El carruaje se detuvo frente a la imponente mansión y el cochero saltó para abrir la puerta. Un muchacho joven, con un traje militar impecable, se notaba su esfuerzo por hacer todo perfecto, aunque su torpeza delataba su falta de experiencia. El vehículo era majestuoso, de madera oscura y lacada, adornado con detalles de bronce. Cuatro caballos negros, con bridas de cuero adornadas con hebillas de plata, tiraban de él con un paso firme y uniforme.
Rafael de Robledo descendió con un porte más maduro y seguro que antes. Su cabello oscuro, con algunas hebras plateadas en las sienes, estaba perfectamente peinado. Su rostro, enmarcado por una barba bien cuidada, reflejaba la confianza de un hombre que ha encontrado su lugar en el mundo. Llevaba una chaqueta militar ajustada que realzaba su figura y se movía con una gracia innata que infundía respeto. Su mirada penetrante recorrió el jardín y se detuvo en las figuras que lo esperaban en la entrada.
La señora Jenkins se adelantó y se inclinó en una reverencia. "Bienvenido a casa, mi señor. Es un placer tenerlo de regreso".
"Gracias, señora Jenkins", respondió Rafael, su voz profunda y amable. Su mirada se deslizó hasta el grupo detrás de ella, donde Elaiza se mantenía discretamente en la retaguardia con los niños, sosteniendo en brazos al joven zorro rey Arturo.
El marqués se acercó a ellos. Elaiza, ahora en la flor de la vida, le hizo una leve reverencia a manera de saludo, sus ojos se encontraron con los de él por un instante. Fue solo una fracción de segundo, pero en esa mirada se transmitió todo lo que no podían decir: el alivio de la reunión, la alegría silenciosa y la familiaridad que el mundo exterior no conocía. Rafael le dedicó una sonrisa, apenas perceptible, antes de volver su atención a los niños.
Rosalba, ahora de dieciséis años y a punto de ser presentada en sociedad, se acercó a su padre. Su postura era elegante y su reverencia impecable.
"Bienvenido, padre. Nos alegra mucho su regreso". En sus ojos había una calidez que mostraba su afecto más allá de su formalidad.
Rafael la miró con orgullo. "Has crecido, hija. Te has convertido en toda una señorita, justo como lo habrían querido tu madre. Veo que las lecciones de la corte ya han rendido frutos". Le dio un beso en la mano, cálido y amoroso.
Emanuel, de diez años, se lanzó a los brazos de su padre con un grito de alegría, su rostro aún inocente y con un brillo travieso en sus ojos. "¡Papá, regresaste!". Rafael intentó cargarlo, pero su tamaño lo impidió, sus experimentos en la cocina le habían proporcionado un cuerpo robusto y los trabajos en su nuevo huerto lo habían hecho más fuerte, el rostro severo de su padre se ablandó por el cariño genuino de su hijo menor.
"He regresado, pequeño... Haz crecido mucho estos dias. He traído regalos para los dos. Y para Tomás también, por supuesto", añadió, sabiendo que su hijo mayor, de quince años ahora, seguía en la escuela militar, "aunque tendrá que esperar hasta que regrese en invierno".
El marqués entró en la mansión, seguido por el personal de la casa. Elaiza se quedó atrás un momento, su corazón aún latiendo por el breve momento que compartieron. Detrás de ellos, Jorge, ahora convertido en el mayordomo y guardia de la casa, se acercó al Marqués mientras los criados bajaban los baúles del carruaje.
"Bienvenido a casa, mi señor", dijo Jorge con su voz amable, un bigote bien cuidado asomaba debajo de su nariz.
"Es un gusto volver a verle". Rafael se detuvo y miró el bigote, una sonrisa asomó a sus labios. "El gusto es mío, Jorge. Y veo que has añadido una... distinción a tu uniforme".
Jorge se llevó una mano al bigote, un poco cohibido, pero con orgullo. "Ah, sí, mi señor. Una pequeña adición. Me pareció que era hora de un cambio".
Rafael soltó una carcajada. "Una adición audaz, Jorge. Te sienta bien. Ahora, lleven mis baúles a mi habitación. Y traigan el baúl rojo al salón por favor. Hay algunos regalos que quiero darles a mis hijos".
Jorge asintió con la cabeza, su mirada se encontró brevemente con la de Elaiza, y le dio una sonrisa cálida y cómplice antes de ponerse a trabajar.
