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Vidas Paralelas

En la Superficie

PARTE UNO

Austin

Siempre he creído que la vida es como un escenario en el que cada uno de nosotros desempeña un papel crucial. En mi caso, soy Austin Pierce,  médico cirujano en un prestigioso hospital de Nueva York, un esposo devoto y un padre cariñoso. Por fuera, mi vida es perfecta: un departamento en New York que podría ser sacado de una revista de decoración, una esposa hermosa y una hija que ilumina mis días con su risa. Pero, como todos los buenos actores, escondo una gran parte de mí detrás de la cortina.

El reloj suena a las 5:30 a.m. y, aunque podría haber ignorado esa alarma benigna, el deseo de sobresalir en todo lo que hago me empujó a salir de la cama. La luz que entraba por la ventana iluminaba suavemente el cuarto, reflejándose en el rostro de Kate mientras dormía. Ella siempre ha sido mi ancla, la razón por la que lucho cada día.

Me levanto cuidadosamente, evitando el crujido del suelo que, en muchas ocasiones, nos ha despertado. Mi primer ritual del día tenía lugar en el gimnasio que se encontraba a una cuadra de nuestro hogar.

—¿Austin? ¿Te vas ya? —me preguntó Kate en un murmullo, con los ojos entreabiertos.

—Solo un poco de ejercicio antes del trabajo, amor —respondí mientras me vestía con mi atuendo de gimnasia. Sabía que debía dejar el tema de mi entrenamiento breve, ya que en el fondo, a Kate le preocupaba que pasara demasiado tiempo fuera de casa. Su amor es tan fuerte como su necesidad de proteger a nuestra familia de lo que no es visible.

Empecé a correr en la cinta, dejando que mi mente se despejara con cada paso. El sudor empezaba a cubrir mi frente y la adrenalina se disparaba. La vida como médico no es fácil; las largas horas, las decisiones críticas, pero el gimnasio se convirtió en mi refugio. Escuchaba el eco de los distintos ejercicios que hacían otros a mi alrededor, pero en mi mente, solo existía el sonido de mi propio corazón latiendo fuerte.

Cuando hubo pasado una hora, volví a casa. La luz del sol ya iluminaba todo y el aroma del café recién hecho me envolvió. Sofi estaba sentada en la mesa, jugando con sus muñecas.

—¡Papá! —gritó con una risa contagiosa. La vida que tenía con Kate y Sofi era lo que siempre anhelé. Ella sabía cómo alegrar hasta el más oscuro de los días con una simple sonrisa.

—¿Listo para otro día de aventuras, pequeña? —le pregunté, inclinándome para darle un abrazo fuerte.

—¡Sí! Hoy vamos a hacer manualidades, y voy a hacerte una tarjeta de superhéroe. Eres mi superhéroe, papá —declaró, sus ojos llenos de admiración.

Mis emociones se entrelazaron en la magia de esos momentos. Sabía que era un buen padre y un buen esposo, y eso me explotaba de orgullo, pero también despertaba mi otra vida, esa que trataba de mantener oculta. Aunque, en el fondo, sabía que cada vez que mi teléfono vibraba con un mensaje, una parte de mí se sentía atraída hacia ese lado oscuro.

—Qué genial, Sofi. No puedo esperar a verla —respondí, intentando bloquear esos pensamientos oscuros mientras me dirigía a la cocina para tomar el café.

—¡Kate, cariño! ¿Quieres algo antes de que salga? —le grité, y ella salió con una taza para mí y una sonrisa deslumbrante.

—Solo desearía que tuvieras un poco más de tiempo. A veces siento que trabajas demasiado —dijo con un deje de preocupación en su voz.

—Sabes qué es lo que tengo que hacer. Quiero asegurar un futuro brillante para nosotras. Además, el hospital me necesita —contesté, sintiendo un ligero peso sobre mis hombros. Pero en ese instante, el deseo de dirigirme al trabajo y el deseo de quedarme en casa se peleaban en mi interior.

Ya vestido con un traje oscuro que resaltaba mi figura atlética, me miré en el espejo. Un rostro bien cuidado, una barba perfectamente recortada, y los tatuajes ocultos bajo la tela. Era todo lo que quería ser: el esposo perfecto, el médico admirado. Todo en mí estaba diseñado para dar la impresión de una vida sin defectos.

—¡Austin, no olvides que Sofi tiene su presentación de ballet esta tarde! —recordó Kate, como si quisiera asegurar que no me distrajera más de la cuenta.

—Sí, claro, lo prometo. Estaré allí a tiempo —le aseguré, y me incliné para besar su frente. Un gesto cotidiano, pero lleno de amor.

