Punto de vista de Laura
Este era otro de esos días en los que la esperanza de ser madre se escurría entre mis dedos, una y otra vez, como arena. El cielo parecía conspirar, tejiendo una telaraña de desilusiones a mi alrededor. El test de embarazo en la palma de mi mano era la enésima bofetada, un pedazo de plástico blanco que me recordaba la cruda realidad: el sueño se me negaba una y otra vez.
La voz suave de mi madre irrumpió en el silencio, un eco de calidez en la fría cocina. —¿Estás bien, hija?
No pude mentir. Ni siquiera lo intenté. Mi mirada encontró la suya, y en ese cruce de ojos, el silencio lo dijo todo. Sabía que no necesitaba más palabras. Ella se acercó y me envolvió en un abrazo, el único refugio seguro. Nadie más que ella conocía la agonía de ese dolor que me perforaba el alma mes tras mes.
—No desesperes, hija. Recuerda que siempre me tienes a mí para apoyarte. Si es tu destino, un hijo llegará. Pero si no lo es, ese no sería el final del mundo.
Ella solo quería consolarme, pero el eco de sus palabras resonaba contra un muro de miedo. No podía concebir la vida sin un hijo del hombre que amaba. Y como si no fuera suficiente mi propio dolor, la familia de Felipe me asfixiaba con su presión, esperando al "futuro heredero de los Núñez". El estrés me estaba desmoronando, carcomiéndome por dentro. Mi cabello se caía a puñados, las ojeras eran un mapa oscuro de mis noches en vela y el sueño, un fantasma que me eludía. Sabía que me estaba destruyendo, pero no podía parar.
Felipe llegó a la hora del almuerzo, puntual, como siempre. Sus ojos cayeron sobre el test en mi mano y su rostro se iluminó con una luz tan pura que me sentí todavía más miserable.
—¿Estás embarazada? —Su voz temblaba de emoción, y cada sílaba me partía el corazón en astillas.
Bajé la mirada, sin aliento, aterrada por la reacción que se avecinaba. —Lo siento… Sigue dando negativo.
Vi la luz de sus ojos apagarse, poco a poco, hasta que su rostro se convirtió en una máscara de decepción. —Otro día será… Voy a lavarme las manos.
Esta vez, no hubo abrazo, no hubo palabras de consuelo. Solo una indiferencia helada. El pánico se apoderó de mí y las lágrimas, que había contenido por tanto tiempo, brotaron sin control.
Las palabras de mi madre flotaron en el aire, como una plegaria al viento: —No llores, mi amor, todo pasa por algo… aún les queda la opción de adoptar un pequeño sin hogar. —Entonces Felipe se giró, y lo que vi en sus ojos fue algo que nunca imaginé.
—Eso no va a pasar. No pienso adoptar un hijo de quién sabe qué tipo de gente. Y tú, Laura, deja de llorar, que con eso no se soluciona nada.
Sus palabras fueron un golpe más duro que cualquier prueba negativa. Felipe se marchó de la cocina sin siquiera mirarme, dejando un silencio ensordecedor que mi madre se apresuró a romper.
—No le hagas caso, hija. Está nervioso, la presión también lo afecta.
Pero mi corazón sabía que eso no era verdad. El miedo que sentía no era por el embarazo, era por la indiferencia de Felipe. Esa mirada fría, esa forma de voltearse y darme la espalda, como si mi dolor fuera una molestia. Ya no era el hombre que secaba mis lágrimas, el que me abrazaba hasta que la pena se disolvía. Era un extraño que me culpaba en silencio por una situación que no podía controlar.
Mi madre me sirvió el almuerzo y me sentó a la mesa. La comida se veía apetitosa, pero sentía que un nudo me impedía tragar. Mi madre me hablaba, pero sus palabras eran como murmullos lejanos. Mi mente solo repetía una y otra vez la reacción de Felipe.
"¿Qué pasaría si realmente no puedo tener hijos?" La pregunta, que antes me aterraba, ahora venía acompañada de un miedo nuevo: "si no puedo darle un hijo, ¿él me dejará de amar?".
La abuela de Felipe me llamó esa tarde. Su voz, generalmente dulce, sonaba como un látigo.
—Hija, ¿qué está pasando? Me enteré de lo que dijo Felipe, ¿por qué está tan molesto?
—Abuela, disculpe, pero no es nada…
—No mientas, Laura. La familia Núñez necesita un heredero. Si tú no puedes darle un hijo, ¿has pensado en un vientre de alquiler?, es una opción.
Mi madre, que escuchaba desde el pasillo, me arrebató el teléfono de la mano.