El resto del día transcurrió cargado de la euforia por el regreso del marqués. Sus historias de lugares lejanos, los regalos de otras tierras y las risas de sus aventuras llenaron los rincones del hogar. El bullicio de la tarde dio paso al silencio de la noche, una calma que solo era rota por el distante ulular de un búho.
Cuando las últimas luces de la mansión se apagaron y la casa entera quedó en calma, una sombra silenciosa se deslizó por el corredor. Con pasos sigilosos, se acercó a la habitación de Elaiza. Encontró la puerta entreabierta, una tácita invitación que le permitió entrar sin hacer ruido.
Elaiza, sentada junto a la ventana, no se sobresaltó. Levantó la mirada al verlo, y una sonrisa genuina, la primera del día, iluminó su rostro. Rafael cerró la puerta con cuidado y se acercó a la cama. El silencio de cuatro años de espera lo acompañó. La figura sin su uniforme y ahora relajada, sin la rigidez de la formalidad, llenó a la mujer de una tranquilidad que no había tenido en semanas.
"Esperaba que vinieras", susurró ella y le hizo una seña para que se sentara a su lado en la cama.
Rafael se inclinó, su voz apenas un soplo en la penumbra. Besó su frente y luego tiernamente sus labios. "Los últimos días se hicieron eternos. Necesitaba verte a solas, sin la mirada de todos". Se sentó en el borde de la cama, mirándola con una intensidad que derretía la distancia que habían mantenido.
"Han sido muchos días, mi amor", dijo Elaiza, su voz también baja. "Han pasado tantas cosas..."
"Lo sé. Lo sé, mi amor", le interrumpió, extendiendo una mano para tocar la suya. "Pero ahora estoy aquí. ¿Estás bien? ¿Los niños están bien?".
Elaiza asintió. Charlaron un momento de las cosas cotidianas que ocurrieron, relajados y sin presiones. Finalmente, Elaiza dijo: "Estás aquí, eso es lo que importa", susurró, acurrucándose en los brazos de su amado. Tomó su mano y la llevó a su mejilla, un gesto que habló de la intimidad que se habían visto obligados a esconder. "Pensé en ti todos los días. En cómo estarías, si la supervisión iba bien, si comías..."
Rafael cerró los ojos, sintiendo el calor de su piel. "Y yo pensaba en ti, en los niños... en este momento. Este es el único lugar donde puedo ser simplemente yo mismo".
Él se inclinó, su aliento acariciando su rostro antes de que sus labios se unieran en un beso que era a la vez un reencuentro y una promesa. Era un beso largo y tierno, que transmitía la desesperación y el anhelo de los meses de separación. Cuando se separaron, ella le pidió con una voz que era apenas un suspiro.
"Quédate. Duerme a mi lado esta noche. Te he extrañado tanto que quiero sentir tu aroma hoy". Sus ojos suplicaban por aquel contacto fortuito que tenían unas pocas veces al mes.
Rafael no dudó. Se deslizó en la cama junto a ella, su cuerpo encontrando una familiaridad que le reconfortaba el alma. Con ella en sus brazos, sintió una paz que la mansión, por grande que fuera, no podía ofrecerle. Sus manos comenzaron a recorrer su espalda, bajando por el cuerpo de la que ya había sido su mujer varias veces desde hacía unos años, sus caricias suaves y llenas de ternura. Sus labios se encontraron en besos apasionados, solo dejaron su boca para descender por su cuello, besando cada centímetro de piel que descubría, dejando un rastro de calor a su paso. La mente de Rafael estuvo a punto de nublarse, y aunque su cuerpo deseaba más, sabía que no era el momento. Las cuentas de los días no eran las correctas para aquel encuentro. No quería romper la belleza de su reencuentro, de ese instante de pura intimidad, ni dar paso a una nueva vida. El beso en su frente fue el último de la noche, una dulce y final caricia antes de que la paz de su presencia lo arrullara en el sueño. Así, acunados en los brazos del otro, se quedaron dormidos en la tranquilidad que solo podían encontrar el uno en el otro.
El tenue resplandor del amanecer comenzaba a filtrarse por las cortinas, poco a poco el suave murmullo de la mansión al despertar rompió el silencio. Rafael se removió en la cama, abrazó a Elaiza dormida y ella se acurrucó nuevamente en sus brazos. Un ruido externo lo hizo despertar de golpe, sus ojos se abrieron al instante al escuchar el susurro de las pisadas en el pasillo. La paz de la noche se desvaneció. Sus movimientos bruscos despertaron a su compañera.
