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Acordes De Papel

Capítulo 1: Recordando a Rick Vega

La cafetería está más llena de lo habitual para ser una mañana de domingo.

Afuera, la ciudad hierve. Multitudes se agolpan frente al cementerio y los reporteros buscan cada ángulo posible de lo que promete ser la noticia del día.

En medio de ese ajetreo, en una mesa junto a la ventana, dos jóvenes esperan. Frente a ellos, entre restos de café y servilletas arrugadas, descansa un periódico abierto.

El chico pelirrojo sostiene la notícia en ambas manos, completamente absorto en el titular que ocupa la primera plana:

"SU VOZ SIGUE CON NOSOTROS."

Una fotografía en blanco y negro ilustra los eventos que se conmemoran hoy.

Lo que pocos saben —y lo que ningún periódico parece dispuesto a contar— es que hay mucho más detrás de esas páginas llenas de nostalgia.

Han pasado ya diez años desde aquel día, y aun así la ciudad sigue hablando en su nombre.

Cada esquina lleva algo de él: un mural descolorido pintado en la pared de un barrio obrero, un vinilo olvidado que suena en el tocadiscos de algún bar, la voz de un taxista tarareando una melodía sin darse cuenta.

Es como si la memoria colectiva se resistiera a soltarlo, como si su ausencia siga siendo demasiado reciente.

Su nombre se pronuncia con reverencia, casi como una oración:

Rick Vega.

Para muchos, Rick es mucho más que un cantante, y lo sigue siendo en el recuerdo.

Pero entonces, cuando vivía, fue una presencia inconfundible, alguien capaz de llenar estadios y, al mismo tiempo, de parecer cercano. Su voz, áspera y rota, quedó como refugio para quienes no encuentran palabras para su dolor.

Los titulares siguen hablando tanto de su talento como de sus excesos. A pesar de todo, ni la polémica ni las contradicciones logran borrar la huella del que fue —y aún es recordado como— el mejor cantante del país.

Pero como ocurre con las almas que brillan demasiado, su luz siempre parece apagarse antes de tiempo.

Al principio fue apenas un murmullo, un comentario que apareció entre periodistas y fanáticos de aquellos tiempos:

"¿Rick Vega está enfermo? Medios reportan haber visto al cantante salir de diferentes hospitales."

Nadie quería creerlo. 

Con el tiempo, el rumor se volvió imposible de silenciar.

Sus giras se acortaron, los conciertos empezaron a cancelarse uno tras otro. En el escenario ya no era el huracán de antes y sus apariciones públicas se volvieron escasas.

Fueron años de lucha, de recaídas y falsas esperanzas. Hasta que, una década atrás, la certeza golpea con la fuerza de una ola imposible de contener: 

"Rick Vega, el cantante más influyente del último siglo, ha muerto esta mañana después de su dura lucha contra una enfermedad de la cual su familia no ha querido dar detalles".

La conmoción, en aquel entonces, fue inmediata...

Las calles se llenaron de gente que se negaba a creerlo. Miles se agolparon frente a los estadios donde alguna vez había cantado, improvisando altares con flores, velas y fotografías. 

Las radios no dejaron de programar sus canciones; en cada coche, en cada bar, en cada casa, sonaba Rick Vega como si estuviera de gira una vez más.

Sus discos de debut regresaron de golpe a los primeros puestos de ventas, como si la gente buscara aferrarse a lo único que quedaba de él: su voz.

Era como si el país entero se negara a aceptar que la leyenda no volvería a cantar.

Su esposa, agotada tras años de hospitales y ausencias, se perdió en un duelo del que parecía no poder escapar. El mundo le exigía declaraciones, apariciones, gestos de entereza, y ella solo quería llorar en paz al hombre con el que había compartido una vida.

Y luego estaba Luna, su hija, que apenas contaba con trece años en aquel entonces. Para el resto del país, ella era "la hija de Rick Vega", un apellido que sonaba como una herencia dorada. Pero para ella, en aquel momento, solo era una carga que pesaba más que cualquier sueño.

