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Renacida para Vengar mi Destino: Promesa Sellada en el Tiempo

Capítulo 1

La lluvia caía pesada sobre las calles estrechas y mal iluminadas, transformando el asfalto en espejos rotos que reflejaban los postes antiguos. Entre los callejones empapados, una joven de cabellos largos y despeinados caminaba descalza, con el vestido rasgado pegándose al cuerpo por la humedad. Sus ojos, otrora llenos de esperanza, ahora eran solo pozos vacíos de dolor. Aquella era Serena Valente, la verdadera heredera de la familia más poderosa de la ciudad, pero, para todos, no pasaba de ser una mendiga olvidada.

Ella recordaba cada detalle de su caída. Un año antes, vivía en el lujo de la mansión de los Valente, siendo llamada "señorita" con todo el respeto que le correspondía. Había crecido creyendo ser amada por sus padres, respetada por su prometido e envidiada por aquellos que la rodeaban. Pero la verdad había sido cruel: nunca había sido amada. Desde el momento en que había sido "rescatada" y devuelta a la familia, su vida no había pasado de ser un teatro. Su prometido, el mismo hombre a quien entregó cada pedazo de su alma, jamás la había deseado. Él pertenecía a otra, a la usurpadora que había crecido en su lugar.

Recordaba las risas ahogadas que había escuchado tras puertas cerradas, las miradas intercambiadas que había fingido no ver. Su fe ciega la había tornado vulnerable. Había amado con tanta intensidad que había aceptado migajas, creyendo que el futuro traería la recompensa. En vez de eso, trajo la ruina. El prometido y la hija de la niñera, su falsa sustituta, tramaron juntos, derribando a sus padres de los negocios, arrancándoles la dignidad, expulsándolos de su propia casa. Los Valente, otrora respetados, fueron humillados en público, y Serena, impotente, vio a su familia despedazarse como vidrio en el suelo.

Ahora, sin hogar, sin padre ni madre, muertos por la vergüenza y la bancarrota, ella vagaba sola. Ningún amigo se había acordado de ella, ningún aliado extendió la mano. El hombre a quien entregara su vida había desaparecido, viviendo feliz al lado de la falsa heredera. Le restaba solo el dolor y el hambre. Le restaba el vacío.

Los truenos retumbaban sobre su cabeza cuando sus piernas flaquearon. Cayó de rodillas en la acera fría, los huesos golpeando contra el suelo duro. Sintió el gusto metálico de sangre subir a su boca. Sus manos, temblorosas, buscaron apoyo, pero no había nada además de la suciedad y la oscuridad. La respiración salía en bocanadas cortas, dolorosas. Cada suspiro era una lucha contra la muerte.

Mientras la vida se desvanecía, recuerdos la asaltaron con brutalidad. Se vio aún niña, corriendo por los corredores del orfanato, riendo al lado de un niño de mirada sombría y sonrisa tímida. Él era diferente de los otros: callado, reservado, pero con un corazón ardiente. Fue con él que hizo una promesa inocente: la de que, cuando crecieran, quedarían juntos, se cuidarían uno al otro. Pero el destino había robado esa promesa. Él había enfermado, había desaparecido por años en un lecho de hospital, y cuando volvió a abrir los ojos, Serena ya estaba prometida a otro.

Sus labios se movieron en un susurro casi inaudible.

—Lo siento… rompí nuestra promesa…

Las lágrimas se mezclaron a la lluvia, y su cuerpo comenzó a tumbarse para el lado. Pero antes de que la oscuridad la tomara por completo, algo sucedió. Una presencia. Un calor inesperado. Ella no podía ver, pero lo sabía. El hombre de quien todos decían ser frío e implacable, el hijo ilegítimo de un magnate, la había encontrado. Fue él quien sostuvo su cuerpo frágil, quien enjugó con manos pesadas las lágrimas de su piel pálida. En los instantes finales, cuando todos la abandonaron, él la recogió, como si fuera un tesoro roto.

