Enzo se movía con la precisión de un depredador, sus zancadas amplias y rítmicas sobre el asfalto, el sol de la mañana apenas asomaba, pintando el cielo de tonos dorados y anaranjados, pero él ya estaba en su elemento, con los audífonos puestos, la música lo aislaba del mundo exterior, un escudo invisible que lo acompañaba en su rutina diaria de correr.
Era un ritual matutino que no solo le ayudaba a mantenerse en forma para el equipo de baloncesto, sino que también era su momento de desconexión; un estudiante de secundaria promedio, popular, con una vida que parecía fluir sin contratiempos. En ese momento, nada en el mundo parecía tener la capacidad de romper su tranquilidad. No tenía idea de que, a unos metros de distancia, el destino se estaba preparando para tejer un nudo en su camino.
A unas pocas calles de distancia, el universo de Lori se movía al son de la gracia y la disciplina, era el polo opuesto de Enzo. Mientras él corría sin un rumbo fijo, ella lo hacía con un propósito. Cada paso que daba, cada movimiento, era el resultado de años de dedicación. Su vida giraba en torno a la gimnasia, una pasión que la había acompañado desde la niñez. Estaba a solo una semana de la competencia que podría cambiar su vida, la oportunidad de ganar una beca para una escuela de élite y seguir persiguiendo sus sueños. Su tobillo, que se había torcido levemente en un entrenamiento, era solo un pequeño obstáculo que el médico había asegurado que sanaría con reposo. No era nada grave, solo una precaución. Con su entrenador a su lado, salían de la clínica, sus mentes enfocadas en la victoria inminente. El aire de la mañana era fresco y prometedor, y Lori sentía que el futuro estaba a su alcance, tan tangible como el aire que respiraba.
El destino, sin embargo, tenía otros planes, y su curso iba a ser determinado por un instante de distracción. Enzo dobló la esquina con la inercia de su carrera, su música a todo volumen, ajeno a todo lo que no fuera su propio ritmo. Lori, por su parte, caminaba con cautela, su mirada en su tobillo y en la conversación con su entrenador. Ninguno de los dos se percató del otro hasta que fue demasiado tarde. En ese fatídico momento, el mundo de ambos se estrelló.
El impacto fue brutal. Enzo, sin tiempo para frenar, la embistió de lleno. El cuerpo de Lori salió despedido, su pie se retorció y quedó atrapado en el canal de desagüe de la calle. El sonido que siguió fue un crujido sordo, un eco seco que perforó el silencio de la mañana. La imagen era devastadora: el tobillo de Lori no solo se había torcido, sino que ahora estaba fracturado. Y no solo el tobillo, sino también la pantorrilla. En un solo segundo, el futuro que tanto había luchado por construir se hizo añicos frente a sus ojos.
El mundo de Lori se detuvo. El dolor físico era inmenso, pero el dolor del alma era aún mayor. Perdió su oportunidad en la competencia, la beca, sus sueños... todo. Mientras el caos se desataba a su alrededor, con el grito de su entrenador y las sirenas de la ambulancia, Enzo, en un shock que no le permitía reaccionar, solo pudo observar cómo se llevaban a la chica que había derribado. Ese día, sin saberlo, había alterado para siempre la vida de una persona que hasta ese momento le era completamente desconocida. El eco de ese accidente resonaría, silenciosamente, en el futuro de ambos.
El blanco estéril de la habitación del hospital era el escenario de la nueva realidad de Lori, las sábanas, los vendajes y el yeso que cubría su pierna desde el tobillo hasta la rodilla, actuaban como recordatorios constantes de la brutal interrupción de sus sueños, el dolor físico era una presencia constante, una punzada que se extendía desde la pierna hasta lo más profundo de su alma, pero era el dolor de la pérdida, una herida emocional, era lo que realmente la consumía.
Los días pasaban en una neblina de tristeza, y las horas se arrastraban con el peso del arrepentimiento. Las visitas de amigos y familiares se hicieron menos frecuentes, las llamadas, más escasas, su entrenador, aquel que le había prometido un futuro brillante y la había motivado durante años, le dio la espalda con una frialdad que la heló hasta los huesos.
—La competencia es demasiado dura, Lori. Nadie se arriesga con una chica que se fractura así —le había dicho, con una voz desprovista de emoción.
La beca, que antes era una certeza, se desvaneció como humo entre sus dedos.
El mundo de la gimnasia, su mundo, la había abandonado, había trabajado toda su vida para ese momento, para esa oportunidad, los sacrificios, las horas incontables en el gimnasio, el sudor y las lágrimas, todo se sentía ahora como un esfuerzo inútil.
Había tocado la cima y, en un instante, se había precipitado al abismo de la desesperación. Su carrera, su pasión y su identidad, todo se había perdido en un solo accidente.