No obstante, en medio de la tormenta había algo que la mantenía a flote. Ella sabía que si deseaba volver a conectar con su padre, solo lo conseguiría hacer a través de la música.

Desde niña, Rick la había dejado curiosear entre guitarras y cuadernos, enseñándole a pulsar las primeras cuerdas, a reconocer el ritmo de las palabras, a entender que una canción no era solo un conjunto de notas, sino una forma de contar quién eres. 

En esos recuerdos, Luna encontraba un refugio.

Tras la muerte de su padre, mientras el país levantaba monumentos y organizaba homenajes multitudinarios, ella anhelaba escapar de ese dolor que la consumía.

Empezó componiendo melodías torpes, escribiendo versos en libretas escolares, imitando los acordes que una vez había escuchado de la mano de su padre. 

Y así, casi sin proponérselo, Luna daba sus primeros pasos en la música.

Las discográficas no tardaron en fijarse en ella: todas querían a la hija del ícono, la heredera de una leyenda. Los medios la bautizaron "la sucesora", y cada paso suyo era diseccionado, comentado y fotografiado.

Al principio, aquella presión era apenas un ruido de fondo comparado con el calor de los aplausos. Cada canción, cada acorde, era un puente hacia Rick, un refugio contra la ausencia que aún dolía.

Pero la música que antes era consuelo se fue convirtiendo en un arma de doble filo. La mezcla de abandono, de expectativas que no pedía, y de talento inconmensurable marcó sus últimos años.

Lo que había empezado como un juego inocente, una forma de estar cerca de su padre, ahora era un escenario donde debía sostener la leyenda de Rick y, al mismo tiempo, encontrar su propio lugar.

Con los años, la joven tímida y soñadora se ha convirtido en una artista que divide opiniones.

Actualmente, a los veintitrés años, Luna Vega es un fenómeno: los titulares la llaman "problemática", sus conciertos generan titulares tanto por su voz como por sus excesos, por gestos sexualizados, por borracheras escenificadas o letras que rozan lo tabú. 

Cada aparición pública se convierte en noticia; cada gesto, en debate.

Y aun así, la ciudad no puede apartar la mirada.

Esa mezcla de brillo y tormenta, de adoración y crítica, de talento y vulnerabilidad, la define ahora, Luna Vega es intensa, provocativa, magnética... y atormentada. 

Justo hoy, que se cumplen diez años de la muerte de su padre, la ciudad gira a su alrededor.

Frente al cementerio, las cámaras y los micrófonos esperan captar cada gesto, cada emoción, como si la presencia de Luna pudiera, por un instante, devolver al mundo la voz de Rick.

—Mira esa calle que lleva al cementerio... —murmura Marcus, inclinándose hacia la ventana—. Está colapsada de coches, de furgonetas de televisión, de gente con móviles en alto...

La voz de su hermana lo devuelve a la realidad.

—Marcus, deja ya ese periódico —dice Chloe, arrebatándole las páginas que su hermano tiene abiertas sobre la mesa de la cafetería—. No hemos venido aquí a leer más titulares sobre esa "Nepo Baby".

Él suelta una risa nerviosa, bajando la voz.

—Pero es que mírala... —sus ojos brillan, todavía clavados en la fotografía impresa—. Es increíble, Chloe. No importa lo que haga, no importa lo que diga... todos siguen pendientes de ella.

Chloe lo mira con fastidio y apoya el periódico sobre la mesa.

—Todos menos yo. Y espero que también tú, porque recuerda por qué estamos aquí. No vinimos a rendirle culto a Luna Vega. Estamos aquí por Selena. Es su primer día y necesita que la apoyemos, no que te pierdas soñando con alguien que ni siquiera sabe que existes.

