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Un Secreto Entre Nosotros

Capitulo 1.

El sonido agudo de la alarma me arranca de golpe del sueño. Apenas alzo la cabeza y, con los ojos entrecerrados, miro el teléfono: 5:50 a. m.

El cansancio me pesa en cada músculo. Debería levantarme, ducharme y comenzar el día, pero lo único que deseo es hundirme de nuevo en la suavidad tibia de mi cama.

Sin fuerzas, arrastro mi cuerpo hasta la ducha. El agua cae sobre mí como un despertar forzado, borrando lentamente los rastros de la noche anterior, las huellas que Kylian dejó en mi piel.

Kylian es mi compañero de vida. Aún no estamos casados, pero compartimos algo mucho más profundo: dos hijos hermosos, Jack y Max —Jackson y Maxwell—, de diez y tres años.

Hace once años que caminamos juntos. Él tiene cuarenta y tres: un hombre de estatura promedio, ojos del color del cielo y cabello claro que comienza a mostrar hilos de plata. Su porte es sencillo, pero su corazón es inmenso, lleno de sueños que todavía buscan su lugar en el mundo.

Me llamo Penélope. Tengo 33 años. Después de dos hijos mi cuerpo conserva curvas que aprendí a aceptar frente al espejo. Ni muy alta ni muy baja, ojos cafés, una mujer común, o al menos eso creo.

Nuestra vida también parece común: trabajos estables, horarios de oficina, ingresos suficientes para vivir bien. Kylian tiene un puesto importante en una empresa reconocida, y yo soy administrativa en la misma. Nada extraordinario, pero lo nuestro tiene el peso de lo cotidiano, esa calma que a veces abruma y a veces sostiene.

Salgo del baño casi lista; solo me faltan la blusa y los zapatos. Camino hacia la habitación de mi hijo mayor y comienza la primera batalla del día: despertarlo para ir al colegio. Tras varios intentos, consigo que se mueva y bajo a poner la cafetera, el pan en la tostadora, el aire de la cocina llenándose del olor a café recién hecho.

Subo otra vez, verifico que Jack esté levantado y me cruzo con Kylian, que acaba de salir de la ducha. Me besa en los labios húmedos y me desea los buenos días. Su gesto me arranca una pequeña sonrisa antes de seguir con lo mío: buscar la blusa, los tacones, peinarme, maquillarme. Casi estoy lista.

Mientras tanto, él termina de preparar el desayuno. Yo despierto a mi pequeño, le cambio el pañal y bajamos juntos. En la escalera nos encontramos con Jack, aún somnoliento; beso su frente y descendemos los tres.

Kylian acomoda al bebé en su silla, mientras Jack se sirve la leche y el cereal. La casa comienza a llenarse de voces, de ruidos, de esa vida que parece tan sencilla y, sin embargo, contiene todo lo que soy.

El café apenas alcanza a pasar por nuestras gargantas; lo bebemos a las corridas, entre el apuro y la rutina. Mientras tanto, preparo los snacks que los niños llevarán a la escuela, lleno sus termos, los nuestros, y como una familia caótica salimos al auto. Primero dejamos a Jack. Lo miramos hasta que atraviesa la puerta del colegio, y luego seguimos camino.

Toca el turno de Max. Siempre es una batalla convencerlo de quedarse en la guardería. Sus manitos se aferran a mí como si yo fuera su único mundo, y de algún modo lo soy. No se acostumbra todavía, pero no tenemos otra opción desde que la madre de Kylian ya no puede cuidarlos: la enfermedad de mi suegro la ha consumido por completo.

Cuando vuelvo a subir al auto, el pecho me duele de culpa. Me siento la peor madre del mundo, abandonando a mi pequeño en un sitio extraño, rodeado de rostros que aún no sabe reconocer.

—En cuanto podamos, abrirás tu propio negocio y así podrás estar todo el tiempo con los niños —dice Kylian, intentando darme aliento.

—Lo sé —suspiro—. Solo espero saldar esas deudas lo más rápido posible.

