El Imperio de Zaryon era conocido por ser uno de los más fuertes. Temido por sus enemigos y respetado por su justicia, nadie podía igualar su forma de gobernar.
Había sido fundado por Boris Nytherion, un hombre común que, armado solo de su valentía, se atrevió a desafiar a un rey tirano que oprimía a su pueblo con tributos desmesurados. Cansados de la opresión, los aldeanos depositaron su esperanza en él y lo enviaron en busca de un ser capaz de derrocar al monarca.
Lo que nadie imaginó fue que su salvación se encontraría en un dragón. Una poderosa hembra que, adoptando forma humana, le enseñó a Boris el arte de la guerra y lo forjó como un gran estratega. Gracias a ella, sus ideas y tácticas revolucionaron la lucha, inclinando la balanza a favor de la rebelión.
Pero con la victoria a la vista, Boris cometió el error que marcaría la historia para siempre. Durante aquel tiempo, él y la dragona habían caído en un amor prohibido. Sin embargo, tras la derrota del tirano, el pueblo exigió que Boris tomara el trono y, para legitimar su reinado, debía desposar a la hija del emperador caído. Boris aceptó, obedeciendo la voluntad del pueblo y traicionando así a quien le había dado todo.
La dragona lloró desconsolada. Una promesa rota se convirtió en odio. El día de la boda, apareció entre la multitud. Cuando los nuevos soberanos intercambiaban votos, su voz retumbó en el gran salón:
—¡Nuevo emperador! —gritó con furia, y el ambiente se tornó oscuro y gélido.
Con los ojos brillando de ira, proclamó:
—Hoy he visto lo que la humanidad es capaz de hacer por ambición. Ante todos, maldigo tu linaje. Una vez cada cien años nacerá entre tus descendientes un hijo maldito, capaz de transformarse en aquello que has desechado. Y tú, pueblo de Zaryon, escucha bien: en ustedes la maldición vivirá; los hombres serán capaces de gestar y las mujeres de engendrar bebes no importando su pareja.
Dicho esto, corrió hacia una ventana y, recuperando su forma de dragón, emprendió el vuelo hacia su cueva, donde se sumió en un sueño eterno.
Con el paso de los días, Boris intentó borrar aquel recuerdo. Reunió un gran batallón y marchó hacia la caverna, sellándola con piedra y acero, como si con ello pudiera encadenar la maldición que había condenado a todo su imperio.
Y aunque Boris creyó haber sellado para siempre aquel destino, las palabras de la dragona nunca se apagaron. La maldición viajó como un eco invisible a través de las generaciones, aguardando paciente en la sangre de los Nytherion.
Cada siglo, cuando el tiempo señalado se cumplía, un descendiente nacía marcado por el fuego y el odio de la antigua promesa. Algunos perecieron antes de comprender su herencia; otros, consumidos por el poder, arrastraron consigo a familias enteras.
Ahora, siglos después, la rueda del destino vuelve a girar.
Un hijo maldito ha nacido.
Su nombre es Drayce y detrás de quién es, se encuentra una historia de dolor y sufrimiento. Hará lo posible en sus manos para salvar a su padre.
EL FUEGO NUNCA MUERE Y AÚN DE LAS CENIZAS UNA CHISPA PUEDE PERSEVERAR PARA TRAER UN FUEGO INCAPAZ DE APAGARSE.
Todos se encontraban reunidos: la madre emperatriz, las concubinas y los hijos del emperador Vladimir Nytherion “El Conquistador”, quien había unificado reinos y destruido a cuantos se negaban a aceptar que una alianza era la única solución para la guerra.
El aire frío y fúnebre impregnaba los pasillos del palacio mientras todos esperaban ser llamados a presencia del emperador.
—Príncipe Drayce, su padre le llama —dijo una sirvienta al salir de la recámara imperial.
Drayce asintió en silencio y caminó hacia la puerta. Era la primera vez que su padre lo convocaba. Desde pequeño sabía que jamás lo reconocería, pues había nacido con la marca de la maldición.
Su cuerpo delgado, resultado de los malos tratos y la falta de alimento, apenas podía sostener el traje demasiado grande y los zapatos que le habían dado las criadas para presentarse. Aunque tenía veinte años, parecía un jovencito frágil. Con solo el llamado de su padre había visto como era ser atendido por las criadas que deberían servirle y no los sirvientes que lo veían como una bestia salvaje.