Marcus carraspea, incómodo, aunque no puede evitar echar una última ojeada al rostro de Luna en la portada.

—Ya lo sé. Solo... no puedo evitarlo. Es como si lo llevara en la sangre. Rick, ella... es como si fueran eternos.

Chloe rueda los ojos y deja caer el periódico doblado a un lado de la mesa.

—Pues eterno o no, hoy no hemos venido a alimentar tu obsesión con Luna Vega —replica, dándole un sorbo a su café ya frío—. Estamos aquí por Selena. No lo olvides.

El nombre de su amiga flota entre los dos como un recordatorio. Selena, que en ese preciso instante debe de estar ajustándose el delantal detrás de la barra, intentando ignorar las noticias que llenan cada pantalla de la ciudad.

—La verdad es que no entiendo por qué se empeña tanto —suspira Marcus, girándose hacia la barra por si la alcanza a ver entre el gentío—. Podría dejar esto y dedicarse de lleno a estudiar.

Chloe asiente, aunque con un gesto más serio.

—Se lo hemos dicho mil veces, Marcus. Tú y yo tenemos más que suficiente para ayudarla con la universidad. Pero ya sabes cómo es. Dice que si no se lo gana sola, no vale.

Marcus se encoge de hombros, casi con un deje de frustración.

—A veces me parece absurdo. Nosotros tenemos dinero, podríamos cubrirle la matrícula y más, y aun así... —chasquea la lengua— es como si no nos dejara.

—No es "como si" —lo interrumpe Chloe, con ese tono tajante que la caracteriza—. No nos deja. Punto. Y, sinceramente, la entiendo.

Su hermano la mira de reojo, medio ofendido.

—¿De verdad? ¿Dejar que trabaje horas aquí, agotada, cuando podría estar centrada en lo que de verdad quiere?

Chloe suspira, cruzándose de brazos.

—Selena no es como nosotros, Marcus. No quiere que la salven. Quiere demostrar que puede con todo. Y si te soy sincera, creo que es lo único que la mantiene en pie.

Marcus resopla, removiendo distraídamente el vaso entre las manos. Chloe, en cambio, lo observa en silencio, como si esperara que termine de desahogarse.

El bullicio del local se mezcla con las noticias que aparecen en la televisión.

—Todo su comportamiento tiene origen en lo que le ocurrió... —dice Marcus al fin, la voz más baja.

Chloe asiente despacio, los ojos clavados donde espera que su amiga aparezca.

—Precisamente por eso —responde ella—. Porque sobrevivió a todo aquello, porque se negó a quedarse hundida.

—Y aun así... —murmura su hermano, apretando el borde del vaso como si quisiera romperlo—. Aunque ya ha podido retomar su vida con una aparente normalidad... sigue luchando. Como si le debiera algo al mundo, como si nunca pudiera descansar.

El murmullo del local sube de tono justo cuando una puerta se abre al fondo de la barra.

El uniforme blanco y negro contrasta con el brillo rojizo de las luces del lugar.

Selena aparece por primera vez esa mañana, ajustándose las mangas con un gesto distraído.

Chloe ladea la cabeza, apenas un susurro.

—Ahí está...

—No lo soporto —murmura él, bajando la voz—. Tenerla tan cerca y sentir que está a kilómetros.

—Es lo que quiere, Marcus —responde Chloe, sin apartar los ojos de la barra—. No que le sigamos recordando lo que ha pasado, sino que la tratemos como a cualquiera.

Y como si el destino los desmintiera, Selena al fin gira sobre sí misma, ve a la mesa y, con una sonrisa, se acerca.

—Pero si son mis mellizos favoritos... —dice, arqueando una ceja, con ese tono irónico que siempre usa.

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Capítulo 2: Visita Inesperada

Selena, al ver a sus mejores amigos, apoya la bandeja sobre su mesa y se inclina hacia ellos.