—Con el debido respeto, señora, ese no es tema suyo, ni de nadie más que no sean ellos. Si va a presionar a mi hija, mejor la dejo con el teléfono colgado.
Colgó sin esperar una respuesta. Mi madre me miró, con los ojos llenos de lágrimas, y me abrazó.
—No voy a permitir que nadie te falte al respeto. Eres una mujer fuerte y valiosa, con o sin un hijo. No te dejes pisotear, ni por la familia de Felipe, ni por él.
Sus palabras eran un bálsamo, pero sabía que la verdad estaba ahí, en el aire, como una sombra que nos seguía a todas partes. Yo quería ser madre, pero a un costo que me estaba destruyendo. Y si el precio era la indiferencia de mi esposo y la humillación de su familia, no estaba segura de poder pagarlo.
Punto de vista de Laura
La noche había caído, y con ella, un silencio que se me anudaba en la garganta. No había noticias de Felipe. Desde su explosión en el almuerzo, no había vuelto a llamar, ni un solo mensaje, nada. Los minutos se estiraban en horas de angustia, cada sonido era una falsa alarma. Intenté llamarlo, una y otra vez, pero solo encontraba el eco vacío de su buzón de voz, una voz grabada que sonaba cruelmente ajena a mi desesperación. La casa, antes un hogar lleno de promesas, se había convertido en una prisión helada, un mausoleo a la espera de un muerto.
Los primeros rayos del sol se colaron por la ventana, y con ellos, apareció Felipe. Entró en silencio, pero sus ojos hablaban por él: ira, decepción y un desprecio frío y desconocido. Había algo más, algo que mi corazón se negaba a reconocer.
—¿Qué haces despierta tan temprano? —preguntó, su voz plana, sin el menor rastro de preocupación. Ni siquiera se dignó a mirarme.
—No llegaste a dormir... Es la primera vez —susurré, y la voz me salió rota, despojada de toda fuerza.
Él no respondió. Simplemente caminó hacia el armario, sacó un traje, y se encerró en el baño. No había necesidad de palabras. El silencio lo dijo todo. Este era el final. Mi corazón, un tambor desbocado en mi pecho, me lo gritaba con cada latido.
Las lágrimas brotaron sin control, un torrente salado que quemaba mis mejillas. "No dejes que nadie te humille", las palabras de mi madre resonaban en mi mente, un faro de dignidad en medio de mi naufragio. Me levanté del sofá, temblando, y me arrastré hacia el espejo.
Lo que vi no era la mujer que fui. La que se arreglaba con cuidado, la que vestía para él, fresca y radiante. Frente a mí había un fantasma: una mujer marchita, con ojos hinchados de tanto llorar, con la piel sin brillo y el alma vacía. Era un reflejo de mi derrota.
Felipe salió del baño, impecable, como si la noche no hubiera existido. Sus ojos me escanearon con una frialdad que me partió en dos. Tomó su ropa del armario y, sin dirigirme una sola palabra, se vistió para enfrentar el mundo. El desprecio era tan palpable que sentí que me ahogaba.
—¿Te quieres divorciar? —Mi voz se quebró a la mitad de la frase, pero la valentía de la pregunta me mantuvo de pie.
—Sí. Me quiero divorciar. Esto ya no tiene sentido —respondió, y cada una de sus palabras fue un cuchillo que se hundía en lo más profundo de mi alma.
Cada sonido que salía de mi boca era un dolor punzante. Cinco años de mi vida, de mi cuerpo, de mi alma entregados a él. ¿Y así terminaba? Sin una explicación, sin una mirada a los ojos. Se marchaba, dejándome convertida en nada.
—Ok. Entonces empieza con los trámites —dije, luchando para mantener mi voz firme, para que no notara el temblor en mi interior.
En cuanto la puerta de la habitación se cerró, me derrumbé. El peso del dolor que había retenido me aplastó. Quería gritarle, reclamarle, romper algo. Pero no podía. Fui educada para ser fuerte en la debilidad, para no mostrar mis heridas, para no ser vista como una mujer débil.
Busqué una maleta, guardé lo indispensable. No quería llevarme nada de lo que me había regalado, ni un solo recuerdo de los días felices que ahora me parecían una mentira. Salí de aquella casa inmensa, un lugar que había imaginado como el hogar de nuestros hijos, mi nido de amor. Ahora era solo un cascarón vacío. Y yo, un recipiente sin valor, sin nada que ofrecer.
No podía ir a casa de mis padres. El fracaso pesaba demasiado. Sería una vergüenza para mi padre, una mancha que él nunca me perdonaría. Vagando por la ciudad, arrastrando mi maleta, solo el silencio me hacía compañía. Con el poco dinero que tenía, me refugié en un hotel de mala muerte, un lugar anónimo donde nadie me buscaría. Por ahora, eso era lo que necesitaba.
