El aire olía a hierro y desesperación. No era el dulce perfume de las flores de Eldoria, ni el aroma a pan recién horneado que solía flotar desde las cocinas del castillo. Era el hedor metálico de la sangre, el acre de la pólvora mágica y el humo denso que se alzaba como un sudario sobre lo que una vez fue un reino vibrante. Afuera, los gritos de los soldados se mezclaban con el estruendo de los hechizos chocando, un coro infernal que resonaba en cada piedra del imponente castillo Vesperia.
Dentro de una alcoba oculta, iluminada apenas por la titilante llama de una vela, la Reina Roxana se aferraba a una canasta de mimbre con una fuerza que desmentía su delicada apariencia. Sus ojos, normalmente llenos de la luz de las estrellas, estaban ahora empañados por las lágrimas y el terror. Dentro de la canasta, tres pequeños bultos se movían inquietos, emitiendo suaves quejidos. Tres pares de ojos diminutos, recién abiertos al mundo, parpadeaban ante el incomprensible caos que los rodeaba.
—Mis pequeñas, mis dulces Nyx, Ignis, Luna...—susurró Roxana, su voz un hilo apenas audible sobre el estruendo. Una de las bebés, la de cabellos oscuros como la noche, estiró una manita y rozó su dedo. La de cabellos rojizos emitió un pequeño gruñido, y la de cabellos blancos como la nieve, dormía plácidamente, ajena a la tormenta que arrasaba su cuna real.
De repente, la puerta de la alcoba se abrió de golpe, revelando la silueta imponente del Rey Gustavo. Su armadura estaba abollada, su rostro cubierto de hollín y una herida sangraba en su sien. Pero en sus ojos, más allá del cansancio y la derrota, había una determinación férrea.
—Roxana...— su voz era ronca, cargada de una pena insoportable—. Es el fin. Mi hermanastra... ha ganado.
La Reina ahogó un sollojo. Sabía lo que eso significaba. La ambición de la hermana del Rey, alimentada por años de resentimiento, había culminado en esta noche de sangre y traición. Eldoria caería, y con ella, su linaje.
Gustavo se arrodilló junto a su esposa, sus manos temblorosas acariciando el rostro de sus hijas. —No puedo protegerlas aquí. No puedo protegerte a ti. Tienes que irte. Ahora—
Roxana negó con la cabeza, las lágrimas brotando sin control. —¿Y tú? ¿Qué será de ti, mi amor?—
El Rey la miró, sus ojos azules reflejando el dolor de una vida entera. —Lucharé hasta el último aliento para darte tiempo. Para darles tiempo a ellas. Pero no nos volveremos a ver, Roxana. Lo sé—
Un silencio pesado y desgarrador llenó la habitación. Era la despedida de dos almas que se amaban más allá de las estrellas, forzadas a separarse por la crueldad del destino y la avaricia de un trono. Roxana se inclinó y besó a su esposo con la desesperación de quien se despide para siempre. Sus labios sabían a sal y a promesas rotas.
—Las protegeré, Gustavo. Con mi vida. Lo juro por el sol y la luna, por las estrellas y el fuego. Las protegeré—
Con un último abrazo que intentó contener siglos de amor, Gustavo la apartó suavemente. —Hay un pasadizo secreto en el sótano, detrás de la vieja bodega de vinos. Un carro te espera al final del túnel, más allá de los muros. Ve. Corre. No mires atrás—
Roxana asintió, su corazón hecho pedazos. Tomó la canasta con sus tres tesoros, sus pequeñas princesas, las últimas herederas de la Dinastía Vesperia. Se giró una última vez para mirar a su esposo, al hombre que había amado y que ahora se quedaba para enfrentar una muerte segura. Sus ojos se encontraron en un instante de dolor y amor eterno.
Luego, con un sollozo ahogado, Roxana se deslizó por la puerta secreta que Gustavo le había indicado, dejando atrás el reino que se desmoronaba, el amor de su vida y el eco de una corona que había caído. El sonido de la batalla se fue atenuando a medida que se adentraba en la oscuridad del pasadizo, llevándose consigo la esperanza de un futuro para sus hijas, lejos de la guerra, lejos de la realeza, lejos de todo lo que una vez fue suyo.