La vida en el hospital era frenética. Mi teléfono no paraba de sonar y los pacientes llegaban, uno tras otro. Me concentraba en cada caso, tratando de no perder de vista esos momentos que realmente importaban. Pero la adrenalina de la cirugía no solo venía del paciente en la mesa; en algunos rincones de mi mente, había otra emoción en juego.

—Dr. Pierce, necesitamos que revise a este paciente en la cama 5 —me informó Laura, una enfermera que solía darme esas miradas que desencadenaban un vacío en mi interior, el eco de un deseo insaciable.

—Claro, Laura, en un minuto —respondí, pero ya pensaba en lo que haría después. Cada interacción con ella era un juego peligroso, un tira y afloja que constantemente me empujaba al límite.

Finalmente, cuando el turno concluyó y me dirigí a casa, el peso en mi pecho creció. “Debo hacerlo, debo llegar a casa ahora”, pensé, repitiéndolo como un mantra. Al entrar a nuestro hogar, la risa de Sofi resonaba en mis oídos, y ese rasgo infinito de amor que Kate me brindaba se reflejó en su mirada.

—Mira lo que hice, papá —me dijo Sofi, sosteniendo orgullosamente su tarjeta, y por un segundo, todo lo demás se desvaneció.

“Eres increíble, Sofi. Esto será un tesoro”, respondí, abrazándola fuertemente.

—Siento mucho no haber llegado al recital, una emergencia de última hora —le digo a Kate mientras le doy un rápido beso, está asienta con la cabeza  a modo de entendimiento y no dice nada.

Al caer la noche, mientras nos sentábamos a cenar, el mundo parecía perfecto. Sabía que una parte de mí se estaba desgastando, pero mientras compartíamos risas y miradas, podía olvidar, solo un momento, la vida que acechaba detrás de la cortina. Pero sabía que, al igual que cualquier buen actor, no podría ocultar mis secretos para siempre.

A veces me pregunto cuánto tiempo más podré mantener este equilibrio, este juego de apariencias. En la superficie, todo es hermoso, pero debajo, una vorágine aguarda, tan peligrosa como seductora.

La Doble Vida

Austin

El sonido del bisturí cortando la piel se fundía con el eco de mi propia respiración, un ritmo que había llegado a conocer a la perfección. Era el latido de mi vida como cirujano, una vida que, al mismo tiempo, llevaba un trasfondo oscuro, un susurro constante de ambición desmedida. Miré por la ventana del quirófano, el paisaje borroso mientras la luz se desvanecía. Pronto tendría que volver a ser Austin, el esposo ejemplar y buen padre, pero por ahora era un hombre en la cúspide de su carrera, un escalador decidido a alcanzar la cima.

—Gran trabajo, Austin —me dijo el Dr. Johnson, mi colega y rival más cercano, mientras revisábamos el expediente del próximo paciente. Su sonrisa era una mezcla de admiración y competencia. En el fondo, sabía que ambos queríamos lo mismo: el puesto de jefe de cirugía. —Eres el mejor. Lo dicen los números.

—Gracias, pero ya sabes cómo son estas cosas. Un mal día y estás fuera —le respondí, ocultando mi verdadero deseo de apuñalarlo por la espalda. No me gustaba mostrar debilidad. La competencia en este mundo era feroz; cada uno de nosotros estaba dispuesto a todo.

Las luces del pasillo iluminaban el camino hacia la sala de descanso, donde mis transgresiones se tejían con la rutina diaria. Desde que me casé con Kate, sentí que me había encadenado a una vida que no me satisfacía. Por la noche, mientras mi esposa se acomodaba en la cama, me encontraba atrapado entre el deseo y la responsabilidad, recorriendo los pasillos del hospital, buscando una conexión que nunca parecía estar a la altura.

Las enfermeras eran un recurso fácil. Mujeres jóvenes, entusiastas en su trabajo, pero se convertían en algo más en la crepuscular sombra de nuestras vidas laborales. Con frecuencia, me encontraba susurrando palabras dulces que apenas creía. “¿Te gustaría tomar un café más tarde?”, cuestionaba, sintiendo la urgencia de despojarme de la camisa de médico, aunque para ellas fuera solo una bata blanca que se ponían y quitaban con la misma facilidad con que cambiaban de turno.

Durante una de esas tardes, encontré a Laura, una enfermera recién llegada, en un rincón poco iluminado del pasillo. Su cabello rubio brillaba bajo la luz fría. Era guapa y todavía soñaba con lo que podría ser su futuro. —¿Es verdad que tienes el ojo de un halcón? —me preguntó con una sonrisa traviesa mientras me acercaba.

—No sé de qué hablas —respondí, dejándome llevar por la atracción. Su mirada era intrigante, casi desafiante.