—Ya sabéis que esta cafetería no es como las que vosotros os gustan. Aquí no hay sillones de terciopelo ni capuchinos con espuma en forma de corazón —la burla es suave, sin malicia, mientras empieza a recoger su mesa—. ¿Vais a tomar algo más?

Marcus abre la boca para responder, pero la voz ronca del jefe del local, Dan, interrumpe desde detrás de la barra:

—¡Selena! Sube el volumen de la tele, anda.

Ella se endereza de inmediato, suspira apenas y camina hacia el mando remoto junto a la máquina de café.

La pantalla, colgada en lo alto de la pared, escupe las imágenes en directo. Todos observan el televisor, pudiendo ver como todos los reporteros estan amontonados frente al cementerio.

Selena recuerda vagamente su primer día en su nuevo trabajo, cuando su jefe le contó algo que nunca olvidaría: Rick Vega y su hija habían estado aquí años atrás.

Padre e hija habían reservado el local para pasar un rato a solas, aprovechando la tranquilidad del lugar.

Desde aquel día, Selena supo que su jefe no solo apreciaba la cafetería, sino que se había convertido en un fan silencioso de la familia Vega.

El murmullo de los clientes se apaga poco a poco cuando la presentadora de las notícias empieza a hablar.

Selena apunta el control hacia la televisión y sube el volumen.

—Última hora: Luna Vega no se ha presentado a la conmemoración del décimo aniversario de la muerte de su padre, el legendario Rick Vega. Los periodistas, congregados desde primeras horas de la mañana, estallan en críticas y especulaciones.

Marcus se inclina hacia su hermana, con una sonrisa, y susurra lo bastante bajo para que solo Chloe lo escuche:

—Lo sabía. Ella es demasiado para estas pantomimas.

Chloe le lanza una mirada de reproche inmediato y le da un golpe seco en el brazo.

—Cállate y déjame escuchar.

Él finge una mueca de dolor.

En la pantalla, la periodista continúa:

—Este desplante se suma a la controversia de la semana pasada, cuando la cantante apareció evidentemente ebria en medio de un concierto, lo que generó una ola de críticas tanto en redes sociales como en la prensa especializada. Algunos expertos señalan que la artista podría estar lanzando una señal de socorro antes de que sea demasiado tarde.

Un murmullo recorre el local, mezcla de compasión y morbo.

Selena resopla con fastidio y baja la mirada, cruzándose de brazos.

—Tanta gente en el mundo —murmura—, y tenemos que perder el tiempo hablando de personas como ella...

Marcus gira la cabeza hacia ella, sorprendido por la dureza de su tono. Chloe se muerde el labio, incómoda, mientras en la pantalla los titulares rojos siguen girando alrededor de la cantante y el momento.

Selena anota los pedidos con rapidez, como si las palabras pudieran borrarle la incomodidad que le ha dejado la notícia.

—Un café solo para ti, Marcus, y un té chai para ti, Chloe —confirma sin mirarlos demasiado, guardando la libreta en el bolsillo del delantal.

Sin esperar respuesta, se da la vuelta y se dirige al mostrador.

"Luna Vega" sigue rebotando en las pantallas y en los murmullos, pero Selena intenta bloquearlo.

Desde detrás de la barra, mientras prepara las bebidas, no puede evitar fijarse en los mellizos.

Los ve conversando con esa naturalidad envidiable que siempre han tenido.

Marcus, el mayor por 30 segundos, se inclina hacia su hermana con esa sonrisa burlona tan característica. Chloe, como siempre, no tarda en cortarlo, propinándole un manotazo en el brazo cuando este invade su espacio personal.

Selena niega con la cabeza, esbozando una sonrisa breve. Son mellizos, sí. Sin embargo, són tan diferentes como el agua y el aceite.

Mientras termina de preparar el café humeante y el té con espuma especiada, su mente se enreda en un pensamiento que no puede evitar...