Serena murió en sus brazos.

Pero su historia no acabó allí.

En espíritu, ella permaneció. Observó el velorio miserable que le prepararon, vacío de flores, vacío de llantos sinceros. Solo él estaba allí: el hombre con quien compartiera el pasado olvidado, el amigo de infancia que regresara demasiado tarde. Y fue delante del ataúd de ella que él se irguió como un demonio vengador. Con ojos inflamados de furia, destruyó a cada traidor, uno por uno. La mansión que antes albergara a la falsa heredera ardió en llamas. La sangre de los culpables manchó el mármol frío. Él vengó su muerte con una brutalidad que erizaba hasta mismo su alma errante.

Y Serena vio todo. Vio y lloró. No porque lamentaba el destino de los enemigos, sino porque comprendió, demasiado tarde, que nunca había estado sola. Mientras sacrificaba todo por un amor falso, había alguien que la amaba en silencio, fiel a la promesa hecha en la infancia.

En aquel momento, mientras las llamas consumían la noche, su alma encontró un deseo feroz: si tuviera otra chance, haría todo diferente.

Y el destino, en su crueldad caprichosa, la escuchó.

Cuando sus ojos se abrieron nuevamente, no había lluvia, ni frío, ni sangre. Había el perfume dulce de flores recién cortadas, la claridad suave del amanecer entrando por la ventana y el sonido distante de campanas. Su corazón se disparó. Reconocía aquel cuarto. Reconocía aquellas paredes. Era la mansión de los Valente, en una época en que nada había ruído aún. Corrió hasta el espejo y se vio reflejada: más joven, el rostro sin las marcas del sufrimiento de los últimos años.

La respiración le falló. Serena Valente había vuelto.

El calendario sobre la mesa confirmó: faltaba un año para el día de su noviazgo. Un año antes del inicio de su ruina.

Sus manos se apretaron en puños. El miedo se mezclaba a la determinación en su garganta. No, esta vez no se entregaría ciegamente. No sacrificaría su vida por un amor que no existía. No se curvaría a las falsas sonrisas de quien tramaba contra su familia. Y por encima de todo, no olvidaría de aquel que había llorado por ella, que había vengado su muerte y que, ahora, estaba indefenso, preso a un lecho de hospital.

—Voy a cambiar todo —murmuró, con los ojos chispeando—. Y voy a mantener nuestra promesa, cueste lo que cueste.

El sonido de pasos resonó del corredor. La puerta se abrió, revelando la figura sonriente de la falsa heredera. Ella aún no sabía lo que el destino le reservaba, pero Serena Valente, renacida de su propia tragedia, ya no era la misma. Ahora, era la verdadera heredera. Y nadie jamás la derribaría nuevamente.

Capítulo 2

El corazón de Serena Valente aún latía desbocado cuando abrió los ojos aquella mañana. El peso del pasado estaba tan fresco en su memoria que casi creyó haber soñado. Pero la visión de las paredes conocidas, el delicado arreglo de flores en la mesa y el perfume de su antigua ama de llaves flotando en el aire le confirmaban la verdad: había vuelto en el tiempo. El destino, en su ironía, le había dado una segunda oportunidad.

Serena caminó hasta la ventana y apartó las pesadas cortinas de seda. El jardín estaba como siempre: impecable, vibrante, repleto de rosas rojas que su madre tanto amaba. Su corazón se oprimió al pensar en sus padres. En la vida anterior, no consiguió protegerlos. Habían muerto de vergüenza, humillados por la caída de la familia, traicionados por las personas en las que más confiaron. Pero ahora sería diferente. Esta vez, nadie tocaría a sus padres.

Se miró en el espejo grande, el cabello oscuro cayendo por los hombros, el rostro sin las marcas de la desgracia que ya había vivido. Tenía solo diecinueve años de nuevo. Sus ojos, sin embargo, ya no eran los mismos de una chica ingenua. Había en ellos una frialdad contenida, una determinación silenciosa.