Una vez sola en aquella habitación sórdida, me permití colapsar. Las lágrimas volvieron a brotar, calientes y amargas. Quería que el dolor se disolviera, que mi vida entera desapareciera. Pero justo cuando la oscuridad empezaba a envolverme, un mensaje en mi móvil me devolvió a la realidad. Era de Felipe. Por un segundo, un rayo de esperanza absurda se encendió en mi pecho, solo para ser aplastado por el mensaje: "Los papeles del divorcio están listos, ve mañana al despacho del abogado para que firmes".
¿Tanto le urgía separarse de mí? La pregunta me taladró la mente. Una sonrisa amarga se dibujó en mi rostro. Sin pensarlo dos veces, le respondí con un simple "ok". Apagué el teléfono y me desplomé sobre la cama incómoda. No volvería a derramar una lágrima por alguien que solo me había visto como una incubadora, un recipiente que ahora le había salido "defectuoso". El cansancio me venció, un vacío que me arrastró al sueño.
Los primeros rayos del sol me golpearon el rostro. Al abrir los ojos y ver aquel lugar miserable, supe que todo era real. No había sido una pesadilla. El dolor era tangible, pero algo en mí se había endurecido. Me levanté decidida a enfrentar el día.
Con manos firmes, me vestí de manera impecable. El maquillaje cubrió mis ojeras, mi rostro adquirió la máscara de la mujer perfecta. Tomé mi maleta, salí a la calle y alquilé un auto. Conduje hasta el despacho del abogado de Felipe.
Él ya estaba allí, su semblante más frío que nunca. —¿Dónde has estado? —preguntó apenas me vio, y una burla invisible se dibujó en sus labios.
Bufé. —Desde hoy, eso deja de ser asunto tuyo —dije con una frialdad que me sorprendió a mí misma.
—Tu madre está preocupada y no deja de llamar, por eso pregunto.
Mi mamá. Había pasado dos días sin hablar con ella. La culpa me atravesó, pero no me permití ceder. —Cuando firme el divorcio, hablaré con ella.
Felipe me miró, incrédulo. Seguramente esperaba un drama, una escena de súplicas. Pero eso no pasaría. No iba a perder mi dignidad. No delante de él ni de nadie más.
Entramos a la oficina del abogado. El profesionalismo de su saludo fue una bienvenida a la indiferencia legal. Nos pidió que nos sentáramos y extendió los papeles frente a mí. Tal como lo había imaginado, el acuerdo no me ofrecía ni un centavo de su fortuna. Firmé sin dudar, sin que una sola emoción traicionara mi rostro.
—¿Piensas firmar así nada más? —La intriga en sus ojos era casi palpable.
—Quiero terminar con esto de una vez. Además, el más interesado en que esto termine eres tú.
Con cada trazo de mi pluma, sentí que me quemaba por dentro. Mientras mi exterior permanecía imperturbable, las llamas del dolor consumían cada célula de mi piel. El divorcio estaba firmado, pero la herida apenas comenzaba a sangrar.
Punto de vista de Laura
Con el motor rugiendo, me lancé a la carretera. Quería huir de ese lugar, de Felipe, de la vida que había construido y que se había desmoronado en un instante. Iba tan perdida en mi dolor que no me di cuenta de los autos negros que me seguían, sigilosos como sombras. Cuando finalmente me interceptaron, ya era demasiado tarde. Los neumáticos chirriaron y el coche se detuvo en seco. Dos hombres bajaron de uno de los autos, con armas en las manos. Un escalofrío de terror me paralizó.
Uno de ellos se acercó al coche y, con la pistola en alto, me ordenó que abriera la puerta. El miedo era un muro que no me dejaba mover ni un solo músculo. La paciencia del hombre se agotó. Con un golpe brutal, destrozó el cristal de la ventanilla. El sonido me hizo gritar. Me sacó del coche a empujones mientras yo pataleaba y suplicaba por ayuda. Pero el lugar era desierto. Si alguien hubiera visto la escena, no se habría atrevido a intervenir.
—¡Suélteme! ¡No tengo dinero! —grité con la voz rota.
—Tranquila, muñequita, que no queremos dinero —respondió el hombre, y el tono de su voz me heló la sangre. El miedo se intensificó al pensar en lo peor. Me amordazaron, ataron mis manos y cubrieron mi cabeza con una bolsa de tela. Me obligaron a subir a uno de los autos. El sonido de la ciudad se desvaneció, y supe que me estaban llevando a un lugar muy lejos.
