Holaaa, mis tóxicas favoritas 💕.
Es para mí un verdadero honor presentarles esta nueva obra, escrita en medio de circunstancias que no imaginé volver a vivir. Pero como siempre, Dios me recuerda que no camino sola: existen amigas incondicionales, de esas que están en las buenas y en las malas, que valen más que un esposo fiel. Gracias a una de ellas —que prefiere permanecer en el anonimato— hoy este proyecto llega a ustedes.
Quiero agradecerles de corazón por acompañarme en cada historia, por apoyar cada proyecto y ser parte de este viaje de inspiración y letras que compartimos juntas. Ustedes son el motor que me impulsa a seguir creando.
Debo confesar que esta obra ha sido un gran reto. Es un riesgo que decidí tomar, porque nunca antes había escrito una novela en este estilo ni en este contexto. Pero me lancé… y lo disfruté como nunca. Cada capítulo me permitió explorar emociones nuevas, personajes imperfectos y dilemas que quizá nos resulten demasiado reales.
Les advierto desde ya: aquí encontrarán lágrimas, desamor, intrigas y, más de una vez, querrán odiar al protagonista. Porque no es ese príncipe azul que solemos imaginar, sino un hombre marcado por sus contradicciones. (Aunque claro, siempre hay excepciones… nuestro querido Massimo Ferratii sigue siendo el tesoro de mis historias 🖤).
Las reglas ya las conocen: valoro profundamente sus comentarios respetuosos, sus likes, sus calificaciones y, por supuesto, esos regalitos opcionales que me animan a seguir creando.
Y ahora sí, sin más preámbulos…
Abramos las puertas a este nuevo viaje.
Bienvenidas, bienvenidos, disfruten y recuerden leo cada uno de sus comentarios así que no se abstengan de dejarlos.😜
💫 💫💫
La nieve caía suavemente sobre la ciudad de Nueva York, cubriendo las calles y edificios con un manto blanco y silencioso. Mar Montiel, una joven licenciada en marketing, caminaba con pasos lentos, el corazón pesado tras la conversación que había tenido con su jefe, Efraín Russell, apenas unas horas antes.
Mientras avanzaba, las luces de la ciudad se reflejaban en el hielo de las aceras, y el murmullo lejano de los autos parecía apagarse bajo la densa nevada. Mar, sin embargo, apenas percibía la belleza de aquella escena. Su mente estaba encendida de rabia.
—Es un imbécil… —murmuró entre dientes, apretando la bufanda contra su cuello—. Estoy harta de que la gente con dinero y poder pase por encima de personas como yo.
El recuerdo de la reunión con Efraín la golpeaba una y otra vez. No entendía cómo podía existir gente tan abusiva, tan arrogante.
Horas antes…
La secretaria de presidencia, Katty, la había llamado por teléfono con su habitual tono amable:
—Licenciada Montiel, el señor Russell la solicita en la oficina.
Mar rodó los ojos con fastidio. Detestaba esos encuentros con su jefe, que más que un superior le parecía un acosador con poder.
Efraín Russell era un hombre alto y atractivo, de porte impecable y aura imponente. Sus facciones encantadoras, la barba en candado perfectamente arreglada y esos ojos grises que parecían desnudarla con solo mirarla, lo convertían en el objeto de suspiros de muchas empleadas. Pero a Mar no le provocaba admiración, sino rechazo. Odiaba esa arrogancia, ese tono calculador y humillante con que trataba a los demás.
Mar se levantó de su escritorio, ajustó la falda con un gesto nervioso y caminó hacia la oficina de su odiado jefe. Su corazón latía rápido; no sabía qué le esperaba, pero se juró no dejarse intimidar.
La oficina de Efraín era tan ostentosa como él: paredes de madera oscura, muebles italianos y una mesa de caoba que parecía devorar la habitación. Allí estaba el CEO de “Beauty Cosmetics”, sentado con una sonrisa de suficiencia.
—Buenas tardes, licenciada Montiel —saludó Efraín con un tono melosamente coqueto.
—Buenas tardes, señor Russell —respondió Mar, esforzándose por mantener la calma.