Las deudas… La herencia maldita de mi padre. Él era un adicto al juego, un hombre que le debía dinero hasta a las piedras. Lo encontraron muerto en circunstancias turbias, en el departamento que le arrendábamos. No había pasado mucho cuando un grupo de hombres armados irrumpió en nuestra casa una noche, reclamando el pago de sus cuentas. Doscientos mil dólares. La cifra aún retumba en mi memoria. Aquella noche nos arrancaron la paz, y yo… yo tuve que reunir valor y acepté aquel trato con esos hombres, un pacto oscuro que me dio la ilusión de poder pagar en plazos lo impagable. La verdad es otra: vivimos solo del sueldo de Kylian, porque cada peso que gano se esfuma en los bolsillos insaciables de esos usureros.

—Falta poco, y lo sabes —me recuerda Kylian, con una firmeza que no termina de convencerme.

—Sí —murmuro, más para cortar la conversación que por certeza.

Él cambia de tema con una naturalidad que me desarma:

—¿Sabes quién cumple años el viernes?

«El amor de mi vida», susurra mi conciencia antes de que pueda detenerla.

—No —respondo tajante, con un nudo en la garganta.

—Es el cumpleaños de Eric.

—Lo había olvidado —miento, fingiendo indiferencia. Pero en mi interior lo repito una y otra vez: nunca lo olvido. Está ahí, latiendo en mi memoria, como una herida que se niega a cerrar.

Capitulo 2.

Un tiempo atrás…

El frío era un enemigo invisible que se colaba por cada rendija de mi abrigo. Mis dedos, entumecidos, apenas podían sujetar los volantes que repartía en pleno microcentro. La ciudad, a esa hora, era un mar de abrigos oscuros, pasos apresurados y rostros indiferentes. Yo extendía el papel y forzaba una sonrisa, pero nadie se detenía a mirarme.

Caminaba de un lado a otro, moviéndome para entrar en calor, pero la fatiga me pesaba como si llevara piedras atadas a los tobillos. El señor Choo no me pagaría hasta terminar, y eso me obligaba a insistir, aunque cada rechazo fuera una aguja clavándose en mi orgullo.

Al final, me rendí. Me apoyé contra la pared húmeda de un edificio y me deslicé hacia el suelo. El asfalto helado me recibió sin piedad. Un par de lágrimas se escaparon, tibias en contraste con el viento gélido.

Mi cabeza era un torbellino: la renta vencida, mi padre exigiendo dinero como si aún tuviera derecho a hacerlo, las pertenencias de mi madre malvendidas para sostener sus vicios. A duras penas había terminado la carrera administrativa, pero la presión constante me cerraba todas las puertas. ¿Qué sentido tenía seguir así? ¿Qué gracia tenía vivir si todo era miseria?

Y entonces, lo vi.

Un par de zapatos relucientes se detuvo frente a mí. Al alzar la vista, me encontré con unos ojos brillantes, una sonrisa cálida, un traje oscuro que parecía ajeno a la crudeza de la calle. Me puse de pie de golpe, como si la dignidad me empujara a no dejarme ver derrotada.

—Hola. ¿Estás bien? —me dijo con voz firme, pero amable.

Me quedé paralizada unos segundos.

—S-sí… estoy bien —mentí, trabándome como nunca.

Él ladeó la cabeza, incrédulo.

—No lo pareces.

—Solo un poco cansada —respondí, encogiéndome de hombros.

—No quiero incomodarte, pero llevo un rato observándote. Tu nariz y tus mejillas están tan rojas que temo que acabes en el hospital por hipotermia.

Sentí la vergüenza calentarme un poco la piel. Era verdad. Me estaba congelando.

—Soy Kylian Hunt. Trabajo a unas calles de aquí —dijo mientras extendía una tarjeta—. Me gustaría invitarte a un café.

Lo miré, dudando.

—Me encantaría, pero no puedo. Estoy trabajando y el señor Choo…

—El señor Choo puede venir a repartir sus propios volantes. Ven conmigo.

Quizá debí decir que no. Quizá la prudencia debería haberme frenado. Pero cuando su mano rozó la mía, un escalofrío me recorrió la espalda y, por primera vez en mucho tiempo, sentí calma. Su sonrisa parecía un refugio.

Lo seguí.

Cruzamos unas calles hasta el restaurante del señor Choo. Kylian entregó los volantes con firmeza y, sin rodeos, anunció que ya no trabajaría más para él. Después me guió hacia un Starbucks. El calor del lugar me abrazó de inmediato. Pidió cappuccino y cookies, y yo apenas podía creerlo: alguien estaba cuidando de mí.