Ella sabe que Luna Vega lo ha tenido todo desde que nació: dinero, fama y un apellido que la abrió todas las puertas. No obstante, en los últimos meses resulta evidente que todo aquello que la sostenía ha terminado por desplomarse sobre ella.

Lo más grave de todo es que nadie parece comprender que la abundancia también puede llegar a asfixiar. Para los demás, ella continúa siendo esa figura intocable, su ídolo inquebrantable.

Selena coloca con cuidado las tazas sobre la bandeja y se prepara para llevar el pedido a sus amigos.

Suspira.

Ella más que nadie, sabe que existe un mundo más allá de los dramas de las celebridades, un mundo de problemas reales y vidas que jamás acaparan titulares. Nadie coloca cámaras frente a las casas de acogida, nadie escucha esas historias que se pierden en silencio.

Con otro suspiro, alza la bandeja y se obliga a recomponer el gesto.

Camina hacia sus amigos, escondiendo sus pensamientos bajo la sonrisa impecable que el trabajo exige.

—Aquí tenéis.

—Gracias, Sel —responde Chloe enseguida, con esa calidez que nunca parece perder.

Marcus asiente también, antes de dar el primer sorbo a su café.

Hay un silencio breve, hasta que Chloe se inclina hacia ella.

—¿Y a qué hora terminas hoy?

—A las tres de la tarde —contesta Selena sin dudar, como si ya estuviera acostumbrada a dar esa respuesta.

Marcus arquea una ceja, intrigado.

—¿Y cómo piensas compaginar eso con la universidad? No puedes estar agotada en clases, Sel.

Ella se cruza de brazos un instante, como si se preparara para esa pregunta que lleva escuchando desde que empezó allí.

—El trabajo es bastante flexible. Los fines de semana los tengo libres y solo hago mañanas.

Los mellizos se miran entre sí, compartiendo esa expresión de ligera incredulidad que tanto los delata.

—No sé, Sel... —murmura Chloe, girando la taza entre las manos—. No me convence del todo.

Marcus asiente, con un gesto de desaprobación contenido.

—Suena demasiado.

Selena sostiene la mirada de ambos, sin perder la sonrisa cansada que ya se ha vuelto parte de su rostro.

—Tranquilos. Sé lo que hago.

Y aunque lo dice con seguridad, por dentro siente ese mismo cosquilleo incómodo que siempre la acompaña cuando hablan de su futuro.

La mañana transcurre con normalidad. Los pedidos se suceden, los cafés humean, las tazas se acumulan y se lavan, y Selena se mueve con la práctica calma de alguien que ha aprendido a mantener el ritmo sin que nada la desborde.

Los mellizos se despiden con un último gesto y una sonrisa antes de marcharse. El murmullo de la cafetería vuelve a ocupar el espacio vacío que dejan.

El reloj avanza rápido; la hora de cerrar se aproxima.

—Selena, empieza a retirar las mesas de la calle —le indica su jefe, mientras los últimos clientes siguen tomando asiento o pagando en caja.

Ella suspira, pero no protesta. No debe.

Comienza a recoger las mesas y sillas, limpiando las superficies mientras escucha el murmullo inevitable que se intensifica afuera.

Algunos coches permanecen estacionados frente a la calle que lleva al cementerio, motores encendidos, esperando con paciencia impaciente una aparición que parece que nunca va a llegar.

Selena observa de reojo la escena y no puede evitar soltar una risa baja, casi para sí misma:

—Una niña que lo ha tenido siempre todo no va a presentarse así como así, solo para que la fotografíen...

Se agacha para limpiar una mesa baja, ajusta un mantel que se ha arrugado y contempla los vehículos que empiezan a retirarse derrotados, uno tras otro.

Mientras termina de preparar la última mesa, Selena siente el cansancio acumulado, pero también esa pequeña satisfacción de saber que, aunque el ruido afuera siga, ella mantiene su control, su rutina, su manera de mantenerse a flote, y que nunca habrá nada que pueda romper ese control...