Él se levantó con aire despreocupado, caminó hasta el minibar y se sirvió un whisky a las rocas. La mirada fija en ella le provocó escalofríos.
—¿Quieres beber algo? —preguntó con voz insinuante.
—No, gracias —replicó Mar, seca, intentando mantener la distancia.
Efraín sonrió y volvió a su lugar detrás del escritorio. Abrió una gaveta, sacó una carpeta azul y la colocó frente a ella.
—Quiero hablar contigo sobre una proposición que, estoy seguro, te interesará.
Mar hojeó el contenido. Un malestar le retorció el estómago a medida que comprendía de qué se trataba. La supuesta “proposición” era, en realidad, una oferta para convertirla en su amante a cambio de lujos.
—No entiendo qué significa esto —dijo Mar, con la voz tensa.
—No te hagas la inocente, Mar —replicó Efraín con una sonrisa repulsiva—. Sabes muy bien lo que es. Solo tienes que firmar y tu vida cambiará: tendrás un penthouse en el sitio más prestigioso de la ciudad, un auto de lujo, ropa de diseñador, joyas exclusivas… en fin, todo lo que una mujer desea.
El calor de la indignación recorrió a Mar de pies a cabeza. Se levantó de golpe, los puños cerrados.
—Está completamente loco si cree que aceptaré ser su amante. ¡Respéteme! Yo jamás le he dado pie para que me vea como una prostituta. ¡Y recuerde que usted es un hombre casado!
Efraín soltó una carcajada sonora que la hizo estremecerse de asco. Se acercó, su sombra proyectándose sobre ella.
—No te hagas la digna, Mar Montiel. Conozco a las de tu clase. Se dan baños de pureza, pero en el fondo disfrutan ser putas viviendo como damas de alta sociedad.
—¿Es imbécil o se hace? —replicó Mar con voz temblorosa de rabia.
Él le sujetó el mentón con violencia, obligándola a mirarlo.
—Sé quién eres exactamente, Mar. Sé que tienes un hijo bastardo y ni siquiera sabes quién es el padre. Así que no intentes parecer inmaculada frente a mí.
Las náuseas la invadieron. Sin pensarlo, le propinó una fuerte patada en la entrepierna. Efraín se dobló de dolor.
—¡Maldito imbécil! —exclamó ella, con los ojos encendidos de furia—. Óigame bien: aunque tenga que dormir junto a mi hijo en una ratonera, jamás aceptaré ser la amante de un bastardo como usted. ¡Usted me da asco!
Dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
—¡Te arrepentirás de haberme rechazado! —rugió él desde atrás—. Haré que vengas suplicando de rodillas.
—¡Ni muerta sucederá eso! —gritó ella, azotando la puerta al salir.
Efraín, aún doblado, se dejó caer en el sofá, mascullando maldiciones. Su orgullo herido se mezclaba con una obsesión peligrosa.
Mientras tanto, Mar regresaba a su pequeño apartamento, donde su hijo de cinco años la esperaba. Apenas abrió la puerta, el niño corrió hacia ella.
—¡Mami, mami! —exclamó, abrazándola con fuerza.
—Hola, terroncito de azúcar —respondió Mar, apretándolo contra su pecho—. ¿Qué tal tu día?
El niño sonrió, orgulloso.
—Mami, fue genial. Gané la primera fase del Spelling Bee y pasé al nivel 300 del juego que me instaló mi amigo Jack.
Mar lo llenó de besos entre risas.
—¡Eres un genio, mi cielo!
Desde la cocina, Kayla, su amiga y compañera de apartamento, las observaba con ternura.
—Vaya, guapa, hoy llegaste más temprano de lo normal —comentó, alzando una ceja—. No me digas que tu “querido jefe” se compadeció de ti.
Mar suspiró, exhausta, y se dejó caer en el sofá.
—No exactamente… digamos que decidí tomarme unas horas libres.
—Mmm, eso me suena a problemas —dijo Kayla con una media sonrisa.
—Bingo. Pero ya sabes que no hablaré de eso ahora.