—Todos dicen que eres el mejor, Austin.

—Hasta que uno de nosotros lo sea —respondí en voz baja, mientras me acercaba, sabiendo que esta conversación nunca debería haber ocurrido en un lugar como este. Pero eso era lo que lo hacía emocionante. La sensación de adrenalina me poseía, incluso mientras detrás de esa sonrisa coqueta, había un vacío que no podía llenar.

A medida que nuestras pieles se rozaban, sentí el eco de la culpa, una sombra que siempre acechaba cuando me entregaba a estos placeres. Pensaba en Kate, en el cariño sincero que todavía sentía por ella, pero una voz oscura se burlaba en mi interior. “Ella nunca puede saberlo. Esto es solo un juego”. Pero en esos momentos furtivos, la necesidad de huir de mí mismo se intensificaban.

—¿Eres feliz, Austin? —me preguntó Laura una vez, buscando más que un simple coqueteo.

—¿Quién necesita felicidad cuando puedes tener éxito? —respondí con desdén mientras apretaba su mano, sintiendo la tensión del momento. Ella parecía encajar en mi mundo a la perfección, pero en el fondo, sabía que no buscaba un vínculo humano, solo era una escapatoria.

Mis encuentros se multiplicaban y la línea entre el deseo y la responsabilidad se desdibujaban. En el hospital, todos parecían adularme, pero sabía que esa fachada se sostenía por hilos delgados. Un chisme aquí, un rumor allá. Y la mente de mis colegas, incluyendo la de Johnson, se afilaba al menor indicio de debilidad.

Una noche, mientras la luna se alzaba en el horizonte, me encontré en la sala de descanso con el Dr. Yang —¿Has escuchado algo sobre los votos de silencio? —preguntó burlonamente. —A veces la inocencia es un escudo, pero en este lugar, la traición vuela bajo el radar.

Esas palabras me helaron la sangre. Sabía que corría un riesgo, pero a veces era más tentador desconectar el automático y dejar que el deseo ganara. —¿No te parece que algunos de nosotros jugamos a ser ángeles sin alas? —respondí con una risa nerviosa, intentando tirar lo más lejos posible mis pensamientos.

El tiempo transcurría en un obtuso ciclo de cirugías exitosas y encuentros furtivos. En casa, sonreía y escuchaba a Kate hablar sobre su día. —Te vi con el Dr. Sloan en la reunión — me dijo una noche, mirándome a los ojos con esa dulzura que aún me desgarraba el corazón. —Él confía mucho en ti cariño.

Aquella frase me llenó de una mezcla de remordimiento y desafío. —Lo hago por nosotros —respondí, prendiéndome de una inquietud que habría preferido ignorar. —Todo para que tengamos una mejor vida.

A medida que los días pasaban, la ambición me carcomía, succionando cualquier indicio de sentido común. Las enfermeras eran un medio, y todos los actos oscuros, un precio a pagar. No había regreso, no había arrepentimiento, solo una escalera que me conducía cada vez más alto, hacia una cima que parecía cada vez más inalcanzable.

En lo más profundo, sin embargo, una parte de mí anhelaba algo más que pedazos furtivos de deseo. Pero esa luz permanecía oculta, debilitada por las decisiones que tomaba cada día. Y en el instante en que dejaba la casa para enfrentar al mundo, recordaba que mi doble vida era, en realidad, una lucha constante entre la imagen que proyectaba y el vacío que había comenzado a llenar mi ser.

Y así, en este juego de sombras y luces, continué caminando por el afilado borde de lo correcto y lo incorrecto, sabiendo muy bien que, al final, el mayor enemigo sería aquel que mirara hacia adentro.

Máscaras y Mentiras

Austin

La música estridente del gimnasio sonaba como una nube de ruido que envolvía todo a su alrededor. Las máquinas rechinaban, los pesos golpeaban contra el suelo, y el sudor corría en cascadas sobre las frentes iluminadas por luces fluorescentes. Allí estaba yo, con una pesada barra sobre mis hombros, mientras el espejo se convertía en un cómplice silencioso, reflejando no solo mis músculos, sino también las distintas máscaras que llevaba puestas en mi vida.

—Esa es la última repetición, amigo. ¡Vamos, da lo mejor de ti! —gritó Paul desde el banco, su rostro enrojecido por el esfuerzo.

Hice un esfuerzo adicional, apretando los dientes mientras empujaba la barra hacia arriba. El alarido de mi amigo me empujaba a seguir. Siempre me había admirado por mi disciplina y mi capacidad para conectar con las mujeres.

—¡Listo! —solté la barra, dejando que cayera en su lugar con un estruendo sordo—. Ah, eso fue un buen calentamiento.

