Mi nombre es Emílio d’Ângelo Marchetti. Tengo 30 años y soy el Don de la mafia Cosa Nostra, un hombre marcado, sin rostro, solo la sombra de lo que un día fui.
En el pasado, el convoy en el que viajábamos mi padre, su mano derecha Bruno Barbieri y algunos hombres de confianza sufrió una emboscada. La mitad de nuestros hombres murió aquel día. Mi padre y el viejo Bruno estaban entre ellos. Yo sobreviví, pero la mitad de mi rostro quedó desfigurada.
Mi padre murió en mis brazos, con la voz débil, pidiendo que cuidara de mi madre, Georgia, y de mi hermana, Laura. Asumí la familia en su lugar.
Los consejeros exigían que me casara. Mis cicatrices alejaban a las mujeres y, por mi parte, yo no quería casarme. Aun así, la presión aumentaba. Me volví frío y calculador y, desde el accidente, vivo recluido. Las únicas que tienen permiso para acercarse son mi madre,
Georgia d’Ângelo Marchetti (madre de Emílio)
mi madre tiene 55 años
y mi hermana,
Laura d’Ângelo Marchetti, 24 años (hermana de Emílio)
Laura es una niña dulce, tierna, llena de vida. Son las únicas que realmente me aman.
Dos años después del atentado que mató a mi padre, vengué su muerte. Pagué cada deuda en sangre y ejecuté a los responsables. La venganza consolidó mi poder, pero no apaciguó los sueños que me asombran.
Años atrás descubrí que, por un antiguo acuerdo de mi padre con un ex-millonario quebrado, yo debía casarme con la hija primogénita de ese hombre, una mujer que yo nunca había visto. Acepté, porque sabía que, tarde o temprano, tendría que cumplir la promesa.
Uso una máscara para esconder lo que resta de mi rostro.
Dário Santoro Barbieri, 28 años (mejor amigo de Emílio)
Mi mano derecha, y mejor amigo Dário, no pierde la oportunidad de decir que la máscara me torna aún más sombrío. Dário es hijo de Bruno, la antigua mano derecha de mi padre, muerto en la misma emboscada. Él me sigue con devoción y eficiencia, lealtad forjada en la sangre y en el honor.
Todas las noches tengo el mismo sueño. Vuelvo a los días en que tenía diecisiete años y entrenaba en un campo cuando, entre las flores,
vi a una niña andar despreocupada. Su mirada era inocente; en el instante en que nuestros ojos se cruzaron, nació algo que ninguno de los dos comprendía. Ella debía tener entre doce y catorce años. En la distracción, no percibí a los enemigos acercarse y recibí un tiro en la pierna. En vez de huir, la niña corrió para ayudarme.
—Joven bonito, venga… apóyese en mí. Yo conozco un escondite —dijo ella, con la calma de quien conoce atajos en el mundo.
La seguí en silencio. Ella me llevó a un lugar secreto, desapareció por las líneas de maleza y luego trajo ayuda. Nunca olvidé a la niña que salvó mi vida. Desde el ataque que arrancó a mi padre, sueño con ella todas las noches y me pregunto: ¿quién era? ¿Dónde estará ahora?
Mañana me casaré. No tengo expectativas, es un matrimonio de obligación, no de afecto, pero también sé que la joven no tiene culpa del pacto. Me prometí a mí mismo tratarla con la cortesía mínima que le es debida.
Me desperté temprano. Dário me encontró en el ala de los consejeros, siempre puntual, siempre tenso, y susurró que la novia había huido. La noticia despertó al monstruo en mí. Ordené que ella fuera casada a la fuerza.
Dário sonrió con frialdad y ejecutó mi orden. En menos de dos horas, la noticia llegó: el padre había encontrado a la fugitiva. Allí decidí que no habría más cortesía, porque ella no lo merecía.
El matrimonio ocurrió algunas horas después. Ella entró del brazo de su padre, pero con la cabeza baja. Cuando ella levantó los ojos, me faltó la respiración.