De repente, un estruendo de motor corta la calma.

Un coche negro de alta gama pasa a toda velocidad por la calle del cementerio. Los pocos vehículos de periodistas que aún permanecían cerca reaccionan de inmediato: luces encendidas, bocinas, motores rugiendo mientras se lanzan en persecución.

Selena escucha, atenta, cómo las voces de los reporteros flotan entre el ruido:

—¡La han visto dentro de ese coche!

—¡Es ella!

—¡Solo puede ser ella!

El coche desaparece en la distancia y, casi al instante, todos los periodistas siguen detrás, como si un imán invisible los arrastrara.

Selena se detiene, expectante, observando la escena desde la acera de la cafetería.

La calle, que hace unos minutos parecía viva con murmullos y coches, ahora luce desolada. No importa quién está enterrado, qué se conmemora, ni qué tragedia reciente marca el lugar. Todo lo que parece contar en ese instante es ella.

Siempre ella.

Un escalofrío recorre su espalda, mezcla de la incredulidad y resignación que le produce la escena:

Así es el mundo en el que vivimos. Un mundo obsesionado con la fachada, ignorando lo que no entra en el lente, mientras la vida real continúa, silenciosa y sin testigos.

Poco a poco, los últimos clientes terminan de recoger sus cosas. Selena entra detrás del mostrador y, con una sonrisa cordial, les da las gracias mientras salen de la tienda, uno tras otro, hasta que finalmente la cafetería queda vacía.

Se queda unos minutos limpiando las mesas, asegurándose de que todo esté en orden. Cada sonido, cada roce de silla, resuena en la tranquilidad que queda tras la marcha de todos los clientes.

Entonces, la campana de la puerta suena suavemente.

—Pensaba que no se iban a ir nunca... —dice una voz cansada.

Selena, dando la espalda a esa persona, responde sin pensarlo demasiado:

—Lo siento, vuelva más tarde, estamos cerrando.

En ese instante, su jefe sale del almacén. Y cuando ve quién ha entrado en el local, se detiene en seco, petrificado. Un plato que sostenía resbala de sus manos y cae al suelo haciéndose añicos.

Selena se da vuelta lentamente, el corazón golpeándole el pecho cuando ve quién ha entrado.

Frente a ella, ocupando toda la entrada de la pequeña cafetería, está Luna Vega.

La cantante, que hasta ahora había sido solo imágenes en la televisión y rumores en la ciudad, está real, tangible, respirando al otro lado del mostrador.

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Capítulo 3: Amanecer Extraño

Luna abre los ojos lentamente, la luz grisácea de la mañana filtrándose por las cortinas.

La habitación está llena muebles que no reconoce. Hay un extraño olor a perfume flotando en el aire.

Um recuerdo vago aparece en su mente: risas, luces, la zona VIP... y ella, hipnotizada, incapaz de apartar la mirada de aquella chica.

Se revuelca entre las sábanas, adormecida, intentando reconstruir cómo ha llegado hasta allí cuando el teléfono vibra sobre la mesita de noche.

Seis llamadas perdidas, todas de su manager.

Luna se estremece, sabe lo que se le viene encima, el corazón le golpea el pecho mientras la ansiedad la invade.

Se mueve lentamente, los recuerdos de la noche anterior se hacen sitio en su cabeza poco a poco.

Recuerda los besos, la forma en que aquella chica la había mirado sin apartar los ojos de ella, los toques que empezaron distantes y luego, cómo había intentado llevarla a su lado mientras seguía besándola.

Queria quedarse con cada fragmento de su cuerpo. 

Y, al final, nada más que una noche más pudo proporcionarle, porque desde hace tiempo todo se siente tan... vacío.

Se incorpora un poco en la cama.

Ese movimiento, ese simple gesto, es lo que hace despertar a la presencia que hace unos segundos aún estaba durmiendo a su lado.