Kayla asintió y regresó a la cocina para terminar la cena. Mar, abrazando a su hijo, sintió que por fin respiraba paz. Sin embargo, esa tranquilidad no duraría.
La noche avanzaba tranquila: café caliente, risas suaves, confidencias entre amigas. El pequeño Jhosuat dormía plácidamente en su cuarto, ajeno a la tensión que se avecinaba.
De pronto, un golpe brusco en la puerta sacudió el ambiente. Luego otro, y otro, como si alguien quisiera derribarla.
Mar y Kayla se miraron, confundidas.
—¿Quién diablos toca así a esta hora? —susurró Kayla, arrugando el entrecejo.
Fastidiada, Mar caminó hasta la puerta y abrió con un tirón.
—¿Está sorda o qué? —gruñó un hombre de unos sesenta años desde el pasillo.
Era el señor Antonio, un hombre robusto y de expresión de enfado.
—Señor Antonio, ¿a qué debo su visita? —preguntó Mar, intentando mantener la compostura—. Y de paso, ¿podría explicarme esa forma de tocar la puerta como si quisiera tirarla abajo?
El hombre la miró con desdén.
—He venido a exigirle que desocupe mi propiedad.
Mar abrió los ojos, incrédula.
—¿Qué? ¡Usted no puede estar hablando en serio! Este apartamento me lo vendió, por si no lo recuerda. No tiene derecho a pedirme que me vaya, porque prácticamente es mío.
El señor Antonio rió, con un sonido seco y desagradable.
—¿Suyo? Hasta donde yo recuerdo, aún me debe quince mil dólares. Por lo tanto, sigue siendo mío.
El rostro de Mar se endureció.
—No, señor. Usted y yo firmamos un preacuerdo en el que podía pagarle en cuotas mensuales. Y estoy al día con cada una de ellas.
Antonio bufó con desprecio.
—No me importan sus cuotas. Lo que importa es que aún me debe dinero, y hasta que no lo pague por completo, este apartamento sigue siendo mío.
Un nudo de ansiedad se formó en el estómago de Mar. ¿Qué estaba tramando aquel hombre? ¿Por qué, de repente, la estaba presionando de esa manera?
Mar se enfrentó al señor Antonio con seguridad, aunque su corazón latía con ansiedad.
—Señor Antonio, de verdad intento comprender su absurda actitud, pero me es imposible —dijo con la voz firme, aunque sus manos temblaban—. Usted y yo tenemos un trato que quedó registrado de manera legal, por lo que no pienso irme del apartamento.
El hombre la miró con desdén, su rostro enrojecido por la ira.
—No le estoy preguntando si se quiere ir o no —replicó con voz autoritaria y cargada de desprecio—. La única forma de que no la saque de mi propiedad es que me pague ahora mismo los quince mil dólares que aún me debe. Así que usted dirá.
Una ola de frustración y miedo recorrió a Mar. ¿Cómo podía ser tan injusto?
—Señor Antonio, si tuviera esa cantidad, le aseguro que ya le hubiera pagado la totalidad de la deuda —contestó, intentando sonar calmada, aunque su garganta ardía de impotencia—. Pero no la tengo.
Él se encogió de hombros, implacable.
—Entonces no me deja otra alternativa. Tiene una hora para sacar sus pertenencias y desalojar mi propiedad. Ni un minuto más ni un minuto menos.
Mar sintió que el piso se hundía bajo sus pies. Una sensación de impotencia y desesperación la envolvió. ¿A dónde podría ir con su hijo a esa hora de la noche y con ese frío inclemente?
—No, usted no puede hacerme esto —dijo, reprimiendo las lágrimas que amenazaban con salir—. Se ha enloquecido. ¿A dónde cree que iré a esta hora? ¡Por Dios, tengo un hijo de cinco años!
—Ese no es mi problema —replicó Antonio, encogiéndose de hombros otra vez, con el rostro vacío de compasión—. Así que ya lo sabe: una hora. Si en una hora no se va, lo lamentará.
Mar cerró la puerta de golpe, con el enojo desbordado y la impotencia que produce la injusticia. Al girarse, vio a Kayla aún en la sala. Su amiga, al mirar el rostro desencajado de Mar, comprendió que algo grave acababa de suceder.
