistas tomando fotos, ni en las parejas románticas, ni en los cruceros que brillaban bajo el sol poniente. Lo suyo era un momento privado, una carrera solitaria.

Adrián destacaba. Mientras otros paseaban, él corría. Mientras otros socializaban, él buscaba su silencio. Y no le importaban las miradas curiosas: prefería el contacto con la brisa, el sonido del río y la sensación del esfuerzo.

En Riverside Hills había gimnasio, pistas, entrenadores personales. Pero Adrián prefería correr fuera, bajo la sombra de los árboles, disfrutando del viento y el murmullo del agua. Desde que terminó la universidad, había vivido solo: comiendo solo, comprando solo, jugando solo. Y esa soledad le había calado.

A veces deseaba compañía; otras, disfrutaba la libertad absoluta de estar solo. Era contradictorio. Amaba el silencio, pero también el ruido del mundo. Quería caer bien y, al mismo tiempo, que lo dejaran en paz.

Tras una hora de carrera bajo el sol que ya se despedía, Adrián llegó a un supermercado gourmet. El calor lo había dejado sudado, pero no descuidado; su camiseta deportiva y pantalones cortos pegados al cuerpo evidenciaban su físico trabajado. Frente al refrigerador de helados, se detuvo.

Había opciones por doquier. Desde marcas genéricas hasta Häagen-Dazs. No dudó.

—Soy rico, así que ¿qué hay de malo en elegir Häagen-Dazs? —pensó, mientras pagaba 7 dólares por su elección.

Abrió el helado mientras caminaba por la calle, disfrutando del atardecer. Era hora punta y las bocinas inundaban la ciudad, pero él estaba a su propio ritmo. Orgulloso, disfrutaba su pequeña rebelión: correr en la ciudad, comer un helado caro, ignorar el bullicio.

Caminó hasta la entrada del hotel “Riverside Grand”, un lugar lujoso, donde había reservado mesa. Dentro, la camarera, vestida con uniforme impecable, lo recibió con una sonrisa estudiada.

—Buenas noches, señor Foster. Todo está listo para usted.

Adrián asintió y siguió hasta su mesa junto a la ventana, disfrutando de la vista nocturna de Manhattan. No se molestó en cambiarse; estaba cómodo en su camiseta y shorts deportivos. Para él, era un acto de autenticidad.

El menú llegó rápido: un estofado gourmet servido con cuidado. Adrián pidió que lo dejaran solo. Comió lentamente, sin prisas, saboreando cada bocado. Para muchos en ese hotel, comer solo y de forma descuidada era extraño. Para él, era una elección consciente: un momento suyo, sin pretensiones.

En verano, comer estofado era una contradicción deliciosa: calor, especias y aire acondicionado. Aunque costaba más de 80 dólares, para Adrián no era un lujo, sino un placer.

Mientras masticaba, pensaba en la ironía de su vida: rodeado de lujo, pero encontrando satisfacción en los detalles simples.

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Capítulo 3: Amor

De vuelta en su lujoso penthouse de Riverside Hills, Adrián Foster se dejó caer en el sofá tras una ducha larga. El agua tibia había arrastrado consigo el sudor de la carrera y el ruido de la ciudad. Se sintió renovado, como si hubiera borrado horas enteras de su vida con ese simple acto. Ya pasaban las nueve de la noche, pero el día todavía parecía vibrar con energía.

Un poco antes, había recogido tres macetas del guardia de seguridad de la comunidad. Dos estaban destinadas a decorar la sala, regalos de la administración del vecindario que, según el guardia, costaban más de cien dólares cada una. El lujo tenía esas sutilezas: incluso los detalles más pequeños estaban calculados para impresionar.

Adrián colocó una maceta a cada lado del ventanal panorámico que iba del suelo al techo. Los grandes capullos parecían faroles invertidos; sus pétalos, como flores de loto suspendidas al revés, reflejaban la luz artificial de la ciudad. Las puntas estaban adornadas con pequeñas esferas brillantes, como perlas o cristales. Instantáneamente, la sala cobró vida: la mezcla de verde y tonos pastel iluminaba el espacio.

La tercera maceta, con peonías blancas, fue colocada en su dormitorio. Sus hojas generosas y flores delicadas creaban un rincón que transformaba el ambiente, aportando un toque de serenidad a su apartamento dúplex de más de 150 metros cuadrados.