—Un año… —murmuró—. Tengo un año hasta el compromiso. Un año para cambiar el destino.

Cuando bajó para el desayuno, encontró a sus padres conversando animadamente. El padre leía el periódico, distraído, mientras la madre hablaba sobre los preparativos para la cena de aquella noche, en la que recibirían a algunos socios de negocios. Era una escena común, simple, pero que le hizo sentir un nudo en la garganta. En la vida anterior, ¿cuántas veces Serena había estado presente en momentos así sin valorarlos lo suficiente? Ahora, cada detalle era precioso.

—Buenos días, hija mía —dijo la madre, sonriente, extendiéndole la mano.

Ella la sujetó con firmeza. —Buenos días, mamá.

El padre levantó los ojos por encima del periódico y asintió, orgulloso. —Estás radiante hoy.

Radiante. ¿Quién diría que un simple adjetivo podría hacer que lágrimas amenazaran con caer? Serena se contuvo. No podía demostrar debilidad. Necesitaba ser firme. Se sentó y observó a los dos con intensidad, como si quisiera memorizar cada expresión, cada arruga de afecto en sus rostros.

Mientras comía, su mente bullía. Sabía que, en aquella época, su familia aún creía en la lealtad de socios y amigos que en breve los traicionarían. El enemigo ya estaba dentro de las puertas, sonriendo como aliado. Y la mayor arma de sus enemigos siempre había sido la confianza ciega de su padre.

A media mañana, la joven que había crecido en su lugar apareció en sus aposentos. La misma chica de sonrisa dulce y ojos falsamente inocentes, que cargaba con el aura de quien se creía la verdadera hija. En la vida anterior, Serena la trataba como a una hermana, intentando compensar los años que habían pasado separadas. Pero ahora, mirando aquel rostro, no vio nada más que disimulo.

—Hermana —dijo la falsa heredera, entrando sin llamar—. ¿Qué te parece el vestido que voy a usar esta noche?

Sostenía un tejido claro contra el cuerpo, como si buscase aprobación. Antes, Serena sonreiría y elogiaría. Ahora, solo la observó en silencio, sus ojos penetrantes haciendo que la otra se estremeciera levemente.

—Está bonito —respondió, seca, antes de volver el rostro—. Pero recuerda: en esta casa, quien brilla soy yo.

La expresión de la falsa heredera vaciló por un instante, sorprendida. No esperaba tal frialdad. Rápidamente se recompuso, riendo. —Claro, claro… tú eres la verdadera hija. Yo jamás osaría…

Las palabras quedaron en el aire, falsas como su dulzura.

Serena sonrió levemente, pero en sus pensamientos, un juramento resonaba: esta vez, no voy a permitir que robes nada que es mío.

Al atardecer, se recogió en su habitación y abrió el diario de cuero que solía guardar en el fondo del cajón. Hojeó las páginas antiguas, recordando cómo escribía sueños bobos sobre el futuro. Ahora, aquel diario se convertiría en su arma. En él, registraría cada paso, cada nombre, cada plan para desenmascarar a sus enemigos.

Escribió la primera frase con firmeza:

"He vuelto para proteger a mis padres y honrar la promesa que hice."

La imagen del hombre que había vengado su muerte vino a su mente. El amigo de la infancia, el hijo ilegítimo del magnate, ahora en coma. En la vida anterior, él se había levantado demasiado tarde, pero en esta línea del tiempo, aún estaba indefenso, rodeado por parientes ambiciosos que succionaban su fortuna. Si ella no hacía nada, acabaría perdiendo todo antes incluso de despertar.

Yo cuidaré de ti, pensó. Aunque aún no lo sepas, ya estamos ligados por el destino.

Por la noche, la mansión recibió a invitados importantes. Hombres de traje, mujeres con vestidos caros, todos circulando por el salón de mármol bajo la luz de las lámparas doradas. Serena Valente bajó las escaleras como la perfecta hija heredera, su vestido rojo realzando su presencia imponente.