"Espera, espera", susurró Elaiza, poniendo un dedo en sus labios entre risas nerviosas. "Son los sirvientes, no hagas ruidos".
Rafael se levantó lentamente intentando no hacer ruido, sus movimientos como los de un felino sigiloso. Se vistió en silencio lo más rápido que pudo, susurrando entre dientes por la prisa. Elaiza se puso su bata con calma y luego comenzó a vestirse, una rutina perfectamente estudiada por años, aunque su corazón latía por la adrenalina del momento.
"¿Por qué se levantan tan temprano?", susurró Rafael con un tono de indignación exagerada. "Es un crimen contra el sueño. ¿No ven que su amo está cansado de un viaje largo?".
Elaiza se rio en voz baja, el sonido más dulce que él había escuchado en meses. "Es la rutina, mi señor. No descansa por nadie".
Él se asomó por la puerta y vio a una doncella con un balde de agua en la mano, a punto de pasar. Cerró la puerta justo lo suficiente para no ser visto. Luego, cuando notó que se iba, volvió a abrirla para deslizarse por el pasillo con una elegancia que desmentía su pánico. Elaiza, ya vestida, salió momentos después, cerrando la puerta con un suave "clic".
Se encontraron en el pasillo, pretendiendo que su encuentro era casual. La doncella pasó nuevamente ahora con una fregona, y aunque no notó nada extraño, Rafael y Elaiza mantuvieron la farsa.
"Buenos días, señorita Medina", dijo Rafael en voz alta, su voz firme.
"Buen día, mi señor", ella, sin perder un segundo, se dirigió a la habitación de Rosalba, lista para comenzar el día como si nada hubiera pasado, con una sonrisa cómplice en sus labios.
"Disculpe, señorita", dijo el marqués dirigiéndose a la muchacha, "podría traerme un vaso con agua a mi habitación? Me he despertado con una terrible sed".
"Claro, mi señor", respondió, con un tono profesional. "Enseguida".
La doncella regresó sobre sus pasos para ir por su cometido, y Rafael regresó a su habitación con un gesto de complicidad a Elaiza quien en Ese momento abría la puerta de Rosalba.
El primer resplandor del sol se filtraba por las ventanas, y la mansión, todavía en silencio, comenzaba a despertar con el suave murmullo de los sirvientes que iniciaban su rutina. Hombres y mujeres iban y venían, acomodando todo para un nuevo día.
Elaiza se detuvo en el pasillo, un poco aturdida. Apenas había llegado a la puerta de la habitación de Emanuel cuando fue evitada justo a tiempo de ser derribada por un torbellino de ojos azules. El niño corrió frente a ella, murmurando "¡Se me ha hecho tarde, se me ha hecho tarde!". Elaiza sonrió, viendo cómo su trabajo de despertarlo había sido minimizado por la energía del pequeño quien Evadia a los empleados que se cruzaban en su camino.
en la cocina El aire se llenaba con el crepitar de la leña en el fogón y el reconfortante aroma a masa apunto de hornearse. La señora Salazar, bajita y regordeta, tenía el delantal salpicado de harina, pero sus ojos oscuros, que la señora Jenkins temía, brillaban con una mezcla de disciplina y afecto al ver a Emanuel.
"¡Cinco minutos tarde, joven amo! El desayuno no se va a preparar solo lo sabe verdad?", le regañó con una voz que era más una costumbre que un verdadero enojo.
Emanuel, sin aliento, se excusó mientras se ajustaba su pequeño delantal con manos ágiles. Se acercó a la mesa, donde un grueso libro de recetas, encuadernado en cuero, lo esperaba. "Lo siento, señora Salazar, me quedé dormido anoche me dormí hasta tarde preparando la lección de historia para hoy", dijo con una sonrisa. Su rostro, aún inocente, irradiaba una sencillez y un cariño que la cocinera no podía resistir.
"El menú de hoy es el favorito de su padre", anunció ella, señalando la olla. "Crema de calabaza, panecillos dulces y tocino. Es temporada de mermelada de moras que tanto le gusta a la señorita Rosalba".