Entró con cautela, inclinándose ante la cama imperial. El emperador, enfermo y debilitado, lo miró por primera vez con ternura.
—Drayce… acércate, hijo —dijo con voz quebrada.
El joven obedeció y tomó entre sus manos las delgadas y temblorosas de su padre, era la primera vez que escuchaba que su padre le llamaba hijo.
—Padre, aquí estoy— dijo arrodillandose en el lecho de su padre, veía como el antes hombre que regia un imperio ahora era más delgado casi llegado a los huesos.
—Perdóname —susurró Vladimir, con lágrimas en los ojos. — Lamento no haberte protegido. Le prometí a tu madre que te cuidaría y fallé.
Drayce sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. Besó la mano del emperador.
—No hay nada que perdonar padre.
El emperador apretó su mano con dolor y rabia contenida.
—Creí que Freya y tu abuela te protegerían… jamás imaginé que ellas mismas ordenarían tu maltrato. Me duele saber que sufriste golpes, hambre y desprecio bajo este techo bajo el cual se juro proteger a nuestra sangre.
El corazón del emperador se quebraba, pero ya no podía hacer nada contra las sombras que dominaban el palacio y su enfermedad que le aproximaba a la muerte.
—Drayce, debes huir. Desde este momento quedas libre del palacio. Huye y no vuelvas jamás.
El rostro de Drayce mostraba cuan confundido estaba, era posible que él saliera fuera cuando desde pequeño se e había prohibido siquiera pensar ena idea.
—¿Huir? Padre… no tengo a dónde ir. No tengo dinero ni sirvientes que me ayuden.
—No estarás solo. Christian te ayudará.
Un hombre de aproximadamente la edad de su padre, de mirada firme y rostro cansado, apareció en silencio, supo por su aroma que era un omega, Vladimir los miró a ambos con amor, como si solo a ellos considerara su familia.
—Prométeme que no volverás, hijo.
Dudo por un momento sin embargo asintió porque sabía que su padre siempre tenía un plan ya hecho para cualquier problema que se le presentaba y co**n un abrazo lleno de amor y despedida, padre e hijo sellaron aquella promesa**.
Christian condujo a Drayce hacia la puerta.
— Príncipe le pido que vaya a sus aposentos, recoja lo poco que sea suyo y cuando haya terminado diríjase a la cocina, hallará un aparador de vinos. A su lado, se encuentra una antorcha, girela a la derecha y un pasadizo se abrirá, camine sin detenerse.
Mientras tanto, afuera aguardaban tres figuras: Freya, la concubina principal; Agatha, la madre emperatriz; y Drarius, su hermano y el heredero al trono. Esperaban con impaciencia, sabiendo que el emperador estaba a punto de morir.
Cuando Drayce salió, bajó la cabeza. Nadie le habló, nadie le detuvo. El silencio fue su único compañero hasta llegar a su habitación. Tomó sus pocas pertenencias y, conteniendo el miedo, corrió hacia la cocina. Abrió el pasadizo y descendió por las escaleras oscuras. El aire húmedo y helado lo envolvía.
Avanzó sin detenerse hasta que, finalmente, sintió el viento fresco en el rostro. Ante sus ojos apareció el mar. Era la primera vez que lo veía, el horizonte pintado por un sol que se ocultaba, lo llenó de una emoción desconocida.
Pero la calma se quebró con el repique de las campanas: el emperador había muerto, estuvo a punto de llorar, hasta que escucho pasos que se dirigían a él, temió lo peor.
Christian apareció poco después, perseguido por guardias. Con esfuerzo derrotó a dos de ellos y explicó entre jadeos:
—No es que lo haya traicionado príncipe… Drarius descubrió que yo lo había visto todo. Fue él, junto a Freya, quienes envenenaron al emperador. Vi cómo degollaron a la madre emperatriz… como con sus manos asfixiaron en su lecho al emperador. ¡Ellos lo asesinaron!
Drayce apenas tuvo tiempo de asimilarlo cuando Drarius llegó con espada en mano. Sin piedad, atravesó el pecho de Christian. Freya lo acompañaba, sonriendo con crueldad.