—Mar, ¿qué pasa? ¿Quién era? ¿Por qué tienes esa cara? —preguntó, con evidente preocupación.
Mar respiró hondo, luchando por no quebrarse.
—Era el señor Antonio —dijo al fin, con la voz tensa—. Me exigió que desalojara el apartamento ahora mismo.
Kayla se levantó de golpe, furiosa.
—Él no puede hacer eso, Mar. ¡Llamemos a la policía! Quizás ellos puedan ayudarnos. Además, tienes un documento que avala la venta del apartamento.
Mar asintió, aferrándose a esa pequeña esperanza.
—Tienes razón. Llamemos.
La llamada fue atendida de inmediato. Tras explicar la situación, le aseguraron que en diez minutos enviarían a unos oficiales. La espera se hizo eterna; Mar caminaba de un lado a otro, mordiéndose el labio hasta sangrar. ¿Y si la policía tampoco podía ayudarla? ¿Qué pasaría con ella su amiga y su hijo? ¿A dónde irían?
Cuando por fin vio las luces azules del auto policial estacionarse frente al apartamento y esperanza, un rayo de alivio atravesó su pecho. Abrió rápido la puerta al escuchar el llamado.
—Buenas noches, señora —saludó uno de los oficiales—. ¿En qué podemos ayudarla?
Mar explicó de nuevo la situación y les mostró el documento legal. Los oficiales lo revisaron con atención y luego se dirigieron hacia Antonio, que esperaba en su auto.
—Señor Antonio —dijo uno de ellos—, parece haber un malentendido. La señora Montiel tiene un documento legal que avala la venta del apartamento. Usted no puede desalojarla sin el debido proceso.
Antonio apretó los dientes, rojo de ira.
—Eso no es asunto suyo —vociferó—. Es entre la señora Montiel y yo.
Mar, armándose de valor, alzó la voz.
—¡Ya lo escuchó, señor Antonio! Váyase y déjenos en paz.
Antonio sonrió con malicia y, mirando a su chófer, ordenó:
—Cuenta, Hugo. Uno, dos, tres, cuatro...
En el cuarto conteo, sonó el teléfono del oficial. Éste contestó con gesto serio.
—Sí, jefe, dígame… ¿Cómo dice? —preguntó, incrédulo.
Al colgar, se volvió hacia Mar con una expresión de vergüenza y desconcierto.
—Lo lamento, señora Montiel. Ha habido un malentendido. Debe desalojar la propiedad, tal como el señor Antonio lo solicita.
Mar sintió que le arrancaban el aire.
—¿Qué? ¡Esto no puede estar pasando! —gritó, con voz angustiada—. Ya les mostré el documento. ¿Por qué debo desalojar?
—Es la orden de mi superior, y contra eso no puedo hacer nada —replicó el oficial, evitando mirarla a los ojos.
Las lágrimas ardieron en los ojos de Mar.
—Señora Montiel, hágalo y evítese más problemas —aconsejó el oficial, con voz cansada.
Ella se frotó la frente, derrotada.
—Está bien, me iré. Pero no a esta hora. Y usted, señor Antonio, deberá devolverme cada centavo que le he pagado.
Antonio soltó una carcajada cruel.
—¿Devolver? Lo que haya pagado ya es mío. No verá un dólar.
Mar sintió la sangre hervir de ira y finalmente exploto.
—¡Usted está loco! —exclamó, con indignación—. ¿Cómo puede ser tan insensible? ¿Sabe lo que me ha costado ahorrar cada dólar para pagar este apartamento?. No sea injusto señor Antonio te ga en cuenta el tiempo que llevo viviendo aquí y lo cumplida que he sido con cada pago.
Antonio, furioso, alzó la voz.
—Ya basta con tu drama. ¡Vete! Se acabó el tiempo.
Mar, con el alma hecha pedazos, se dio media vuelta.
—Si no me devuelve mi dinero, no espere que desaloje —respondió con firmeza, entrando de nuevo.