Emanuel abrió el libro y sus manos, familiarizadas con el peso de los años, pasaron las páginas a toda prisa, deteniéndose en la receta exacta. Conocia cada rincón y cada mancha del libro, por los incontables años que había pasado aprendiendo a leer con aquellos libros, a la sombra de la cocinera y con ayuda de elaiza. "Y... para usted y para mí, señora Salazar, ¿qué le parece si hacemos unas galletas de avena con jengibre, son sus favoritas?".
Una risa suave y melódica llenó el espacio. La cocinera miró a un rincón, donde una joven callada y alta llamada Cecilia, su ayudante, amasaba la harina con esmero.
"Cecilia, ¿qué te parece la propuesta del joven amo? la masa de jengibre no espera".
La joven, con una sonrisa tímida, asintió y continuó saco unos ingredientes de un estante y continuo su trabajo en silencio, observando con admiración la relación entre la cocinera y el niño.
"Eres un amo consentidor", le dijo la señora Salazar, dándole un suave golpe en la cabeza. "Ve por los huevos y las especias. Cecilia, tú encárgate del tocino y el pan, que no se quemen. Cuando el joven regrese, lo quiero a los lados del fogón y cuidadito se queman como la última vez".
Emanuel salió de la cocina al patio, a unos pocos metros, donde el terreno que antes era un montón de hierbas secas ahora era su pequeño cultivo. Con cuidado, recogió algunas ramas de romero y unas hojas de tomillo,algunas moras frescas y genjibre. Se dirigió al pequeño corral de gallinas, donde entró con un paso suave y sacó unos huevos frescos. Sin pensarlo dos veces, desenterró unas matas de papas y otras verduras. Regresó a la cocina con la cesta repleta de ingredientes e inmediatamente se puso a trabajar, sus ojos brillaban con la pasión de un verdadero cocinero al ver chisporrotear los sartenes y sentir los aromas de sus creaciones.
mientras tanto para Elaiza su siguiente tarea era Rosalba, y la dinámica era completamente distinta. Con pasos suaves, Elaiza se dirigió a la habitación de la joven y abrió la puerta con delicadeza. El tenue resplandor del sol se colaba por las cortinas que corrió un poco, iluminando el lugar. Después de ella, una mucama entró en silencio, llevando sábanas limpias sobre su brazo que dejó en un silloncito adornado con un par de muñecas que la niña hacía tiempo ya no usaba. Ambas mujeres se movían con una coreografía aprendida de años, preparando la ropa que la joven se pondría ese día, así como los accesorios que adornarían su cabello y cuerpo.
Rosalba, aún dormida, se veía desaliñada, su modo de dormir contrastaba con los finos modales que mantenía durante el día. Esto hizo sonreír a Elaiza, quien se inclinó suavemente para despertarla. "Rosalba, es hora de levantarse, mi niña".
Con poca elegancia, la joven se incorporó a regañadientes, aún así permitió que la mucama la ayudara a vestirse.
Mientras la mucama abotonaba el vestido, Elaiza repasó el itinerario del día. "Tienes una jornada bastante ocupada. Después del desayuno, tu tutor te espera para la lección de latín. Luego, tu clase de piano con la señora Dubois al medio día y, por la tarde, tu clase de francés".
Rosalba asintió, su rostro aburrido y algo molesto. "Y la clase para el baile de presentación en la corte", añadió con un tono irritado y un suspiro apenas audible. La ceremonia para su entrada en sociedad era el tema central de sus días, y aunque la emocionaba, también sentía la presión.
"Sí, querida se que es tedioso pero debes continuar si deseas ser presentada en sociedad. La clase de señora de Laroque la cambiaron hoy a las tres y Debes lucir impecable ya sabes cómo se pone por cualquier detalle". Dijo elaiza cerrado la libreta con sus anotaciones, mientras Rosalba giraba los ojos.
Justo en ese momento, otras dos sirvientas entraron y anunciaron que el desayuno estaba listo. Mientras Elaiza y Rosalba salían de la habitación, las mucamas se dispusieron a limpiar y a airear el lugar.
Una vez que todos estuvieron sentados, el marqués entró al comedor. La luz de la mañana lo iluminaba, revelando un cambio notable en su rostro. Un silencio inusual, un silencio de sorpresa, cayó sobre la mesa. Su rostro, que hasta la noche anterior había estado enmarcado por una barba cuidada y madura, ahora estaba liso, mostrando sus facciones bien definidas.