El aroma del café recién hecho me devolvió fuerzas. Cuando la taza tocó mis labios, sentí que el alma regresaba a mi cuerpo. Permanecimos en silencio unos minutos, pero no era incómodo; al contrario, me descubría observando su sonrisa, que siempre estaba ahí, como si nada en el mundo pudiera oscurecerla.

—Hace días que te observo —confesó al fin—. No es solo tu esfuerzo lo que me llamó la atención, sino tu empeño. No te rindes fácilmente.

—¿A qué se refiere? —pregunté, sin entender.

—Todavía no sé tu nombre.

¡Qué vergüenza! Estaba compartiendo una mesa con un extraño, y ni siquiera me había presentado.

—Penélope. Penélope DeLuca.

Él tomó mi mano con naturalidad.

—Un gusto, Penélope. Como sabes, soy Kylian Hunt. Dirijo un equipo de asesores comerciales y quiero que formes parte de él.

—¿Yo? Pero no tengo experiencia.

—Eso no importa. Lo que tienes no se enseña: hambre de triunfo, capacidad de insistir. Eso es lo que busco.

Lo miré incrédula. Todo sonaba demasiado bueno para ser verdad.

—No tienes que decidir ahora —dijo, dejando la tarjeta sobre la mesa—. Ahí están mis números, y la dirección de la oficina. Piénsalo.

Se levantó, besó el dorso de mi mano con un gesto caballeroso y se marchó.

Me quedé allí, con el corazón latiendo como nunca antes. Era imposible que un desconocido hubiera visto algo en mí, y sin embargo… lo había hecho.

Acepté, eventualmente.

Los primeros meses en la constructora fueron un aprendizaje constante. Entre nervios y dudas, me sorprendí descubriendo un Kylian distinto: no solo un jefe, sino un mentor. Responsable, respetuoso, atento.

Me ayudó en momentos en los que la vida me empujó al borde. Cuando me desalojaron y descubrí que mi padre había vendido lo poco que me quedaba, fue Kylian quien me abrió las puertas de su casa. Allí encontré un refugio. No me pidió nada a cambio, solo que me sintiera segura.

Yo, en agradecimiento, me ocupaba de los detalles: la limpieza, el orden, las comidas. Al principio me sentía una extraña invadiendo su espacio, pero poco a poco fui dejando mis huellas: una taza preferida en la alacena, una bufanda olvidada en el perchero, mi risa llenando de calor las habitaciones.

Con el tiempo, la rutina se volvió tan natural que parecía un matrimonio sin papeles. Desayunábamos juntos, corríamos al trabajo compartiendo el auto, discutíamos sobre series por las noches. A veces, mientras él leía en el sillón con las gafas a medio caer, yo lo observaba en silencio y me sorprendía sonriendo.

El cariño creció sin pedir permiso. Cada gesto suyo —servirme café antes de que lo pidiera, cubrirme con una manta cuando me quedaba dormida, escucharme sin juzgar— me hundía más en un sentimiento que ya no podía ocultar.

Me había enamorado perdidamente de Kylian Hunt.

Capitulo 3. Entre el amor y la tensión.

Me di cuenta de que me había enamorado de él cuando la rutina comenzó a girar en torno a su nombre. Si no sabía cómo estaba, si ya había comido, o si acaso me necesitaba para algo, sentía un vacío en el pecho. Lo pensaba incluso en los silencios, y me descubrí anhelando que él, de alguna forma, también pensara en mí.

Nuestros horarios no coincidían por las tardes. Yo salía más temprano y me quedaba en casa, arreglando lo que hiciera falta. Siempre encontraba un pretexto para ponerme bonita, como si cada blusa o cada trazo de lápiz labial fuese un pequeño hechizo para lograr que me mirara distinto, como si se diera vuelta y, al hacerlo, descubriera que yo estaba hecha para él. Me sentía como una niña inexperta, porque lo era.

