Lucía respiró hondo antes de subir las escaleras del viejo edificio. El ascensor estaba fuera de servicio —un cartel escrito con rotulador lo confirmaba— y, por supuesto, le había tocado el cuarto piso. Arrastró su maleta como si fuera una cadena de hierro.
—Independencia, tranquilidad, libertad… —se repetía como un mantra una y otra vez a medida que subía hacia su nuevo hogar donde comenzaría la nueva vida que tanto deseaba, sin saber que nada será como ella creía que sería.
Tres pisos más tarde, ya no estaba tan convencida.
Cuando por fin llegó a la puerta del piso 4B, Carla, su amiga de la universidad, la recibió con los brazos abiertos.
—¡Luuuu! —exclamó, abrazándola con tanta fuerza que casi la deja sin aire—. Bienvenida a tu nueva vida.
Lucía sonrió, aunque lo único que quería era tirarse en la cama, pero no todo sale como queremos.
El piso era más grande de lo que esperaba: un salón compartido lleno de cojines desparejados, pósters pegados con cinta y una planta medio muerta en la esquina. En la cocina se escuchaba música. Alta. Demasiado alta para ser una hora decente.
Carla se mordió el labio.
—Ah, bueno, tengo que presentarte a uno de los compis…
Lucía arqueó una ceja.
—¿Uno? Me dijiste que solo vivías con otro chico, el gamer ese… ¿cómo se llamaba?
—Javi, sí. Pero es que… —Carla no terminó.
Lucía entró en la cocina. Y ahí estaba él.
Un chico en pijama de cuadros, pelo alborotado y auriculares gigantes bailaba mientras movía una sartén. No era precisamente un buen bailarín, pero se entregaba con entusiasmo, como si el mundo entero fuera su escenario.
Lucía carraspeó.
—¿Tú quién eres?
El chico se giró. Tenía una sonrisa fácil, casi descarada, y unos ojos que parecían burlarse de todo. Levantó una taza en señal de saludo.
—Soy Diego. Tu nuevo compañero de piso.
Lucía parpadeó.
—Perdona, ¿qué?
Lucia se giró para mirar a Carla esperando una explicación sobre lo que dijo Diego.
Carla intervino con una risa nerviosa.
—Se suponía que te lo iba a explicar…
Diego se adelantó.
—Mi habitación está en obras. Humedad, un desastre. Así que, temporalmente, dormiré en la tuya.
Lucía abrió la boca, incapaz de procesarlo.
—¿QUÉ?
—Tranquila —dijo él, dándole un sorbo al café—. Prometo no roncar.
Lucía lo miró como si fuera un alienígena.
—Carla…
—Es solo un par de semanas —balbuceó su amiga—. Ya verás, Diego es un encanto.
Diego sonrió, inclinando la cabeza.
—Lo ves, hasta tu amiga lo dice.
Lucía señaló la taza.
—Ese café es mío.
—Nuestro —corrigió él, guiñándole un ojo.
Lucía suspiró, sintiendo cómo su paciencia se evaporaba. Había llegado al piso buscando independencia y tranquilidad. En cambio, se encontró con un tipo en pijama, bailando a las ocho de la mañana, dispuesto a invadir su espacio.
Definitivamente, pensó, que había cometido el peor error de su vida y que nada iba a resultar como ella esperaba en esta nueva etapa de su vida. Lo único que deseaba era que todo mejorará al día siguiente.
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Lucía se despertó al día siguiente con la ilusión de que tener que compartir su habitación era solo una pesadilla, pero un sonido extraño hizo que se diera cuenta de la realidad.
Un rasgueo de guitarra.
A las siete y media de la mañana.
Se sentó en la cama con el ceño fruncido. Frente a ella, en el colchón improvisado del suelo, Diego estaba medio recostado, afinando las cuerdas con gesto relajado, como si estuviera en un anuncio de colonia barata.
—¿Es en serio? —gruñó Lucía, despeinada y con voz ronca.
Diego levantó la vista.
—Buenos días, compañera de cuarto. ¿Dormiste bien?
—Hasta que empezaste a torturarme con eso.
—Esto no es tortura, es arte. —Pulsó otra cuerda, que sonó horriblemente desafinada—. Bueno, casi arte. -Dijo con una sonrisa ladeada.
Lucía se tiró una almohada encima de la cabeza.
—¿No tienes horarios normales como la gente normal?
—Yo soy más… nocturno-matutino. Flexible, ¿sabes? -Dijo guiñándole un ojo.
Lucía no contestó. Solo pensó en cómo acabaría en la cárcel por homicidio involuntario en menos de una semana.
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En la cocina, Javi, el famoso gamer del piso, desayunaba cereales mientras estaba concentrado frente a una pantalla portátil donde corría un videojuego de disparos.
—Lucía, ¿verdad? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla.
—Sí —contestó ella, aún con cara de pocos amigos por culpa de Diego por despertarla de esa manera.