Las miradas se volvieron hacia ella, muchas con admiración, otras con envidia. Caminó hasta sus padres, saludándolos con elegancia. Pero sus ojos, discretamente, evaluaban cada rostro presente. Reconocía entre ellos a futuros traidores: aquel socio sonriente que, en breve, asestaría el golpe fatal contra las finanzas de la familia; aquella mujer de habla dulce que, a sus espaldas, alimentaría rumores malvados.

Su corazón se llenó de hielo. Antes, había estado ciega. Ahora, veía cada máscara.

—Estás más madura hoy —comentó uno de los invitados, levantando la copa hacia ella—. Casi no te reconocí.

Ella sonrió, fría. —Es que aprendí a ver las cosas como realmente son.

Las palabras, simples, dejaron algunos rostros tensos.

Al recogerse para la noche, exhausta, se acostó en la cama con el corazón acelerado. El techo dorado parecía girar sobre ella, pero su mente estaba clara. Recordaba el calor de las manos que sostuvieron su cuerpo moribundo en la vida pasada. Recordaba la promesa hecha en el orfanato.

—Iré a por ti —susurró, mirando a la oscuridad—. Esta vez, yo te protegeré como tú me protegiste.

Cerró los ojos, y se sintió, por fin, en control de su propio destino.

La verdadera heredera había renacido.

Y la guerra apenas había comenzado.

Capítulo 3

El amanecer siguiente trajo un cielo límpido, con tonos dorados tiñendo las nubes suaves. Pero, para Serena, el brillo del sol parecía frío y distante. Se vistió temprano, eligiendo un traje discreto, diferente de los vestidos exuberantes que solía usar en eventos sociales. Hoy no deseaba llamar la atención; hoy tenía un objetivo claro e íntimo: encontrar a aquel que un día se convertiría en el vengador de su muerte.

Había guardado en el corazón el nombre de él como un secreto sagrado, pero ahora no podía esperar más. Necesitaba verlo. Necesitaba asegurarse de que aún había tiempo.

El trayecto hasta el hospital privado fue silencioso. Sentada en el asiento trasero de un coche de última generación, Serena observaba la ciudad despertar. Las calles agitadas, los edificios espejados e incluso los pequeños detalles del paisaje le traían recuerdos de la vida anterior, de la ruina inevitable. Pero, esta vez, no permitiría que la historia siguiera el mismo rumbo.

Cuando el conductor estacionó delante del imponente edificio de mármol claro, ella respiró hondo. El hospital, con sus ventanas altas y apariencia respetable, escondía secretos podridos. Serena lo sabía bien: ya había visto cómo médicos eran comprados y cómo parientes codiciosos conspiraban para devorar la fortuna del heredero adormecido. Enderezó los hombros y entró, cada paso resonando como un desafío.

En la habitación, el corazón casi se le escapó del pecho. Allí estaba él. El hombre que, en el pasado, había cargado su cuerpo sin vida y llorado lágrimas silenciosas por ella. Ahora, tendido sobre sábanas blancas, parecía aún más pálido, marcado por la inmovilidad de un sueño forzado. Tubos e hilos lo rodeaban, y su respiración lenta era casi imperceptible. Serena se acercó con cuidado, sentándose en el sillón al lado de la cama. Extendió la mano y tocó la de él con suavidad.

—He vuelto —murmuró, tragando el llanto—. No sé si puedes oírme, pero estoy aquí. Y esta vez no voy a dejar que te quiten todo.

Los dedos de él estaban fríos, pero en aquel silencio casi sagrado, ella juró sentir una chispa... como si, en algún lugar, él realmente pudiera escucharla.

La puerta se abrió sin aviso, trayendo a dos hombres de habla baja. Serena los reconoció inmediatamente: los primos distantes que, en su vida pasada, habían succionado la fortuna de él hasta no quedar nada.

—Todavía está en el mismo estado —dijo uno, con desdén, acercándose a la cama—. Un peso para todos nosotros.