Había algo en ella que rasgó la distancia entre el pasado y el presente. La curva de las cejas, el modo de inclinar la cabeza… No era posible, y aun así algo en mí reconoció una precisión de recuerdo: los ojos, la misma ingenuidad contenida, ahora atemperada por el mundo. Por primera vez desde la emboscada, el mismo sueño me invadió, aquella niña del campo. Solo que ahora ella estaba allí, frente a mí, con edad compatible con alguien que tendría entre veinticinco y veintisiete años.
Mi primer impulso fue la sospecha: una coincidencia. Mi segundo, más irracional, fue una llama de esperanza que yo negué en la hora, porque un Don no puede vivir de esperanza. El matrimonio ocurrió...
Pero fui frío y seco. Cuando la ceremonia acabó, apenas tomé a la joven por el brazo y la arrastré hasta el cuarto. Sin ninguna delicadeza, la desnudé. Ella estaba temblorosa, y eso me hizo vacilar. Cuando miré hacia su oreja, los recuerdos vinieron.
Era la misma marca de infancia que yo guardaba en la memoria como si fuera un amuleto.
La miré con los ojos sombríos y vi allí el reflejo de lo que se esperaba: punición, ritual, lección. Podía decretar la muerte del padre, la humillación pública de la joven, transformarla en un símbolo. Podía afirmar mi poder. Pero algo dentro de mí retrocedió: la posibilidad de que aquella chica fuera más que un nombre en un contrato.
—Paola, ¿no es así? Planeé para ti un futuro diferente, chica tonta. Pero ya que intentaste huir, bienvenida al infierno.
Me acordé del campo, de la niña que me ayudó, y por primera vez en mucho tiempo admití una inquietud que no era calculada. ¿Y si ella fuera la misma? ¿Y si los laberintos del destino estuvieran alineando, de nuevo, dos vidas que el tiempo intentara separar?
Volví a mi postura y apenas hice lo que debía ser hecho, sin cariño, sin emoción. Cuando la barrera se rompió, la sentí contraerse. Resolví ir despacio, aunque mi voluntad fuera poseerla toda la noche. Aun con rabia por ella haber intentado huir, yo no lo hice. Dejé que se recompusiera y la mandé a instalarse en el otro cuarto. Toda vez que yo veía a aquella mujer, mi voluntad era besar y acariciar su lindo rostro, pero ahí venía el recuerdo de que ella había intentado huir y el odio me tomaba. Y yo la humillaba.
Dos meses habían pasado. En una mañana, no la encontré en mi casa, ni en lugar alguno. Yo sabía que la habían ayudado a huir, porque mi hermana y mi madre no aprobaban el modo como yo la trataba...
Mi nombre es Paola Lombardo de Santis, tengo 25 años. A pesar de la dura vida que llevo, insisto en encontrar breves momentos de felicidad.
Nací cinco minutos después de mi hermana gemela, Perla. Pero, a pesar de que somos idénticas en apariencia, somos como el sol y la luna en esencia. Perla es frívola, egoísta e interesada; siempre afirmó que se casaría solo con un hombre rico, pues, para ella, nada además del dinero tiene valor.
Perla y Paola Lombardo de Santis
Nosotros ya fuimos ricos un día — dicen que vivíamos en un palacete, rodeadas de lujos. Pero ese recuerdo es como una sombra para mí, porque mi padre perdió todo en el juego antes de que yo tuviera edad suficiente para comprender lo que era riqueza.
Franco Lombardo, 55 años (padre de las gemelas)
Mi padre nunca escondió que prefiere a Perla a mí. Él cree que ella será la responsable por sacarlo de la miseria. Es un hombre frío, amargado, consumido por el vicio y por la arrogancia. Hoy vive a costa de la caridad de conocidos, siempre alimentando rencores.
Mi madre, Tereza, es diferente. Una mujer bondadosa y resignada, que carga en el cuerpo y en el espíritu las marcas de la vida al lado de Franco. Él la culpa por sus derrotas y, en muchas noches, descarga en ella la furia que debería volverse contra sí mismo. Yo sufro por ella, y tantas veces intenté defenderla — pero mis manos son frágiles demás para enfrentar la brutalidad de mi padre.