En la oscuridad de la bolsa, solo podía escuchar el rugido del motor. Suplicaba por mi vida en silencio. El coche se detuvo y mi corazón se detuvo con él. Creía que era el final. Pensé en mi madre, la única persona que me amaba incondicionalmente. No había vivido, no había sido feliz de verdad, y en ese momento lo entendí. Mi vida con Felipe había sido una farsa, una burbuja de felicidad que solo existió en mi cabeza.
Lamenté no haber alzado la voz, no haber hecho valer mi lugar. Ahora era demasiado tarde. Estos hombres me habían secuestrado, y sentía que mi patética vida estaba a punto de terminar.
La puerta del auto se abrió. Uno de los hombres me ordenó que bajara, pero el terror me había dejado sin fuerzas. Me obligó a salir con un empujón tan violento que sentí que mis huesos se iban a romper.
—Trata bien a la invitada del señor. No podemos lastimarla —dijo uno de los hombres, regañando al que me había sacado del auto.
—Ojalá el jefe nos deje jugar un rato con su invitada. No está nada mal —respondió el hombre con un tono de voz que me hizo temblar de terror.
—Sabes que aquí no se trabaja así. El jefe no lo permite.
—Sería una lástima que solo la haya traído para pasarla al otro mundo.
Las palabras flotaban en el aire, y mi corazón se encogió. No había salida. Este era mi fin.
Me condujeron por un sendero de piedras, escalones, pero todo se veía de lujo. Me di cuenta de que era de día por el calor del sol que me golpeaba en la piel. Entramos en una casa. El peculiar olor a madera recién pulida y la inmensidad del lugar me sorprendieron.
—Así que esta es la conejita —dijo una voz grave que no era la de ninguno de mis captores. Había algo en su voz que me hizo erizar la piel. —No cabe duda que Felipe es un imbécil, pero tiene buen gusto.
Escuchar su nombre me hizo retroceder. "¿Qué demonios está pasando aquí?", pensé.
—Es una mujer muy hermosa, jefe... y peligrosa —dijo el hombre que me había sacado del coche. Seguramente se refería al puñetazo que le di.
—¿Eso te lo hizo ella? —preguntó el jefe con diversión en la voz. —Quítenle la bolsa y déjenme ver a esta hermosura.
La bolsa fue retirada, y la luz me cegó. Bajé la mirada hasta que mis ojos se acostumbraron a la claridad. Dirigí mi mirada hacia las ventanas de suelo a techo, un lujo que nunca había visto. La casa de Felipe era grande, pero este lugar era otra cosa.
Entonces, mi mirada se detuvo en el hombre frente a mí. Sus ojos oscuros me atravesaron como dagas. Su mirada era tan penetrante que me perdí en ella. Era alto, fornido, con un rostro cincelado por los dioses y un cabello negro perfectamente peinado. Un tatuaje apenas visible se asomaba por su cuello y bajaba por su brazo.
—¿Te gusta lo que ves? —Su voz sarcástica me devolvió a la realidad.
No pude responder. El hombre se acercó, y un perfume exquisito invadió mis sentidos. Sus manos rozaron mi cuello mientras me quitaba la mordaza. —Si no puedes defenderte, no me sirves —susurró en mi oído, y una corriente eléctrica me recorrió el cuerpo.
—¿Qué quiere de mí?, — pregunté tratando de mantener la firmeza en la voz.
—De ti nada, pero si de tu esposo. Serás la carnada que necesito para atraerlo a mi terreno.
Una risa irónica salió de mí, —siento decepcionarlo, pero no soy la esposa de ese cretino, — respondí aún manteniendo la burla en mi cara.
—No mientas conejita, ustedes han estado casados por cinco años, es imposible que sé la noche a la mañana estén divorciados.
—Busca en mi cartera, si es que la trajeron tus inútiles lacayos y verifique lo que estoy diciendo.
El hombre miró a uno de los hombres que estaba en la sala. — La cartera de la señora— ordenó, su voz grave me hizo estremecer.
—Aquí la tiene jefe.
El tipo busco entre mis pertenencias encontrando el papel que acababa de firmar.
—Como le dije, está mañana antes de que sus inútiles me secuestraron firme el divorcio. Así que ya no le soy de utilidad.
Los ojos del sujeto se inyectaron de sangre, su mirada se volvió aún más peligrosa.
—Son unos inútiles, ya esa mujer no me sirve de nada. — grito furioso. — Borra esa sonrisa de tu rostro, porque ya que no me sirves tendré que deshacerme de ti.
Un frío helado atravesó mi columna vertebral, por mi estupidez había cavado mi propia tumba, ahora ya no tenía escapatoria.
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