La primera en reaccionar fue Rosalba, que soltó una risita ahogada que intentó disimular cubriéndose la boca con la mano. Emanuel, con la inocencia de un niño, lo miró con los ojos muy abiertos.
"Papá, ¿qué te pasó? Te ves como en las fotografías de antes, con mama", preguntó sin ningún reparo.
Rafael se sentó a la cabecera de la mesa, su sonrisa ladeada. "Un poco de cambio no le hace daño a nadie. Quería recordar mis días de juventud". Y aunque su respuesta fue a los niños, sus ojos buscaron a Elaiza, sentada al otro lado de la mesa. La miró, sus ojos llenos de una chispa de travesura, como si compartieran un chiste privado, el cual había tenido lugar la noche anterior. La mirada de ella reflejó una mezcla de sorpresa y algo de nostalgia. El silencio se llenó de un subtexto que solo ellos podían entender, una intimidad que contrastaba con la formalidad del lugar.
Rompiendo la tensión con la voz, Rafael provo la crema de calabaza que le había preparado Emanuel. "Esta crema es excelente. Emanuel, ¿estás ayudando a la señora Salazar con la cocina?"
"¡Sí, padre!", respondió Emanuel con entusiasmo, sus ojos brillando. "Hoy me tocó el tocino y los huevos. Y para la tarde, la señora Salazar y yo vamos a preparar unas galletas de jengibre. Van a quedar deliciosas".
Rafael asintió con orgullo. "Estoy seguro de que así será. Y tú, Rosalba, ¿qué harás el día de hoy?"
"Tengo una jornada bastante ocupada, padre. Primero, mis lecciones de latín y luego, mi clase de piano. El tutor dice que mis manos son demasiado delicadas para la Sonata en do mayor, pero estoy decidida a probarle que está equivocado." dijo la joven observando sus suaves manos y con una mirada desafiante.
Rafael sonrió, su mirada llena de orgullo. "No lo dudo. Tus manos son las de tu madre, ella podría hacer que el piano hablara." Se volvió hacia la señora Jenkins. "Señora Jenkins, ¿hay algún pendiente con el personal o la casa que deba saber?"
"Todo en orden, mi señor", respondió ella, su voz tranquila y serena. " las provisiones para la semana ya están listas, solo deberé ir al pueblo a hacer unos pagos ."
"señorita medina ¿sería mucho pedir que de camino a las lecciones de la señora Larroque pasará al notario y le pida que venga?" pregunto el marqués con calma
"por supuesto mi señor, puedo ir después de dejar a Rosalba y Emanuel en sus clases.", respondio Elaiza, su voz suave y tranquila, mirando directamente al marqués.
Rafael asintió, su mirada se detuvo en ella un momento más. "Excelente. Parece que todos tenemos un día lleno de actividades. Yo me reuniré con los asesores y el Rey más tarde, no se a que hora regrese. Pero por la noche, me gustaría probar esas galletas de jengibre con un te, así que espero me separes una porción hijo." emanuel si rio con una mirada emocionada.
La conversación continuó por un rato, llena de risas y amor. Cuando el desayuno terminó, todos se levantaron de la mesa. Rafael se quedó un instante para hablar con la señora Jenkins, mientras los demás se dirigían a sus actividades.
La mansión, que había estado llena de la vida durante el día, se sumió en un silencio profundo. Las últimas luces se apagaron y solo el tenue resplandor de la luna iluminaba los corredores. A pesar de su larga jornada, Elaiza no podía dormir aún. Estaba terminando su ronda, asegurándose de que Emanuel estuviera dormido y bien arropado. Cerró la puerta del niño en silencio cuando sintió una presencia detrás de ella.
Unas manos fuertes y familiares la tomaron por la cintura. Sintió el aliento cálido de Rafael en su cuello. No se sobresaltó, pero su corazón se aceleró al instante. Él besó la piel de su cuello con suavidad, un beso que era a la vez un saludo y una declaración.
"Alguien podría vernos", susurró ella, aunque su voz era apenas un soplo. No se resistió, apoyando su cabeza en su hombro mientras él la abrazaba con más fuerza.
"Entonces, te llevaré a un lugar donde no haya nadie", le susurró al oído. Con una agilidad que desmentía el cansancio, la tomó en sus brazos. Ella puso poca resistencia. Sus ojos se encontraron con los de él, en un gesto de complicidad silenciosa. Él se movió con cautela, caminando por el solitario corredor principal, con Elaiza en sus brazos, hasta que llegaron a su habitación.