—¿Ya te vas? —pregunta la chica con un hilo de voz, medio adormilada.

Luna cierra los ojos un instante, consciente de que es el momento más duro.

Debe guardar silencio. No puede contar nada de esto a nadie. Debe permanecer entre ellas, bajo un acuerdo tácito de confidencialidad que siempre ha regido este tipo de encuentros.

Ser cantante implica estar siempre bajo un foco que no solo ilumina su música, sino también su vida. Su sexualidad, algo que debería ser suyo, se ha convertido en un secreto delicado, una cuerda floja que no puede romper.

Recuerda lo que le dijo su madre aquella vez:

"No puedes hacerle esto a la memoria de tu padre. No puedes ensuciar su nombre ni darle material a quienes solo buscan manchar lo que él construyó. Protege lo que amas, pero nunca al precio de tu legado."

Suspira, tragando la culpa y la ansiedad, y finalmente dice:

—Sí... me voy.

La chica la retiene de la mano, sus ojos todavía turbios de sueño.

—No voy a volver a verte, ¿verdad?

Luna siente un nudo en la garganta, pero mantiene la frialdad que ha aprendido a fingir.

—Es mejor así. Mi agente se encargará… tendrás lo suficiente para olvidarte de lo que pasó.

La otra duda, parece querer decir algo, pero al final la deja marchar. Nadie puede detener a Luna; nadie ha podido, al menos, por más de una noche.

La cantante recoge sus cosas y se dirige a la puerta.

Antes de salir, abre la mochila que había tirado en el suelo la noche anterior. De dentro saca unas gafas de sol enormes y una gorra negra sin logotipo.

Sabe que es un disfraz sencillo, pero es suficiente para confundir al mundo durante unos segundos, hasta que la gente mire dos veces y descubra quién se esconde detrás.

En cuanto baja del apartamento, la mañana la recibe con un golpe de luz y aire frío.

Apenas da dos pasos cuando un coche oscuro, de esos que solo la gente de su nivel puede permitirse, se detiene a su lado.

El cristal tintado desciende lentamente.

—Espero que hayas pasado buena noche —dice Jennifer, su manager, con una sonrisa que no llega a los ojos.

Luna se ríe, cansada.

—Siempre sabes cómo encontrarme, ¿no?

—Ya sabes que, después del último incidente, es mejor que sepamos dónde estás y con quién —responde Jennifer con sequedad—. Y bien, ¿cómo se llama la chica? Necesitamos toda la información para enviarle el dinero y que no hable.

Luna intenta hacer memoria. El rostro de la chica aún está fresco, su perfume todavía pegado a su piel... pero el nombre se le escapa.

—No me acuerdo —Luna se encoge de hombros, forzando una sonrisa nerviosa—. Pero no debes preocuparte, se la veía buena chica, no va a decir nada.

Jennifer frunce ligeramente el ceño, evaluando la situación con cautela. Tras un instante de duda, decide no insistir; tras muchos años a su lado, conoce bien a Luna, sabe cuándo vale la pena dejar que las cosas sigan su curso.

El motor arranca, y el mundo comienza a pasar por la ventanilla con una calma engañosa. Jennifer mantiene las manos firmes en el volante, pero sus ojos, reflejados de vez en cuando en el retrovisor, parecen contener palabras que no terminan de salir.

Luna lo nota. Siempre lo nota.

—Suéltalo —dice al fin, ladeando la cabeza hacia ella—. ¿Qué es lo que quieres decirme?

Jennifer suspira, larga y pesada, como si llevara horas ensayando esa frase. Su mano izquierda se aparta un segundo del volante y se posa suavemente sobre la de Luna, un gesto breve pero firme, casi maternal.

—Ya sabes qué día es hoy, ¿verdad?

El aire dentro del coche parece volverse más denso. Luna aprieta la mandíbula, siente cómo el estómago se le encoge. Por supuesto que lo sabe. No hay forma de olvidarlo. Diez años desde la muerte de Rick Vega. Diez años desde que dejó de ser solo "Luna" para convertirse en "la hija de...".