Una vez que le quitaron el yeso, la soledad se volvió su única compañera. Se negaba a salir de casa, a ver a sus viejos amigos o a hablar de gimnasia, el recuerdo de aquel chico que la había derribado la perseguía en sus sueños, aunque su rostro se le escapaba, lo odiaba por arrebatarle su vida, pero sobre todo se odiaba a sí misma por la vulnerabilidad que la llevó a ese momento, se sentía como un fantasma en su propia casa, atrapada entre el pasado que había perdido y un futuro que parecía inexistente.
Sin embargo, en medio de esa oscuridad, su madre, con una delicadeza infinita y sin una sola palabra, le trajo una caja llena de lienzos en blanco, pinceles y tubos de pintura. Simplemente los dejó en un rincón de su habitación y salió, dándole espacio para que ella lidiara con sus emociones. Al principio, Lori los ignoró, pero un día, la desesperación fue tal que tomó un pincel. Con manos temblorosas, dejó que su dolor fluyera en la tela. El lienzo se convirtió en su confidente, el lugar donde podía plasmar la rabia, la tristeza y la impotencia que sentía. Pintó figuras distorsionadas, colores oscuros y paisajes sombríos que reflejaban su estado de ánimo.
Poco a poco, las sombras en sus pinturas se hicieron menos densas, los colores se volvieron más vibrantes. A través de la pintura, Lori comenzó a encontrar un nuevo propósito. Ya no era solo una gimnasta frustrada, sino que se estaba convirtiendo en una artista, su talento era innegable, un don que había estado latente y que, irónicamente, el accidente había desatado. Aunque el eco de lo que había perdido seguía resonando en su interior, el lienzo le ofrecía un nuevo camino, una forma de sanar y de soñar de nuevo, aunque fuera de una manera completamente diferente.
Tres años después, la chica rota que se había sumido en la depresión comenzaría su etapa en el bachillerato, sin saber que el destino le prepararía una nueva sorpresa.
Tres años pueden cambiarlo todo. La chica que una vez había soñado con el brillo de una medalla, que había dedicado su vida al arte de la gracia y el equilibrio, ahora caminaba por los pasillos de su nuevo bachillerato con una mochila llena de bocetos y un lienzo en su mente. Lori ya no era la gimnasta, era la pintora. El dolor de su pasado seguía siendo una cicatriz, pero la pintura le había enseñado a vivir con ella, a transformarla en arte. Se había vuelto más reservada, más observadora, con un mundo interior tan vasto y complejo como los lienzos que pintaba. Se movía con una quietud que contrastaba con el bullicio de los otros estudiantes.
No muy lejos de ella, un joven caminaba con la misma confianza de siempre, como si fuera el dueño del lugar. Enzo era la viva imagen de la popularidad. Había crecido, se había vuelto más alto y musculoso, y su fama como deportista lo precedía. Era el capitán del equipo de baloncesto, la estrella indiscutible, y su vida parecía una película de éxito. La gente lo saludaba en los pasillos, los entrenadores lo elogiaban y las chicas lo admiraban. Era el rey de su mundo, y cada uno de sus movimientos confirmaba su estatus. El accidente de hacía tres años se había borrado de su mente, un recuerdo fugaz de un día sin importancia. Ni siquiera recordaba el rostro de la chica.
La cafetería era un hervidero de estudiantes, un lugar ruidoso donde las amistades se forjaban y se rompían en cuestión de minutos. Lori, buscando un rincón tranquilo para escapar del caos, se sentó sola en una mesa cerca de la ventana, sacando su cuaderno para dibujar. De repente, una pelota de baloncesto rodó hasta sus pies, deteniéndose justo en la punta de su zapato. Levantó la vista y se encontró con un par de ojos castaños que la miraban fijamente, acompañados de una sonrisa.
—Lo siento, se me escapó —dijo él con una sonrisa fácil y despreocupada, la misma sonrisa que había cautivado a tantos en la escuela.
Era Enzo. Lori lo reconoció al instante, a pesar de que habían pasado tres años. Aquel joven al que solo había visto un instante, con el rostro pálido y el ceño fruncido por el impacto, ahora estaba frente a ella, irradiando carisma. Un escalofrío le recorrió la espalda. Era él. El responsable de su desgracia. La causa de su dolor.
Pero en lugar de sentir rabia, una extraña calma la invadió. Él no la reconocía. Era una pizarra en blanco.
—No te preocupes —respondió ella, devolviéndole la pelota con una tranquilidad que lo sorprendió.
Él se sentó en su mesa, atraído por el aura de tranquilidad de Lori. Se presentaron, y la conversación fluyó con una naturalidad sorprendente. Hablaron de clases, de pasatiempos, de sus pasiones. Lori no mencionó su pasado en la gimnasia, y Enzo no mencionó su pasado corriendo por las calles. Solo eran Enzo, el apasionado del baloncesto, y Lori, la prodigiosa pintora. Se hicieron amigos al instante, una conexión tan inesperada como fuerte. Ambos tenían un don: él para el deporte, ella para el arte. A lo largo de los días, compartieron risas, conversaciones y sueños, sin saber que el destino los había unido mucho antes, en un encuentro que había destrozado la vida de uno para que el otro pudiera encontrar su verdadero camino.
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