Esa rebeldía desató la ira incontrolable de Antonio, que ordenó con un rugido:
—¡Hugo, ejecuta el plan B!
El oficial, avergonzado, subió a su auto con su compañero. Sabía que lo que ocurría era una injusticia, pero si intervenía perdería su puesto… y quizá mucho más. La cobardía pudo más que la justicia.
Segundos después, Hugo apareció en la puerta con un arma en la mano. Sus ojos destilaban crueldad.
—Y bien, señora Montiel —dijo con sorna—. ¿Seguirá firme en su decisión de no irse?
El estómago de Mar se encogió. Kayla, pálida como la blanca pared, estaba siendo apuntada por el cañón.
—¡Suéltela! —gritó Mar, con desesperación.
Hugo rió con un sonido frío y despiadado.
—Lo haré cuando empiece a empacar sus cosas y se largue.
—Vámonos, Mar —suplicó Kayla, con la voz temblorosa.
Mar asintió, tragandose el orgullo.
—Está bien… pero suéltela para que podamos empacar.
Hugo sonrió con crueldad.
—De acuerdo. Pero no lo olviden: las estaré vigilando. Dense prisa.
Mar y Kayla empacaron lo más necesario bajo la mirada del hombre que sostenía el arma. Ella tomó a su hijo en brazos, lo envolvió en una manta y salió al frío inclemente de la noche, con el corazón roto.
Un taxi se detuvo. Subieron apresuradas. Desde la ventanilla, Mar alcanzó a ver a Antonio y Hugo riendo como hienas, celebrando su triunfo.
—La vida es un boomerang, ¿oyo? —exclamó Kayla, con rabia—. Esta injusticia que ha cometido, la pagará con creces.
Antonio solo rió, con una carcajada desquiciada.
El taxi las llevó a un modesto hotel. La habitación era pequeña, apenas un refugio, pero suficiente para escapar de aquella pesadilla.
Mar recostó a su hijo en la cama, acariciando su cabello. Kayla la miraba desde la otra cama, con ojos llenos de preocupación.
—¿Qué vamos a hacer, Mar? —preguntó en un susurro.
Mar se encogió de hombros, sintiendo cómo la impotencia se mezclaba con la rabia.
—No lo sé. Pero de algo estoy segura: no me doblegaré ante Efraín Russell. Esto no me va a destruir. Él me ha hecho esto, y lo hare pagar. Esta habitación es temporal… lo prometo.
Kayla asintió, con una débil sonrisa.
—Estoy contigo, Mar. Saldremos de esta… ya lo verás...
Lo del apartamento era solo una prueba de todo lo que era capaz de hacer el despiadado Russell con tal de orillar a Mar a aceptar su contrato como amante...
Mar se despertó con un dolor de cabeza palpitante, recordando la odisea que había vivido la noche anterior. Se sentó en la cama, llevándose las manos a las sienes, mientras intentaba organizar sus pensamientos. Sentía los ojos hinchados de tanto llorar. Con un suspiro cansado, se levantó y se dirigió al baño, donde dejó que el agua tibia de la ducha resbalara por su piel. Se preparó para enfrentar un nuevo día, aunque en el fondo sentía que no tenía fuerzas.
Mientras tanto, en una lujosa mansión en el otro extremo de la ciudad, Efraín Russell ejercitaba su cuerpo con disciplina. El sudor corría por sus músculos marcados, y cada movimiento de sus pesas era acompañado por un único pensamiento: Mar Montiel.
Mar era una mujer alta y esbelta, con la piel blanca adornada por pequeñas pecas que hacían resaltar su belleza natural. Sus labios carnosos y esa sonrisa encantadora la convertían en un deseo imposible de ignorar. Russell había regresado de un viaje de trabajo cuando la vio por primera vez, ocupando el puesto de directora de marketing de su empresa. Desde entonces, decidió que ella sería suya y si el CEO de "Beauty Cosmetics" quería algo lo obtenía a como diera lugar.
Pero Mar no era como las demás mujeres que habían pasado por su vida. No se doblegaba, no caía en sus juegos, no se derretía ante sus lujos ni sus encantos. Russell lo había intentado todo: insinuaciones, regalos, invitaciones. Y ella siempre lo rechazaba con firmeza.