Él cerró la puerta con el pie. Una vez dentro, la dejó sobre la cama, pero no la soltó. Sus labios buscaron los de ella, y el beso que siguió fue el de dos almas que se habían extrañado más de lo que las palabras podían decir. Era un beso que transmitía la desesperación, la ternura y la pasión de los años en silencio. Rafael pasó sus manos por el cuerpo de Elaiza, desabotonando su blusa mientras besaba la piel que poco a poco quedaba al descubierto. Con calma, la despojó de sus ropas y se entregaron el uno al otro en silencio. Rafael, aunque más experimentado, aún temblaba cada vez que sus manos rozaban la piel desnuda de Elaiza, casi diez años menor que él. La buscaba como un náufrago a tierra firme, buscando sus ojos, sus labios, su cuerpo. Aquellas noches eran para ellos un bálsamo reconfortante después de los días más tensos.
Una vez que sus ansias fueron sofocadas, yacieron en la cama, cubiertos por una sola sábana. El silencio de la noche se llenó de la tranquilidad de su cercanía. Ella acurrucada en su pecho, él acariciando su cabello.
"¿Qué tal estuvo tu día?", preguntó ella, moviendo su cabeza para verlo.
"Largo", respondió Rafael con un suspiro. "La reunión con el rey... siempre es un drama. Querían que le diera mi opinión sobre un problema fronterizo. No es grave, solo gente que necesita un apoyo por las lluvias en la zona." El marqués se acomodó en la cama. "¿Y el tuyo?"
"Muy atareado", respondió Elaiza. "Rosalba es muy buena en el piano, pero aún tiene dos pies izquierdos y no logra el baile principal. Eso pone de nervios a su instructora", dijo con un suspiro contenido. "Estuve a punto de arrancarle la peluca cuando le gritó que un oso baila mejor que ella".
Rafael rio imaginando la escena que su amada le describía. Elaiza también rio suavemente y por un instante ambos se quedaron en silencio.
"¿Qué te hizo afeitarte?", susurró ella, acariciando el mentón ahora desnudo.
Rafael soltó una risa suave. "Ayer vi algunas fotos de mi juventud... Me vi en el espejo y sentí que había pasado mucho tiempo desde la última vez que me vi así, sin barba. Fue un impulso".
"Extraño", dijo ella. "Pensé que lo habías hecho por... por mí".
"¿Por nuestra charla de anoche?", respondió riendo. "Jajaja, sí, tal vez. Cuando llegué y te vi, me di cuenta de lo mucho que te había extrañado y de lo mucho mayor que me veo con barba a tu lado. Tú aún no llegas a la mitad de tus treinta y te ves tan joven y bella, fácilmente podrías elegir entre muchos hombres".
"No digas tonterías", respondió Elaiza tocando con el índice la nariz de Rafael. "En primer lugar, hace mucho que pasó mi tiempo para casarme. Nadie querría a una mujer en sus treinta, y menos si ya no es pura", dijo suspirando. "Y en segundo lugar, estoy demasiado enamorada de un hombre muy guapo", añadió riendo.
Rafael sonrió y la besó cariñosamente. Un largo silencio los cubrió, solo roto por el latido de sus corazones.
"Sabes, cuando salgo de esta casa, a veces no puedo concentrarme. Solo pienso en ti, en estas noches y en tus ojos", confesó Rafael, mirándola a los ojos.
"Yo pienso en ti todo el día. En si estás bien, en tu aroma...", susurró ella. "Es extraño, ¿verdad? Vivimos en la misma casa, pero nos extrañamos como si estuviéramos en lados opuestos del mundo".
"Es verdad, pero al final del día, te tengo aquí. Eso es lo único que importa". Él se inclinó y la besó suavemente en los labios. "Por la mañana, ¿puedes traerme un té? No probé las galletas de Emanuel por el ajetreo del día. ¿Aún quedaron?"
Elaiza se rio suavemente. "Claro, mi amor. Temprano pediré que te traigan té y galletas antes de que te levantes". Lo besó y se cubrió con la sábana. "Emanuel guardó una porción especial para ti en la alacena y no permitió que nadie la probara bajo pena de no preparar pastel el resto del mes". Ambos rieron un momento y después se acomodaron para dormir. Elaiza descansó con una sonrisa en sus labios y el corazón lleno de la paz que solo él podía darle.