En Riverside Hills, la administración de la propiedad tenía un gusto impecable. Las flores eran parte de una tradición: un recordatorio de que incluso la ostentación podía venir envuelta en belleza sencilla.

Al caer la noche, las luces de la ciudad brillaban intensamente. Desde su ventana se veía Manhattan iluminado, el brillo de los rascacielos reflejándose en las aguas del Hudson. El paisaje nocturno de Nueva York tenía algo hipnótico: una mezcla de caos y magia, de historias contadas en cada luz.

Adrián encendió su teléfono y descubrió varias llamadas perdidas. No era raro ignorar llamadas, pero esta vez eran muchas: doce, todas de su madre. Un leve escalofrío recorrió su nuca al ver la insistencia.

La llamada se conectó de inmediato.

—¡Por fin contestas! —la voz de Margaret Foster sonó fuerte y clara, con un matiz que mezclaba autoridad y ternura—. Estaba a punto de llamar a la policía.

La voz de su madre tenía ese timbre inconfundible, fuerte pero cálido, capaz de transmitir preocupación y reproche a la vez.

—Estaba en la ducha, mamá —respondió Adrián con calma, aunque inmediatamente se arrepintió—. ¿Qué pasa?

No debió preguntar. Margaret Foster reaccionó como si hubiera esperado ese reproche.

—¿Qué pasa? ¿Acaso no crees que debería importarte que me preocupe? —su voz subió, teñida de reproche—. No me llamas nunca, y ahora que yo te llamo te preguntas qué pasa. ¿Te has olvidado de nosotros? ¡Eres un hijo desleal!

Adrián cerró los ojos unos segundos. Sabía que no podía discutir. En su interior, quería abrazarla y decirle que la quería, pero las palabras se le ahogaban entre excusas. Siempre terminaba cediendo.

—Mamá, sólo quiero que estés bien —dijo, apaciguando su voz.

Después de unos minutos de reproches, su madre cambió el tono.

—Adrian… ¿tienes novia? —preguntó, casi con urgencia.

—No, mamá, estoy buscando —respondió Adrián.

—¿Cómo puedes no tenerla? Casi tienes 25 años… —su voz se endureció, aunque la preocupación seguía presente.

—Mamá, tengo 23.

—Redondeando. ¿Cuándo vas a dejar de posponerlo? —insistió ella—. No quiero que termines solo.

Adrián sonrió con cierto escepticismo. A sus ojos, encontrar a alguien no era un asunto de edad, sino de conexión real. No estaba dispuesto a aceptar menos que eso.

Su repentina riqueza había cambiado muchas cosas: ahora podía permitirse autos exclusivos, hoteles de lujo y noches en bares como el “Ace of Spades” donde descorchar botellas sin pensar en el costo. Había probado la vida de un hombre rico, pero no había probado el amor. Ni siquiera una relación superficial. Era extraño: un hombre joven, atractivo, con dinero y aún virgen.

En sus años universitarios, había rechazado confesiones y propuestas. Algunos compañeros creían que tenía gustos diferentes, pero Adrián sabía la verdad: simplemente no encontraba a la persona adecuada. Para él, el amor era algo serio. No quería una aventura vacía, quería una compañera de vida, alguien con quien compartir no sólo los lujos, sino los detalles más simples: un café al amanecer, una charla sin prisa, un hogar.

—Entonces deja de tontear y céntrate —dijo Margaret Foster, suavizando su voz—. Encuentra a alguien, cásate y danos un nieto.

La conversación continuó entre reproches, actualizaciones de la familia y consejos. Su padre, Henry Foster, apareció en la llamada, serio pero amable. Prefería que lo llamaran “maestro”, título que consideraba un honor después de años como funcionario en su ciudad natal.

La charla se cerró con una noticia inesperada: su madre le había conseguido una cita a ciegas con una joven de Nueva York, licenciada, trabajadora y conocida de ella. Adrián aceptó sin reservas.

—Está bien, mándame la foto y su número —dijo.

Colgó el teléfono y se recostó en el sofá, mirando por la ventana el paisaje nocturno. En su mente resonaban las palabras de su madre: encontrar una pareja, casarse, formar una familia.

Adrián sonrió con ironía. Una parte de él deseaba que todo fuera tan sencillo. Otra, se preguntaba si ese encuentro cambiaría algo.

"Las luces de la ciudad no pueden iluminar lo que el corazón busca", pensó.

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