El pasadizo era frío y húmedo, un túnel oscuro que se retorcía como una serpiente bajo los cimientos del castillo. Roxana tropezaba en la oscuridad, su vestido de seda rasgándose con las asperezas de la piedra, pero no sentía el dolor. Solo el pánico helado de la persecución y la necesidad imperiosa de proteger a sus hijas la impulsaban hacia adelante. El peso de la canasta era una carga bendita, el recordatorio constante de su promesa a Gustavo.
Finalmente, una rendija de luz pálida se abrió ante ella. Con cada paso, el ruido de la batalla se hacía más sordo, transformándose en un eco distante, casi irreal. Al salir del túnel, la oscuridad de la noche la recibió, pero era una oscuridad diferente, una que prometía un escape, no una trampa. Un carruaje modesto, oculto entre los árboles a las afueras del bosque que rodeaba el castillo, la esperaba. Cerca, un robusto cochero, con el rostro cubierto por una capucha, la ayudó a subir sin decir una palabra. Su silencio era un bálsamo para el alma atormentada de la Reina.
El traqueteo de las ruedas sobre el camino de tierra era el único sonido que rompía el silencio de la noche mientras se alejaban del reino. Roxana se acurrucó en un rincón del carruaje, la canasta de mimbre apretada contra su pecho. Sus ojos no dejaban de mirar a sus hijas. Nyx, la de cabellos oscuros, dormía ahora, su pequeño puño cerrado. Ignis, la pelirroja, tenía los ojos entreabiertos, observando el interior del carruaje con una curiosidad precoz. Y Luna, la pequeña de cabellos blancos, seguía profundamente dormida, ajena al viaje que marcaba el inicio de su nueva vida.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Roxana, la Reina de Eldoria, se transformó en una mujer común, viajando de pueblo en pueblo, buscando un refugio donde sus hijas pudieran crecer a salvo del pasado. Cada vez que escuchaba noticias del reino caído, un escalofrío le recorría la espalda. La hermanastra de Gustavo había consolidado su poder, y cualquier mención de la familia real Vesperia era castigada con severidad.
Finalmente, en un pequeño y apartado valle rodeado de montañas, encontró lo que buscaba: una humilde cabaña en las afueras de un pueblo llamado "Verdevalle". Allí, lejos de los ojos curiosos y los recuerdos dolorosos, podría criar a sus hijas. Adoptó un nuevo nombre, un nuevo pasado, y para el mundo, sus tres pequeñas eran solo sus hijas, sin rastro de realeza...
Los años pasaron. Roxana les enseñó a las niñas todo lo que una madre campesina podría enseñar: a cultivar la tierra, a buscar bayas en el bosque, a remendar sus ropas. Les dio amor, risas y la seguridad de un hogar, aunque fuera modesto. Pero el dolor de su pasado, la pérdida de Gustavo y la corona, nunca la abandonaron del todo. A veces, por las noches, mientras sus hijas dormían, Roxana se sentaba junto a la ventana, mirando la luna, y susurraba el nombre de su amado, preguntándose si él había logrado escapar, si la recordaba, si la perdonaba por haber huido.
Las niñas crecieron, cada una con su propia personalidad floreciendo. Nyx, la mayor, era callada y observadora, con una mirada profunda que parecía ver más allá de lo evidente. Ignis, la del medio, era vivaz y apasionada, con una chispa de fuego en sus ojos que a veces asustaba a los otros niños del pueblo. Y Luna, la menor, era serena y soñadora, con una calma que contrastaba con su cabello blanco como la nieve. Roxana las miraba, y en cada una veía un pedazo de su amado Gustavo y un eco de su propia nobleza.
La vida en Verdevalle era sencilla, y los secretos de un reino caído estaban bien enterrados. Las niñas no sabían nada de su linaje, de los poderes que dormían en su interior, ni de la gran tragedia que había marcado su nacimiento. Para ellas, eran simplemente Nyx, Ignis y Luna Solara, tres hermanas que vivían con su madre en una pequeña cabaña, ajenas al destino que las esperaba.
Hasta que, dieciocho años después de aquella fatídica noche, la enfermedad se llevó a Roxana. Su muerte fue un golpe devastador para las hermanas, dejándolas solas en el mundo.