Paul se acercó y me dio una palmadita en la espalda. Era un gesto amistoso, pero detrás de su sonrisa, podía ver la envidia que brillaba en sus ojos. Había algo en mí que lo fascinaba. Quizás era la forma en que manejaba mi vida, o, en realidad, la vida que dejaba ver a los demás.

—Eres un afortunado, amigo. Tienes una familia, una mujer hermosa que te adora y, como si eso fuera poco, estás subiendo en tu carrera —dijo, mientras se secaba el sudor de la frente con una toalla blanca.

—Sí, bueno, tú también tienes a Lisa —respondí, desviando la mirada hacia un grupo de mujeres que pasaron, sus risas llenando el aire—. Seguro que hay muchas personas que te envidian.

—Eso es cierto, pero... —hizo una pausa, como si las palabras se atoraran en su garganta—. No es lo mismo, ¿sabes? Tienes una familia perfecta y un futuro brillante. La gente te respeta.

Me reí, una risa vacía que resonó en la habitación como un eco distante. Paul no tenía idea de la verdad detrás de la fachada que había construido. La vida perfecta que él admiraba no era más que un espectáculo cuidadosamente montado.

—Cada uno tiene sus luchas, amigo —dije, hice un gesto hacia el espejo—. Solo hay que saber cómo manejarlas.

Paul asintió, pero las dudas permanecieron en su mirada. Lo comprendía; era el tipo de lucha que muchos llevaban, disfrazando la realidad con sonrisas y pequeñas charlas sobre el éxito y las conquistas. Después de todo, en este mundo, lo que más importa es cómo te ven los demás.

Después de hacer un par de ejercicios más, decidimos salir del gimnasio. La tarde se deslizaba con suavidad sobre la ciudad mientras caminábamos hacia el estacionamiento. La conversación cambió de rumbo, como siempre ocurría entre hombres: trabajos, conquistas, aspiraciones.

—¿Y cómo te va con la nueva chica en la oficina? —pregunté, intentando ignorar la mueca de culpa que me asaltó.

—Tú sabes cómo son esas cosas —dijo Paul, encogiéndose de hombros—. Un par de cenas, alguna que otra copa... pero nada serio. A veces, es solo por el momento, ¿no?

Su risa era forzada. Podía ver que, en el fondo, deseaba algo más. Y yo, yo lo tenía. Esa es la tragedia de los hombres como él: anhelan lo que otros tienen sin ver las cadenas que vienen con ello.

—Te entiendo. Solo debes disfrutar de la vida y no pensar demasiado en ello —respondí, tratando de sonar sabio.

Después de despedirnos, regresé a mi departamento. La luz tenía ese tono amarillo apático, como si la misma casa supiera de mis secretos y mis traiciones. Camino hacia la sala, donde la calma es interacción constante de sombras y luces. Todo estaba en su lugar, como siempre: fotos familiares, decoración cuidadosamente elegida; una imagen de felicidad que respiraba estabilidad.

—Hola, amor —saludé a Kate, mi esposa, mientras me quitaba el abrigo. Ella estaba sentada en el sofá, viendo uno de esos programas insípidos de la tarde.

—Hola, cariño —respondió sin desviar la mirada de la pantalla. Su voz sonaba distante, y el brillo en sus ojos se había desvanecido hacía tiempo.

Me senté junto a ella, el silencio se alojaba entre nosotros como un invitado no deseado. La conversación se volvió trivial, palabras que flotaban sin dirección, como hojas arrastradas por el viento. Hablamos de cosas insignificantes: la compra del día, una serie que ambos habíamos comenzado a ver. La falta de pasión era palpable.

Mientras ella hablaba, mis pensamientos vagaban hacia otro lugar. Recordaba las noches llenas de risas, las caricias apremiantes y el fuego que había una vez entre nosotros. Ahora todo era rutina. Ya no había deseo, y quizás nunca lo hubo del todo. Solo había una imagen que mantener, la figura del médico aspirante a jefe de cirugía, con su familia perfecta.

De repente, la realidad me golpeó: solo estaba con ella por la imagen de familia que necesitaba como un médico. La aceptación social que venía con ello, la imagen intachable que requería mi trabajo. Esa era la máscara que me protegía, escondía mis deseos oscuros y mis anhelos por una vida diferente.

El día se desvaneció y la noche trajo consigo el mismo escenario. Y así, con la cabeza llena de dudas y vacíos, me arrastré a la cama. Junto a mí, Kate seguía soñando, ajena a las sombras que me acechaban, a la vida que anhelaba vivir. Máscaras y mentiras. Esa era mi vida. Esa era la vida que había elegido.

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