—Cuidado con Diego —dijo mientras apretaba botones frenéticamente sin apartar la vista d la pantalla—. Se adueña del sofá, de la comida y, aparentemente, de las guitarras a horas criminales.
Al escuchar eso Diego se hizo presente en la cocina con aire inocente.
—Eh, no exageres —replicó Diego, que apareció detrás con la guitarra colgada como si fuera un trofeo con una gran sonrisa—. Soy un compañero modelo.
—Sí, el modelo de desastre —murmuró Javi, dando el golpe final a su partida.
Carla entró en ese momento con un zumo en la mano, tratando de calmar el ambiente.
—Vale, vale, ya basta. Voy a colgar en el refrigerador las Reglas de convivencia que tenemos que cumplir para vivir en paz y armonía. -Dijo para luego leer en voz alta la lista.
Reglas básicas de convivencia:
1° Nada de guitarras antes de las nueve.
2° Cada uno lava sus platos.
3° Nada de invadir habitaciones ajenas.
—¿Y yo qué hago entonces? Te recuerdo que comparto habitación por el momento—preguntó Diego con fingida inocencia.
—Tu colchón no cuenta como habitación Diego —dijo Lucía, arqueando una ceja.
Diego le dedicó una sonrisa.
—Me encanta que ya tengas mi nombre en tus primeras normas. Significa que soy importante para ti.
Lucía lo fulminó con la mirada, pero su ligera sonrisa traicionaba su enfado, ya que toda esta situación era demasiado comica.
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Esa mañana, luego de un extraño desayuno y de arreglarse, Lucía salía corriendo hacia su primer día de prácticas, y pensó que, si sobrevivía a Diego, sobreviviría a cualquier cosa.
Lo que no sabía era que, en ese piso compartido, las normas nunca se cumplían y eso sería su perdición.
El edificio de prácticas de Lucía era todo lo que el piso compartido no era: silencioso, ordenado y con olor a café recién molido sin quemar en lugar de a pizza recalentada.
Por fin, pensó, un espacio civilizado y tranquilo.
Su jefa, una mujer estricta pero amable de gafas cuadradas, le había asignado tareas básicas: ordenar expedientes, preparar informes y aprender el sistema interno. Lucía no se quejaba, estaba feliz. Era su primer día, y lo único que quería era no meter la pata.
Al mediodía, bajó a la cafetería del edificio. La cola era larga, y mientras repasaba en su cabeza la lista de cosas por hacer durante lo que quedaba de su jornada laboral, escuchó una voz familiar:
—Lucía, ¿tú aquí?
Se giró. Y ahí estaba.
Diego. Con la misma sonrisa descarada de siempre, camiseta negra y auriculares colgados al cuello. Parecía fuera de lugar en aquel ambiente serio, como si hubiese escapado de un bar bohemio y aterrizado en un edificio corporativo por accidente.
Lucía parpadeó.
—¿Me estás siguiendo?
—Ojalá. —Diego levantó un pedido de café—. Trabajo aquí algunas mañanas.
—¿Tú? ¿Trabajando? —Lucía arqueó una ceja.
—Qué poca fe me tienes. Soy camarero suplente, barista ocasional, maestro del latte art… —Dibujó un corazón con el dedo en el aire—. Aunque todavía no me sale tan perfecto como en Instagram.
Lucía negó con la cabeza, pero no pudo evitar reír.
—Esto es surrealista.
La cola avanzó. Diego se colocó tras la barra y tomó el pedido de la persona delante de ella. Movía las manos con soltura, y aunque bromeaba, había algo eficiente en sus gestos. Lucía se sorprendió observándolo más de la cuenta, hasta que él la miro y ella apartó la vista rápidamente hacia el menú, como si necesitará urgentemente saber cuántos tipos de croissant existían.
Cuando llegó su turno, la miró con una seriedad impostada.
—¿Qué va a llevar la señorita?
—Un café solo, por favor. —Lucía respondió en el mismo tono, como si jugaran al mismo teatro.
—¿Nombre para el vaso? —preguntó él, ya con la taza en la mano.
—Lucía.
Diego sonrió y escribió algo con rotulador. Cuando ella recogió el vaso, lo leyó: “La gruñona más guapa del piso 4B”.
Lucía sintió el calor subirle a las mejillas.
—Eres un idiota.
—Lo sé. Pero uno encantador —replicó, apoyándose en la barra, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Lucía rodó los ojos y dió un sorbo a su café, intentando no sonreír demasiado. Aun así, el gesto se le escapó. Y, por un instante, el día gris de oficina pareció menos pesado.
—Bueno, disfruta tu break corporativo —añadió Diego, inclinándose un poco hacia ella—. Y si sobrevives a tu jefa de gafas cuadradas, te invito una tostada mañana. Prometo escribir un apodo aún peor en tu vaso.
Lucía negó con la cabeza, pero su sonrisa ya no se podía disimular.
Salió de la cafetería con el café en la mano y un pensamiento incómodo rondando en su cabeza: Pero en el fondo, supo que odiaba admitir que Diego hacía que sus días fueran un poco menos aburridos.
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