—No por mucho tiempo —respondió el otro, con una sonrisa fría—. En breve firmaremos los papeles, venderemos parte de la empresa y resolveremos este problema de una vez.

Serena se erguió de inmediato, los ojos chispeando.

—Ustedes no van a vender nada.

Ellos se volvieron, sorprendidos.

—¿Y quién eres tú para interferir? —se burló el mayor.

—Soy la única que se preocupa por él —respondió, firme—. Y si creen que voy a permitir que roben lo que le pertenece, están muy equivocados.

Los dos intercambiaron miradas irritadas. Uno se encogió de hombros.

—No sirve de nada, muchacha. Él no tiene familia legítima para protegerlo. La herencia de él es nuestra por derecho.

Serena sonrió con frialdad.

—Veremos.

Cuando salieron, lanzándole miradas amenazadoras, ella volvió a sentarse al lado de la cama. El corazón estaba acelerado, pero su decisión era inquebrantable. No podría enfrentarlos solo con palabras. Necesitaba algo mayor, algo que le diera poder para proteger lo que era de él.

El recuerdo volvió claro como cristal: dos jóvenes en el orfanato, escondidos detrás de la biblioteca, prometiendo cuidarse el uno al otro cuando crecieran. "Yo te protegeré", había dicho él, con una sonrisa tímida. "Y yo nunca te abandonaré", había respondido ella.

Las lágrimas ardieron en sus ojos.

—Tal vez sea demasiado tarde para que lo sepas —susurró—. Pero aún me acuerdo de nuestra promesa.

Fue entonces que la idea surgió, audaz, casi insana, pero certera. Si se casaba con él, podría asumir legalmente la protección de sus bienes, alejar a los parientes codiciosos y garantizar que, cuando despertase, encontraría todo intacto. Para los otros, parecería una locura. Para ella, era el único camino.

Al regresar a la mansión de los Valente, encontró resistencia inmediata. Cuando mencionó la intención de apoyar al heredero adormecido, sus padres la miraron como si hubiera perdido el juicio.

—Mi hija, ¿entiendes lo que estás diciendo? —preguntó el padre, serio—. ¿Quieres involucrarte con un hombre que ni siquiera está consciente?

Serena respiró hondo.

—Entiendo, sí. Pero sé lo que está en juego. Si él pierde todo, esos buitres ganarán aún más fuerza. Y no quiero que sean ellos los que controlen el futuro de nuestra ciudad.

La madre suspiró, afligida.

—Pero un matrimonio... sacrificarías tu juventud...

Ella tomó la mano de la madre con firmeza.

—Ya he perdido una vida entera confiando en las personas equivocadas. Esta vez, quiero confiar solo en quien sé que nunca me abandonó.

Sus padres aún vacilaban, no comprendían lo que ella quería decir, pero la determinación en los ojos de la hija dejaba claro que nada la haría retroceder.

Aquella noche, Serena volvió al hospital. Se sentó al lado de él, observando el pecho subir y bajar con dificultad.

—Van a decir que estoy loca —confesó, en un susurro—. Van a reírse de mí, van a llamarme tonta otra vez. Pero no me importa. Si ese es el precio para protegerte, lo acepto.

Acarició la mano de él con ternura, como si fuera un pacto silencioso.

—Voy a ser tu esposa, aunque tú no lo sepas ahora. Voy a cuidarte, de tu empresa y de tu futuro. Cuando despiertes, vas a encontrar todo de vuelta en tus manos. Y si, por casualidad, nunca despertaras... aún así, voy a cumplir la promesa que hice.

La habitación permaneció en silencio, pero por un instante breve, Serena juró sentir los dedos de él moverse levemente. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Tal vez fuera solo su imaginación. O tal vez él realmente hubiera escuchado.

De cualquier forma, no había marcha atrás. La decisión estaba tomada. A partir de aquel día, Serena Valente sería la esposa del hombre en coma.

Y con eso, la verdadera guerra contra los traidores apenas comenzaba.

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