La cabaña que había sido su refugio se sintió de repente vacía y fría. Y fue entonces, en su momento de mayor vulnerabilidad, cuando el mundo exterior comenzó a moverse, y un misterioso anciano, con ojos que parecían haber visto siglos, se acercó a Verdevalle, buscando a las hijas de la Reina Roxana.
Inicio...
El sol de la mañana se filtraba perezosamente por la pequeña ventana de la cabaña en Verdevalle, pintando motas doradas sobre el suelo de madera. El aire olía a hierbas secas y a la promesa de un nuevo día. Dentro, la vida seguía su ritmo pausado, a pesar del vacío que la ausencia de su madre había dejado.
Nyx, la mayor, estaba sentada en la mesa de madera toscamente labrada, revisando un viejo libro de botánica que había pertenecido a Roxana. Sus dedos finos trazaban las ilustraciones de plantas medicinales, su ceño fruncido en concentración. Siempre había sido la más estudiosa, la que buscaba respuestas en las páginas empolvadas y en el susurro del viento. Sus ojos son dos luceros claros y su cabello oscuro, casi azulado bajo la luz, caía en cascada hasta su espalda baja mientras murmuraba nombres de hierbas en voz baja.
Ignis, por otro lado, estaba junto a la chimenea, avivando las brasas con una rama. El calor del fuego hacía bailar reflejos rojizos en su cabello vibrante, tan indomable como su espíritu. Tarareaba una melodía alegre y rítmica, mientras preparaba una sencilla sopa de verduras y raíces que habían recolectado el día anterior. De vez en cuando, lanzaba una mirada juguetona a su hermana, intentando sin éxito sacarla de su trance botánico.
Luna, la menor, estaba afuera, en el pequeño huerto detrás de la cabaña. Su cabello blanco, casi plateado, brillaba bajo el sol mientras regaba las pocas plantas que habían logrado sobrevivir al invierno. Hablaba con ellas en voz baja, con una dulzura innata que parecía hacer que las flores se abrieran un poco más. Su conexión con la naturaleza era palpable, casi mágica, aunque ella misma no lo supiera.
—Nyx, ¿crees que el té de diente de león realmente ayuda con los dolores de cabeza? —preguntó Ignis, sacudiendo la cuchara de madera en la sopa.
Nyx levantó la vista, ajustándose sus gafas redondas que usaba para leer de vez en cuando. —Según este tratado, Ignis, sus propiedades diuréticas y antiinflamatorias son bien conocidas. Aunque nuestra madre prefería la manzanilla para el nerviosismo—
—Ay, eres tan seria, Nyx-nee—. Ignis suspiró, pero una sonrisa se dibujó en sus labios. —¿Y si mejor pensamos en qué hacer para la cena? Estoy cansada de la sopa de raíces—
Un golpe suave en la puerta de la cabaña interrumpió su conversación. Era un sonido inusual en su apartado valle. Las tres hermanas intercambiaron miradas. Pocas personas se aventuraban tan lejos, y desde la muerte de Roxana, sus visitas eran aún más raras.
Nyx fue la primera en levantarse, con una cautela innata. Ignis tomó un atizador de la chimenea, lista para cualquier eventualidad. Luna, que acababa de entrar del huerto, se quedó detrás de ellas, con sus ojos grandes y curiosos fijos en la puerta.
Nyx abrió la puerta con lentitud, revelando a un anciano. Su rostro estaba surcado por profundas arrugas, su barba blanca era larga y desaliñada, y sus ojos, de un azul penetrante, parecían cansados, pero había una chispa de inteligencia en ellos. Vestía ropas sencillas y desgastadas de viajero, y se apoyaba en un bastón de madera nudosa. Parecía agotado, como si hubiera caminado durante días.