Cegado por esa resistencia, Russell la investigó. Descubrió que tenía un hijo, pero nadie sabía quién era el padre. También averiguó que su propia madre la había echado de casa al enterarse de su embarazo y que, desde entonces, Mar había tenido que luchar sola para criar a su pequeño. Esa vulnerabilidad le parecía a él un arma perfecta. Creía que conocer sus secretos le daba poder. Estaba decidido a quebrarla, y no le importaba qué tan bajo debía caer para lograrlo. Ella estaría en sus brazos aunque fuera contra su voluntad.
Esa mañana, Mar, Kayla y el pequeño Jhosuat desayunaron en un restaurante sencillo cercano al hotel. El niño reía inocente, mientras su madre apenas probaba bocado. Tras dejarlo en la escuela, Kayla se volvió hacia su amiga, preocupada.
—Mar, ¿qué harás con lo del apartamento? —preguntó, con el rostro preocupado.
—No lo sé —respondió ella con un dejo de cansancio—. Intentaré hablar con Braulio, mi abogado. Pero, por ahora, debo ir al trabajo… y rogar porque no me encuentre con Russell. Fue suficiente con lo de ayer para tener que lidiar con él también hoy.
Kayla le tomó la mano con fuerza.
—Mar, no retes más a ese hombre. Ya viste de lo que es capaz.
Mar soltó una breve carcajada amarga.
—No te preocupes, Kayla. Lo mantendré a raya, como siempre.
Sin embargo, al llegar a la oficina, un mal presentimiento la invadió. La secretaria de Russell, Maggie, la esperaba con nerviosismo.
—El jefe la está esperando, licenciada Montiel —dijo, evitando mirarla a los ojos.
Mar respiró profundo, acomodó sus tacones y caminó hacia la oficina. Antes de que tocara la puerta, la voz de Russell retumbó desde adentro:
—Entra.
La mujer abrió la puerta, y el sonido de sus pasos resonó en el impecable piso de mármol. Efraín se reclinaba en su silla de cuero, con una sonrisa cínica.
—Para haber pasado la noche en un hotelucho de mala muerte, sigues viéndote radiante —dijo con voz venenosa—. ¿Sabes algo, Mar? Eres mi puta obsesión. No descansaré hasta tenerte en mis brazos. Lo de anoche fue solo una muestra de todo lo que puedo hacerte si no aceptas mi propuesta. Ya te he esperado demasiado. Y la paciencia ya se me agoto.
Mar apretó los puños, intentando no dejarse llevar por la ira.
—Señor Russell, ¿qué quiere de mí? —preguntó con firmeza.
Él soltó una carcajada amarga.
—Sabes perfectamente lo que quiero. Quiero que seas mía, que me pertenezcas. Y no me importa qué tenga que hacer para lograrlo.
El corazón de Mar latía con fuerza.
—Sabía que era un imbécil, pero no pensé que tanto. Jamás voy a pertenecerle. Eso se lo juro —lo enfrentó con los ojos encendidos de furia.
—Ya lo veremos, Mar —gruñó él, desfigurado por la rabia—. Prepárate, porque haré que te arrepientas cada segundo de tu existencia por tu rechazo. ¿Tienes idea de cuántas mujeres matarían por estar en tu lugar?, y tú osas rechazarme.
Ella ya no pudo callar más. La rabia acumulada por años de acoso, sumada a la impotencia de haber perdido su hogar y tener que salir en la noche como si estuviera huyendo, la hicieron explotar como un volcán. Mar gritó todo lo que se había guardado, lo que nunca se había atrevido a decirle por miedo a perder su trabajo. Ahora ya no tenía nada que perder.
La altanería de Mar fue la chispa que encendió la furia de Russell. Se levantó de su silla con la violencia de un león acorralado y caminó hacia ella con pasos peligrosos. Sus ojos estaban cargados de perversidad. Mar retrocedió instintivamente, pero él la alcanzó, tomándola con brusquedad del mentón y arrinconándola contra la pared.