Tereza Lombardo de Santis 50 años (madre de las gemelas)
Para ayudar en los gastos de la casa, trabajo en una cafetería. Es poco, pero es honesto. Ya mi hermana repite que no puede "rebajarse" a un empleo. Según ella, es "la novia del Don", y su única obligación es mantenerse bonita. Mi padre, de hecho, hizo un acuerdo de matrimonio para Perla años atrás. Ella siempre se jacta de que será rica, poderosa y conocida como la dama de la mafia. Yo, sin embargo, solo siento pena. Porque para mí, el matrimonio debe ser hecho de amor — y todos dicen que ese Don es un hombre frío, cruel y misterioso.
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Perla:
"Soy Perla Lombardo de Santis. Soy linda y afortunada. Mi padre prometió mi mano al Don Emílio, uno de los hombres más temidos de Italia. Nunca lo vi de cerca, pero eso no importa. Voy a ser rica, admirada y tendré todos los lujos que merezco.
Mi hermana gemela, Paola, nació para ser pobre. Ella trabaja como empleadita en una cafetería, ensuciando las manos por algunos centavos. En el fondo, es eso lo que ella merece: servir y sustentar a mí y a mamá. Yo, no — yo nací para ser grande."
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Paola
En la víspera del matrimonio, Perla no resistió a la curiosidad y fue hasta la mansión del novio. Usando de la osadía que le es típica, entró sin dificultad, convencida de que ya era la "futura dama de la mafia". Caminó por los corredores lujosos, sonriente y vanidosa, hasta que, por casualidad, se deparó con la verdad que tanto temía: vio a Emílio de reojo, escondida entre las sombras.
El rostro de él estaba marcado por una deformidad, y el choque la hizo temblar de la cabeza a los pies. La belleza que ella tanto cultivaba desapareció en aquel instante en un grito ahogado de horror. Sin pensar, huyó desesperada.
Cuando mi padre descubrió la fuga, entró en pánico. Sabía que ese tipo de afrenta no quedaría impune. Temía que el Don descargara su furia sobre toda nuestra familia.
Fue entonces que, sin dudar, me entregó en el lugar de mi hermana. Yo acepté el destino sin protestar. Si yo me rehusara, sabía que todos nosotros pagaríamos con la vida por la cobardía de Perla.
Y fue así que mi infierno comenzó.
Después de la ceremonia, Emílio me arrastró con brutalidad hasta un cuarto. No hubo ternura, apenas frialdad. Consumó el matrimonio sin cualquier cariño, robando mi inocencia con violencia, sin importarse con las lágrimas que escurrían por mi rostro. Después, me dejó sola en otro cuarto. Yo ni siquiera conocía el rostro de mi marido, porque en ningún momento él retiró la máscara que escondía su cicatriz.
La única persona que me ofreció algún consuelo fue Laura, la hermana de Emílio. Diferente de él, mostró compasión y se volvió mi defensora silenciosa.
Pero, después de dos meses de maltratos y humillaciones, decidí huir. Con la ayuda de Laura — que arriesgó la propia seguridad y me dio parte de sus economías —, conseguí escapar. Cambié de nombre y partí para Rusia, llevando apenas la esperanza de una nueva vida.
Lo que yo no sabía, sin embargo, era que ya cargaba dentro de mí algo que me ligaría para siempre a Emílio: un secreto que cambiaría el rumbo de mi historia.
Al llegar a Rusia, Paola conoció a Katrina Ivanov en el aeropuerto. La joven rusa, de cabello rojizo y ojos verdes, traía en el semblante una fuerza serena. Hija de un antiguo militar muerto en combate, Katrina vivía sola en un pequeño apartamento y trabajaba como enfermera en un hospital público. Tal vez por sentir el vacío de la soledad, tal vez por reconocer el dolor escondido en los ojos de Paola, ella se acercó con naturalidad, ofreciendo ayuda.
Katrina Ivanov 26 años mejor amiga de Paola
La amistad nació de forma casi inmediata. Y, cuando percibió que Paola no tenía a dónde ir, Katrina no lo pensó dos veces: abrió las puertas de su casa para la desconocida que, en pocos días, ya parecía una hermana.