El silencio del despacho del marqués era denso, solo interrumpido por el ligero susurro de la pluma de Rafael sobre el papel. Rafael revisaba la correspondencia que se había acumulado en su ausencia. Firmó un documento, se sirvió un vaso de agua y, al mover la pila de cartas, una en particular llamó su atención: el sello de cera de la Real Academia Militar. Rafael la abrió con una curiosidad que no se había molestado en ocultar.
Sus ojos recorrieron las elegantes letras. Una expresión de sorpresa, genuina y notable, se apoderó de su rostro. Se levantó de inmediato y se dirigió a la biblioteca, un lugar que casi siempre encontraba lleno de la vida de su familia.
Al entrar, la escena lo hizo detenerse por un momento. Emanuel leía sus lecciones de literatura en voz alta para Elaiza, quien le daba indicaciones con un tono suave y paciente. Rosalba, sentada en un sillón junto a la chimenea, practicaba un bordado nuevo, mientras la señora Jenkins acariciaba a Rey Arturo, que dormía plácidamente en su regazo. La imagen de tranquilidad y armonía era el bálsamo que siempre encontraba en su hogar.
Rafael carraspeó suavemente y todos levantaron la mirada. "Tengo noticias de la academia", dijo, su voz resonando en el acogedor espacio. "Recibí esta carta. Al parecer, todos los estudiantes a partir de segundo año regresarán a sus hogares para las vacaciones. Llegarán en una semana".
Elaiza, sin pensarlo, tomó la carta que Rafael con una enorme sonrisa le entregó y comenzó a leer.
...--...
Real Academia Militar de la Corona
Estimado Marqués Rafael de Robledo, Capitán de las Fuerzas Armadas,
Nos dirigimos a usted en calidad de padre y tutor del joven Tomás de Robledo, distinguido estudiante de cuarto año en nuestra institución.
Es un honor informarle que, como es costumbre y en cumplimiento de la normativa académica, el período de instrucción correspondiente al año en curso ha concluido. Por ello, todos los estudiantes, a partir del segundo año, serán dispensados de sus deberes y se les concederán sus vacaciones de verano, con una duración de tres meses.
Se espera que los jóvenes se presenten en sus respectivos hogares en el transcurso de la última semana del presente mes, una vez que el transporte organizado por la Academia los haya trasladado a las cercanías de sus residencias.
Aprovechamos la ocasión para felicitarlo por los sobresalientes avances de su hijo, el cual ha demostrado una disciplina y un liderazgo dignos de su nobleza. Sus calificaciones, que recibirá en un informe adjunto, reflejan un futuro brillante en el servicio a la Corona.
Esperamos que su regreso a casa sea un momento de merecido descanso para su hijo y toda su familia.
Con los más altos honores.
Coronel Sir Reginald Finch
Director de la Real Academia Militar
...--...
"¡Tomás regresa!", exclamó Emanuel, dejando caer su libro con un ruido sordo.
La señora Jenkins se levantó de inmediato, despertando al zorro de su descanso. Rey Arturo se levantó y se subió a una mesa al ver la algarabía y el júbilo de la familia. "Mi señor, con su permiso, comenzaré los preparativos para su regreso. Es necesario revisar sus habitaciones y preparar una comida especial".
Rosalba no dijo nada. Su corazón, que había estado sintiéndose pesado, dio un vuelco. Se levantó y se acercó a la mesita de costura donde yacía su libro de poemas. Lo abrió en un hermoso poema. En la palma de su mano, apretaba una flor prensada. Hacía casi cinco años, Marcello le había entregado esa flor, y la había guardado con el mismo cuidado que se le exige a una reliquia. La había secado con esmero y, con el tiempo, la había deslizado en su libro de poemas favorito. Ahora, esa pequeña rosa seca servía de marcador de página. Su color se había desvanecido, pero su significado seguía intacto: una promesa silenciosa.
Rafael se acercó a ella. "Rosalba, sé que la noticia te alegra, pero te noto callada. ¿No te hace feliz el regreso de tu hermano?".
Rosalba se volteó, su cara con una mezcla de emociones que solo una adolescente puede sentir. "Sí, padre, claro que me hace feliz. Extraño mucho a mi hermano... Solo me tomó por sorpresa la premura del tiempo". Su voz era formal, un contraste con su voz interior que gritaba que él también regresaría, mientras el silencio de cinco años le decía lo contrario.
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