—Muy bien, preciosa. Tú lo has decidido. Quería hacer las cosas bien, darte la vida de reina que una zorra como tú sueña, pero me desafiaste… y eso no lo perdono —escupió con voz envenenada.
—¡Suélteme! —gruñó ella entre dientes.
—No lo haré —replicó él, y acto seguido una bofetada brutal impactó la frágil mejilla de Mar.
El golpe fue tan fuerte que la hizo tambalear hasta caer al piso. Russell se abalanzó sobre ella como un depredador, intentando arrancarle la camisa. Los gritos de Mar llenaron la oficina, mientras forcejeaba con todas sus fuerzas. Él, enceguecido, la sujetó del cuello, cortándole la respiración. La mujer luchó desesperada hasta que sus fuerzas la abandonaron y se desmayó.
Cuando Russell vio como ella dejó de luchar y se desvaneció, reaccionó intentando reanimarla.
En ese instante, la puerta se abrió de golpe. Víctor, el vicepresidente, y Maggie, la secretaria, entraron alertados por los gritos. La escena era innegable: Russell despeinado, con la corbata deshecha, el rostro arañado y el cuerpo sobre la mujer inconsciente.
—¡Por Dios, Efraín, estás loco! —gritó Víctor, corriendo a auxiliar a Mar.
—Corre por alcohol —ordenó a Maggie, quien observaba la escena paralizada.
Efraín, con el pánico reflejado en su rostro, se llevó las manos a la cabeza.
—¿Está muerta? —preguntó con voz temblorosa.
—¡Cállate! Ruega más bien porque despierte. Eres un animal, ¿cómo se te ocurre intentar tomarla a la fuerza? Has perdido la cabeza por tu maldita obsesión —lo reprendió Víctor.
Maggie regresó con alcohol, y Víctor empapó un algodón que colocó bajo la nariz de la frágil mujer. Mar abrió lentamente los ojos, aunque seguía como ida. Sin pensarlo, Víctor la cargó y salió corriendo rumbo al hospital más cercano.
Russell se quedó paralizado. Sabía que, si Mar lo denunciaba, su imperio podía derrumbarse y terminar en la cárcel. El miedo lo consumía. Por eso, junto a Víctor, empezó a idear un plan para silenciarla.
Horas después, Mar despertó en la camilla del hospital. Desorientada, vio la imponente figura de Víctor a su lado y recordó el horror vivido. Las lágrimas brotaron incontenibles.
—¿Ese imbécil me violó? —preguntó ahogada en llanto.
Víctor la sostuvo por los hombros, tratando de calmarla.
—No, Mar. Se contuvo. Pero escucha bien: en cuanto salgas de aquí deberás irte de esta ciudad con tu hijo y tu amiga Kayla. Ya sabes la razón de su ataque. Y si te atreves a denunciarlo, la que puede acabar en prisión eres tú.
Mar lo miró incrédula.
—¿De qué diablos hablas? ¡Yo no le he hecho nada! Él siempre me acosa, ¡intentó violarme! —gritó con frustración.
Víctor le entregó una carpeta.
—No te hagas la inocente. Si Efraín te atacó fue por venganza, porque junto a tu amante, el contador, le robaste dinero a la compañía. Aquí están los comprobantes.
Mar arrojó la carpeta con furia.
—¡Esto es mentira! ¡Jamás le he robado un centavo a la empresa, y mucho menos tengo nada con ese hombre!
—Es tu palabra contra la suya y contra las pruebas. Así que desaparece, porque si no lo haces ahora, la próxima vez Efraín sí cumplirá su objetivo, y nadie podrá salvarte —sentenció Víctor con frialdad.
Sin opciones, Mar entendió que la habían acorralado. Se quedó sola en la habitación, quebrada, pensando en todo lo que había perdido. Su madre la había echado de casa, ahora su jefe la destruía laboral y moralmente, y además la acusaban de algo falso. El llanto la consumió mientras abrazaba la única certeza que le quedaba: debía proteger a su hijo, aunque tuviera que marcharse con el corazón destrozado y las manos vacias...
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