—Disculpen mi intromisión, jóvenes señoritas—dijo el anciano, su voz era un susurro ronco, pero extrañamente cálida. —Soy un humilde viajero que se ha perdido en estos senderos. Mis provisiones se han agotado y mis viejos huesos ya no responden como antes. ¿Serían tan amables de ofrecerme un poco de agua y quizás un lugar para descansar por un momento? No busco problemas, solo un poco de caridad en este valle tan hermoso—
Ignis, siempre la más impulsiva, fue la primera en hablar. —¡Claro que sí, señor! ¡Pase, pase! Parece que ha tenido un viaje muy largo—
Nyx, aunque más reservada, asintió. La hospitalidad era una ley no escrita en Verdevalle. —Por favor, entre. Tenemos sopa caliente y agua fresca del pozo—
Luna, con su habitual dulzura, se acercó al anciano y le ofreció una pequeña flor silvestre que acababa de recoger. —Bienvenido, señor—
El anciano sonrió, una sonrisa cansada pero genuina, y aceptó la flor. Sus ojos se detuvieron en cada una de ellas por un momento, un brillo casi imperceptible cruzando sus pupilas. —Son muy amables, jóvenes. Me llamo Tilon—
Las hermanas lo invitaron a sentarse junto a la chimenea. Ignis le sirvió un tazón de sopa humeante y un vaso de agua fresca. El anciano comió y bebió con avidez, pero con modales refinados que no pasaron desapercibidos para Nyx.
Mientras comía, Tilon observaba a las hermanas con una intensidad sutil. Sus ojos se demoraban en el cabello oscuro de Nyx, en el fuego en los ojos de Ignis, y en la serenidad etérea de Luna. Parecía memorizar cada detalle, cada gesto...
Cuando terminó la sopa, Tilon dejó el tazón vacío sobre la mesa. Tomó un sorbo más de agua y luego, con un suspiro profundo, se enderezó un poco, y la chispa en sus ojos se volvió más pronunciada, más decidida.
—Les agradezco su bondad, señoritas Solara—dijo Tilon, y el uso de su apellido, que pocas personas fuera del valle conocían, hizo que las tres hermanas se miraran entre sí con una punzada de inquietud.
El anciano continuó, con su voz ahora más fuerte, resonando con una autoridad inesperada. —Mi nombre, en realidad, no es Tilon. Soy Kaelen, y he viajado muchos días y noches, no buscando un refugio, sino a ustedes—
Las hermanas se quedaron en silencio, la tensión llenó el pequeño espacio. Ignis volvió a tomar el atizador. Nyx se puso de pie, con su mirada alerta. Luna se aferró a la mano de su hermana mayor.
Kaelen las miró, una por una, con una mezcla de respeto y tristeza. —Soy el último de los Guardianes de la Corona de Eldoria. Y he venido a decirles, mis queridas princesas... que su madre, la Reina Roxana, no era una simple campesina. Y ustedes no son hijas de un granjero. Ustedes son las herederas del Trono Vesperia—
El silencio que siguió fue tan denso que se podía cortar con un cuchillo.
Las palabras del anciano cayeron sobre ellas como un rayo, desmoronando el mundo que conocían en un instante.
El aire en la cabaña se volvió pesado, casi asfixiante. Las palabras de Kaelen flotaban entre ellas, irreales y monstruosas, como si hubieran sido tejidas con la niebla de un sueño. Las trillizas se quedaron inmóviles, cada una procesando la información a su manera, pero con una incredulidad compartida pintada en sus rostros.
Ignis fue la primera en encontrar su voz, aunque salió como un susurro incrédulo.
—Pero... ¿qué dice, señor? ¿Princesas? ¿Reina? Mi madre era Roxana, la herborista de Verdevalle. Nosotras... nosotras somos solo las hermanas Solara—
Kaelen observó sus reacciones con una calma que solo los años y la sabiduría podían otorgar. Sus ojos azules, ahora llenos de una seriedad profunda, se posaron primero en Ignis, luego en Nyx, y finalmente en Luna.
—Lo sé, pequeña Ignis— dijo Kaelen con voz suave, pero firme. —Y Roxana era, de hecho, una herborista. Pero también era mucho más. Ella era la Reina Roxana, la última soberana de Vesperia, y ustedes son sus hijas, legítimas herederas al trono—
Nyx, siempre la más analítica, frunció el ceño. Sus manos, que antes sostenían un libro, ahora se apretaban en puños a sus costados.
—Esto es absurdo. No hay reinos por aquí, solo aldeas y bosques. Y si mi madre fuera una reina, ¿por qué viviría aquí, en el exilio, ocultando su verdadera identidad? ¿Por qué nosotras no sabríamos nada?—
Luna, que había estado en silencio hasta ahora, se acercó a Nyx, buscando consuelo. Sus ojos grandes y luminosos reflejaban una mezcla de miedo y confusión.