Drayce cayó de rodillas, suplicando:
—¡Por favor! No quiero el trono. Me iré lejos, se los juro.
Freya lo sujetó del cabello y lo obligó a mirarla.
—¿Irte? —rió con desdén—. Tu sangre maldita es la razón por la que sigo aquí. No escaparás, Drayce. Nunca.
Menciono con odio, lo golpeaba sin piedad, hasta que escucho la voz de Drarius, quien malherido por el contraataque de Christian quien se había levantado con las pocas fuerzas que le quedaban y le había apuñalado con una daga que le había regalado el emperador
—¡Maten a esa basura! Y con el otro… hagan lo que quieran, pero que viva.
Fueron las palabras de Freya al ver a su hijo herido, algunos de los soldados cargaban el cuerpo de Drarius, pero no tardo en ver cómo los demas g**uardias apuñalaron una y otra vez el cuerpo de Christian.**
Drayce temblando y temiendo a lo que podrían hacerle, tomó la daga ensangrentada con la que habían herido a Drarius y la hundió en su propio pecho.
La oscuridad lo envolvió y aún con lágrimas en los ojos vio llegar su fin, deseo con todas sus fuerzas poder volver al pasado para destruir a Freya, salvar a su padre y tal vez solo tal vez ser más fuerte.
Pensó que era el final de lo que había sido su corta vida.
Hasta que una voz femenina, profunda y cálida, susurró en su interior:
—Mi pequeño dragón… despierta.
Drayce abrió los ojos, y lo que vio lo dejo helado, sus manos delgadas, sus dedos pequeños y con la voluntad de vivir corrió a los jardines del Palacio, para saber si se encontraba en un sueño.
Recordaba aquel día con una nitidez que le dolía. Iba en camino al palacio —donde residían los hijos del emperador, las concubinas y la madre emperatriz— sentado en un carruaje que lo zarandeaba suavemente. Miró por la ventana, confundido: el viaje aún sería largo y, en su mente, comenzó a trazar un plan torpe y desesperado. Lo primero sería dejar claro a los sirvientes que era un príncipe, que por sus venas corría la sangre de la casa Nytherion; después vería cuál sería el siguiente paso.
De pronto, una figura apareció frente a él, como si el aire se hubiera plegado a su voluntad: una mujer vestida con ropajes nobles, de porte sereno y ojos que parecían conocer mundos enteros.
—Veo que has logrado despertar, pequeño dragón —dijo, observando la confusión en su rostro.
—Disculpe… —balbuceó Drayce. No la reconocía.
—Supongo que fue difícil volver —continuó ella—. No temas, dragón.
Drayce miró a su alrededor con brusquedad. El carruaje había desaparecido. En su lugar estaba una cueva, de paredes húmedas y luz tenue. La sorpresa le erizó la piel: no recordaba haber llegado aquí.
—¿Quién eres? —preguntó, poniéndose en guardia a pesar de saber que, en una pelea, no tenía ninguna posibilidad.
—Me llamo Serina —respondió la mujer con una sonrisa que no alcanzó a ablandar sus facciones—. Tal vez hayas oído hablar de mí.
Drayce quiso negar, pero sólo consiguió mover la cabeza de lado a lado.
Serina hizo aparecer dos sillas, como si lo cotidiano fuese algo que pudiera conjurar. Le indicó que se sentara. Lo que vino después sonó a confesión y a sentencia, y a la vez a propuesta.
—Resumiré: tu… poder, magia o maldición —corrigió, calculando la palabra adecuada—, te ha dado una segunda oportunidad. Ahora debes elegir un camino. Tienes muchas opciones.
La voz de Serina era extrañamente tranquila. Drayce la escuchaba sin comprender bien la envergadura de lo que le decía. ¿Por qué no estaba en el carruaje? ¿Cómo había llegado hasta esa cueva? ¿Qué quería aquella mujer que hablaba como si la conocieran los libros de historia?
—Ya te dije mi nombre: Serina. Soy la dragona que derrumbó el gobierno del tirano que oprimía a tu tatarabuelo. No estás en el carruaje porque usaste tus poderes para volver al presente —dijo, como si leyera un pensamiento.
—¿Pero cómo…? —su voz se quebró—. ¿Por qué no morí? ¿Por qué me despertaste? ¿Por qué… el tatuaje no me arde ya?