Cierra los ojos, queriendo escapar de esa certeza, pero la voz de Jennifer la arrastra de nuevo.

—El país entero va a estar hablando de tu padre —hace una pausa—. Y de ti.

Luna no responde. Mira por la ventanilla, los edificios que pasan como manchas difusas, los peatones que no la reconocen todavía bajo la gorra.

—Se ha organizado un conmemorativo en el cementerio. Habrá cámaras, prensa, colegas de la industria... esperan que estés allí.

Luna traga saliva, siente la garganta seca.

—¿Y... mi madre? —pregunta, aunque la respuesta ya la conoce.

Jennifer suspira.

—Tu madre... ya sabes que estas cosas ya no le importan.

Luna baja la cabeza, apretando las manos sobre sus rodillas.

—Lo sé.

El recuerdo la atraviesa: su madre intentando rehacer su vida tras la muerte de Rick. No con amor verdadero, sino con hombres que la buscaban más por el brillo heredado de su apellido que por ella misma. Políticos oportunistas, empresarios ansiosos de prestigio... todos se marcharon dejando más vacío del que encontraron.

Hasta que apareció James. 

Él no la conoció como "la viuda de Rick Vega", ni como la mujer que cargaba el luto más mediático del país. Para James, ella era solo una mujer con los ojos cansados, alguien que sabía escuchar y reír en silencio. Fue la primera vez que alguien la miró sin el peso de un apellido, y eso bastó para que se dejara caer en sus brazos.

Su historia fue discreta, casi escondida del mundo. Citas lejos de los flashes, largas conversaciones en la cocina, viajes pequeños que parecían enormes porque, por primera vez, ella podía ser simplemente ella. Y de esa unión nació Nick.

Nick... El niño que, con apenas una sonrisa, parecía iluminar la oscuridad de la casa. Para Dafne, la madre de Luna, significó un nuevo comienzo. Pero para Luna, en secreto, fue distinto. Aquel bebé que todos celebraban como la prueba de que la familia seguía adelante, no hizo más que remarcar la ausencia de su padre.

Mientras todos lo recibían con esperanza, Luna sintió que cada carcajada infantil la alejaba más de los recuerdos que intentaba conservar. Como si la llegada de Nick sellara definitivamente el fin de la era de Rick Vega.

Ahora, tantos años después, Nick significa el mundo para ella. Su inocencia es lo único que aún le recuerda que la vida no es solo escenario, cámaras y mentiras. Pero en aquel entonces, el día en que lo sostuvo por primera vez en brazos, Luna no sintió alivio ni compañía: solo un vacío más grande, una soledad que se expandía en silencio.

Es por esa nueva vida que su madre encontró —con James, con Nick— que ahora respeta la memoria de su padre, pero al mismo tiempo se ha apartado de ella. No quiere cargar con homenajes ni símbolos, no quiere posar frente a estatuas ni discursos que lo pintan perfecto, porque en ese brillo no hay espacio para su dolor.

Y eso, aunque Luna lo entiende, también la golpea. La hace sentir como si fuese la única que sigue atrapada en aquel pasado, como si todos hubieran aprendido a seguir adelante menos ella.

—No deberíamos tardar —rompe el silencio Jennifer, mirándola de reojo.

Luna no responde. 

Se limita a abrir el compartimento del coche, donde sabe que siempre hay botellines escondidos. Toma uno, lo destapa con un movimiento automático y lo bebe como si fuera agua, como si el ardor en la garganta fuera lo único capaz de mantenerla en pie.

Jennifer la observa en silencio. Ya no intenta detenerla. Sabe que cualquier palabra rebotará en ese muro de resistencia que Luna ha levantado con los años. Así que simplemente suspira, aprieta los labios y vuelve la vista al frente.

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