—Sí... mamá nunca nos dijo nada de eso. Ella siempre fue solo... mamá—
Kaelen suspiró, un sonido que parecía llevar el peso de siglos.
—Porque era peligroso, mis queridas. Extremadamente peligroso. Vesperia no es un reino que se encuentre en los mapas actuales, no para aquellos que no conocen los caminos secretos. Fue un reino de magia y armonía, pero fue derrocado hace muchos años por fuerzas oscuras y ambiciosas. Su madre, la Reina Roxana, huyó para protegerlas a ustedes. Para darles una vida segura, lejos de la guerra y la intriga—
—¿Fuerzas oscuras? ¿Guerra?— Ignis soltó una risa nerviosa, aunque sus ojos estaban llenos de una preocupación palpable. —Esto suena a cuento de hadas, señor. ¡De esos que mamá nos leía antes de dormir!—
—No es un cuento de hadas, Ignis— respondió Kaelen, con su voz adquiriendo un tono de urgencia —Es la verdad. Yo soy el último de los Guardianes de la Corona, juré proteger a la línea real hasta mi último aliento. Y he estado buscándolas desde que su madre... desde que ella partió. Sabía que un día tendría que encontrarlas—
Nyx, aunque su mente racional se resistía, no podía ignorar la convicción en la voz del anciano, ni la forma en que sus ojos se posaban en ellas con una familiaridad extraña, casi protectora.
—Si esto fuera verdad... ¿dónde están las pruebas? ¿Por qué deberíamos creerle a un extraño que aparece de la nada con una historia tan... fantástica?—
Kaelen asintió lentamente, comprendiendo su escepticismo. —Y tienen todo el derecho a dudar, Nyx. Pero las pruebas están en ustedes, en su sangre, en su linaje. Y en el amuleto que su madre siempre llevaba—
Los ojos de las trillizas se abrieron un poco más. Roxana siempre llevaba un pequeño relicario de plata en forma de estrella, que nunca se quitaba. Después de su muerte, Nyx lo había guardado, sintiendo que era lo único que quedaba de su madre.
—El amuleto...—murmuró Nyx, yendo instintivamente hacia el pequeño cofre donde lo guardaba. Lo sacó y se lo mostró a Kaelen.
El anciano sonrió tristemente. —Ese es el Sello de Vesperia, el emblema de su casa real. Y hay más. Sus nombres, por ejemplo. Nyx, Ignis, Luna. La Noche, el Fuego, la Luna. Los pilares de la magia elemental de su reino. Cada una de ustedes es la encarnación de una de esas fuerzas.
Las trillizas se miraron, y por primera vez, una pequeña semilla de duda comenzó a germinar en la tierra fértil de su incredulidad. ¿Noche, Fuego, Luna? Siempre habían pensado que eran nombres bonitos y un poco inusuales, pero ¿pilares de magia?
Ignis negó con la cabeza, intentando aferrarse a la normalidad.
—No, no, no. Esto es demasiado. Nosotras no tenemos magia. Somos gente normal—
—Lo son, por ahora— dijo Kaelen, con una mirada enigmática. —Pero la magia de Vesperia reside en su sangre, esperando ser despertada. Su madre lo sabía. Y por eso las mantuvo a salvo, hasta que llegara el momento adecuado. Lamentablemente, ese momento ha llegado antes de lo que esperábamos—
—¿Qué momento?— preguntó Luna, con su voz apenas en un susurro, sintiendo un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío.
Kaelen se inclinó hacia ellas, su voz bajando a un tono grave y urgente. —Las fuerzas que derrocaron a Vesperia... están creciendo en poder una vez más. Y están buscando a las últimas herederas. Es por eso que ya no es seguro para ustedes aquí. Tienen que venir conmigo. Tenemos que ir a un lugar seguro, donde puedan aprender quiénes son realmente, y dónde puedan estar protegidas—
Las trillizas se quedaron en silencio de nuevo, esta vez con una mezcla de confusión, miedo y una extraña punzada de algo más... algo que resonaba en sus corazones, a pesar de que sus mentes se negaban a aceptarlo...
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