Una semana después, tomada por la confianza, Paola reveló toda su historia: la fuga, el matrimonio forzado, el miedo de ser encontrada. Katrina escuchó en silencio, con un nudo en la garganta, y al final apenas sujetó sus manos con firmeza:
— “Yo prometo… voy a ayudarla a protegerse. Ahora usted no está más sola.”
Poco tiempo después, Paola comenzó a sentirse débil. Cierto día, al desmayarse, fue llevada a toda prisa al hospital donde la propia Katrina trabajaba. El diagnóstico cayó sobre ella como un rayo: estaba embarazada.
Paola lloró con desesperación, sintiendo el peso de la tragedia que la perseguía. Pensaba en todo lo que había sufrido, en la vida que cargaba dentro de sí sin haberla deseado. Pero Katrina estuvo allí en todos los momentos: apoyando, consolando, recordando que la vida que nacía podría ser su salvación.
Con el tiempo, las lágrimas dieron espacio a la aceptación. Paola pasó a percibir en aquel embarazo no solo dolor, sino también un nuevo comienzo.
Meses después, un nuevo examen trajo otra revelación: no sería apenas una niña. Ella esperaba gemelos: un niño y una niña.
El impacto fue inmenso, pero junto con él vino una emoción inesperada. Abrazada por Katrina, Paola lloró de alegría y, con la voz trémula, escogió los nombres:
— “Él será Victor… y ella será Victoria. Dos vencedores. Dos razones para yo nunca desistir.”
Katrina sonrió, los ojos humedecidos, y la envolvió en un abrazo caluroso:
— “Ellos ya son fuertes, como la madre que tienen. Vamos a protegerlos, cueste lo que cueste.”
A partir de aquel día, Paola —ahora conocida como Olga Petrov— pasó a vivir entre dos extremos: la esperanza que crecía dentro de ella a cada patada de los bebés, y el miedo constante de que Emílio pudiera algún día encontrarla.
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Mientras tanto, en Italia, Emílio proseguía en su cacería implacable. El Dom no descansaba, movido por una mezcla de obsesión y remordimiento. Fue en una emboscada cuidadosamente arquitectada que consiguió finalmente capturar a Perla.
La hermana vanidosa intentó defenderse, negando cualquier involucramiento, pero delante de la tortura no resistió: confesó que había cambiado de lugar con Paola, entregando a la propia hermana al destino cruel de ser esposa del mafioso.
Enfurecido, Emílio encerró a Perla en las celdas subterráneas de su mansión. Ella gritaba, imploraba, pero el corazón de él estaba tomado por un odio ciego: no contra ella apenas, sino contra sí mismo. Ahora, más que nunca, su deseo era reencontrar a la mujer correcta, a la niña que perseguía en sus sueños.
Por la noche, solo, los recuerdos de las humillaciones que hizo Paola sufrir lo asombraban. Era Laura, su hermana, quien osaba enfrentarlo:
— “Usted no la conocía… pero yo conozco. Paola es buena, es inocente. Ella no merecía nada de lo que usted hizo.”
Las palabras resonaban como golpes, abriendo heridas en su consciencia. Aun así, no bastaban para apagar la culpa que lo consumía.
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Fue entonces, en una noche sofocante, que el sueño volvió.
Emílio se vio delante de dos niños, de cerca de dos años. La niña tenía los ojos de Paola: dulces y llenos de vida. El niño, por su parte, era como un reflejo de su propia infancia, cargando sus rasgos de forma inconfundible.
Ellos corrieron hasta él, riendo, y hablaron al unísono:
— “Está llegando la hora de encontrarnos, papá. No lastime a nadie… la mamá hizo todo por amor.”
Emílio despertó jadeante, el corazón a toda velocidad. Por un instante, pensó aún estar soñando. Pero la sensación era tan vívida que las palabras de los niños resonaron en su mente, repetidas como un presagio.
— “¿Quiénes son esos niños?... ¿Será posible?…”
El poderoso Dom de la mafia, temido por todos, sintió algo que no experimentaba hacía años: miedo y esperanza al mismo tiempo.
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