Cuando no llegaba en las noches, o cuando lo hacía acompañado de amigos o colegas, mi corazón se encogía. Ponía la comida en el horno, esperando que al menos pudiera calentarla. Al día siguiente guardaba las sobras en tuppers, para ambos. Muchas veces comí sola, llorando en la encimera de la cocina, preguntándome si soñar con él era un pecado. ¿Se vale soñar?, me repetía. Claro que se vale… pero duele.

El día de mi cumpleaños número veintitrés, lo recibí con las valijas listas junto a la puerta. Habíamos cenado, entre risas contenidas, hasta que él notó el equipaje.

—¿Por qué te vas? —preguntó, con una tristeza que intentaba ocultar.

—He abusado demasiado de tu hospitalidad, Kylian. Te lo agradezco, pero ya no puedo seguir aquí. No es correcto. Tú tienes tu vida y yo ocupo un lugar que no me corresponde.

Él se quedó en silencio unos segundos.

—No quiero que te vayas. Me agrada tenerte aquí. Tú eres mi razón para volver.

—Entiendo… pero ¿qué pasará el día que tengas novia? ¿No crees que sería… incorrecto?

Kylian me miró fijo, con una intensidad que me dejó sin aire.

—No quiero cambiar nada de lo que tenemos.

—¿Qué intentas decir? —pregunté, temblando.

—Que te amo, Penélope. Amo volver a casa y sentir que huele a hogar. Amo que me esperes, tan hermosa, como siempre. Amo despertarme y escucharte cantar. Amo mirarte en el sillón, leyendo, o trabajando en el estudio. Amo todo de ti. Quédate.

Me quedé paralizada. Sus lágrimas cayeron primero que las mías, y en ese instante entendí: me amaba. No era un espejismo, ni una ilusión. Era real. Yo también lo amaba desde aquel día en que me rescató del frío, desde que me tomó de la mano y me aseguró que todo estaría bien.

No supe hablar, pero asentí entre sollozos.

Él se acercó y me besó. Mi inexperiencia me traicionó, y se dio cuenta al instante. Sonrió con ternura, como quien descubre un secreto precioso. Me enseñó a besar, a tocar y a dejarme tocar, con paciencia infinita. Me sostuvo en sus brazos, y por primera vez en tres años dormimos juntos. La madrugada me alcanzó entre caricias y un susurro: te amo, feliz cumpleaños.

Los años siguientes fueron un sueño del que no quería despertar. Me presentaba como su novia, sus padres me acogieron como a una hija y, cuando anunciamos que serían abuelos, lloraron de felicidad. Esa noche concebimos a Jackson, nuestro pequeño Jack, el sol que iluminó nuestra vida.

Todo parecía perfecto. O al menos, así lo veía yo con ojos acostumbrados a la soledad.

Hasta que apareció Eric Farrell.

Lo conocí en el segundo cumpleaños de Jack, celebrado en casa de los padres de Kylian. La alegría llenaba cada rincón hasta que un grito emocionado anunció su llegada. Kylian lo abrazó con un fervor que pocas veces le había visto. Rieron, saltaron, lloraron como dos niños que vuelven a encontrarse.

—¿Quién es? —pregunté a María, mi suegra.

—Eric. El amigo de toda la vida de Kylian. Se fue a mochilear por el mundo, y volvió hoy.

Lo recordaba apenas de alguna videollamada lejana, pero en persona… era otra cosa.

Cuando lo presentaron, me estrechó entre sus brazos con una naturalidad que me desarmó. Me levantó del suelo como si no pesara nada, y mi primera reacción fue el miedo. La segunda, el perfume que me envolvió como un embrujo.

A partir de ese instante, algo cambió en mí. No pude tratarlo como a un simple amigo de mi pareja. Cada vez que estaba cerca, una oleada de pensamientos prohibidos me invadía.

Pronto comenzó a trabajar en la misma empresa que nosotros. Para colmo, Kylian me encargó guiarlo, enseñarle lo básico, practicar con él. Una tortura deliciosa. Sentir su voz tan cerca, sus manos rozando papeles que también eran míos… me confundía.

Descubrí que lo que deseaba de Eric no era amor, sino un fuego distinto, carnal, terrenal. Con Kylian tenía mi hogar, mi cuento de hadas. Con Eric, solo anhelaba perderme en el deseo.

Y entonces la pregunta se instaló en mi mente, implacable:

¿Se puede amar a dos personas al mismo tiempo?

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