Serina lo miró con paciencia.
—Primero: liberaste la magia del dragón que había dentro de ti. Segundo: no fue una maldición en el sentido que crees; fue un pacto. Y tercero: fuiste tú quien me despertó, aunque tal vez no lo recuerdes del todo.
Drayce miró su brazo. El tatuaje —esa marca que llevaba desde el nacimiento, anunciadora de la maldición de antaño— ya no le quemaba como antes. Un alivio confuso se mezcló con miedo.
—Según la historia, maldije a tu ancestro: dije que cada cien años nacería alguien con la maldición —murmuró, mostrando el dibujo oscuro—. Eso es lo que cuentan.
Serina soltó una pequeña risa, más amarga que divertida.
—No maldije a nadie —corrigió—. Hace siglos firmé un acuerdo: cada cien años nacería un niño portador de mi magia. A cambio, salvaría a quien me pidiera ayuda. Fue un pacto, no una maldición. Y ahora esa promesa se cumple contigo.
Drayce sintió que las palabras caían sobre él como piedras que no sabía si debía esquivar. Un pacto. Una promesa. ¿Significaba eso que su destino no era únicamente sufrimiento, sino también elección?
—Entonces… ¿qué quiere usted de mí? —preguntó, con la voz apenas firme.
—Que entiendas que el poder que corre en tu sangre no es sólo una carga —dijo Serina—. Es una llave. Una llave que puede abrir salvación… o destrucción. Puedes ignorarlo y vivir escondido, o puedes aceptarlo y decidir quién serás: salvador, tirano o algo intermedio. Pero el mundo ya ha cambiado por tu sola existencia. Zaryon, y los que la orbitan, sentirán la presencia de un nuevo príncipe… y temerán.
Un silencio denso se instaló entre ambos. Drayce recordó la mirada de Freya, la crueldad de Drarius, la muerte de Christian; recordó el abrazo tembloroso de su padre moribundo. Todo eso le pesó como un hierro en el pecho.
—¿Y si no quiero elegir? —susurró, derrotado—. ¿Si sólo quiero desaparecer?
Serina se inclinó ligeramente, con una gravedad que no era amenaza sino advertencia.
—Elegirás. Todos elegimos, aunque sea por omisión. Y cuando otros lo sepan, te temerán por lo que podrías llegar a ser. Ahora debes aprender a controlar eso que despertaste. No puedo hacerlo por ti. Pero puedo mostrarte el camino.
La cueva pareció latir alrededor de sus palabras: ecos antiguos que hablaban de bestias, juramentos y fuego. Drayce se apoyó en la silla, intentando ordenar su mente.
—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó al fin.
—No mucho —respondió Serina—. El Imperio de Zaryon ya se acerca y sus piezas están en la mesa. Y cuando la fuerza de un imperio se entera de una posible amenaza, no tarda en reaccionar. Temen al nuevo príncipe, sí… y pronto querrán ir en tu contra.
Drayce cerró los ojos. A lo lejos, como un rumor, imaginó la ciudad que lo había visto nacer: pasillos que olían a traición, voces que cuchicheaban sin descanso. Afuera, el mundo continuaba ajeno, pero dentro de su sangre algo ardía con insistencia.
—Entonces enséñame —murmuró—. Si he de elegir, que sea sabiendo.
Serina sonrió por primera vez sin esconder nada.
—Muy bien. Pero debes estar dispuesto a pagar el precio.
Aceptaba el precio sin saber cuál era, porque aún no estaba seguro de que camino tomar, destruir el imperio y aquellos que lo maltrataron, o huir para siempre.
Una vez huyó y no logro escapar de la muerte.
No, está vez debía de tomar una decisión diferente, debía salvar a su padre, a su abuela y a Christian sin importar que, estaba dispuesto a todo, aun si debía entregar la vida por ellos.
{Buena decisión Omega} dijo una voz tan aterradora y tan cálida que no tuvo miedo.
{Mi nombre es Krovar, y soy el hijo de Serina, soy quien te ayudará a tus planes, una cosa importante si traicionas a tu sangre, el fuego te consumirá, ese es el precio a pagar}.
Fue cuando sintió un ardor en el hombro, bajo su camisa un poco y vio como la marca se hacía más fuerte.
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