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MI ULTIMA ESPERANZA

Capítulo 1 — El peso de los días

Narrado por Elena

El sonido regular del monitor que medía los signos vitales de mi madre era, en esos momentos, la única certeza que tenía. Cada vez que entraba en su habitación, respiraba hondo antes de abrir la puerta, como si intentara atesorar un poco de valor para lo que pudiera hallar allí.

Mi vida se había convertido en una rutina: trabajar todo el día e ir al hospital, comer algo rápido —casi siempre de pie, al lado de su cama—, y regresar a casa para dormir un poco antes de empezar de nuevo. No había fiestas, ni citas, ni fines de semana libres. Y aunque muchas personas decían que a mi edad debería "disfrutar la vida", yo creía que ya lo estaba haciendo… aunque a mi manera.

Mamá siempre me recibía sonriendo, aunque su rostro luciera pálido y sus labios estuviesen secos. Tenía cáncer de pulmón avanzado, y los médicos hablaban de tratamientos, cirugías y probabilidades de una forma tan técnica que parecía que se referían a otra persona. Yo me negaba a fijarme en los números. No me importaban. Mientras ella respirara, tendría fe en que podría salvarla.

—Hija, llegas corriendo otra vez… —susurró mamá esa tarde, moviéndose un poco en la cama. Su voz era delicada, como si cada palabra le costara.

—Ya sabes que no me gusta hacerte esperar —le respondí, dejando mi bolso en la silla y tomando su mano. Sus dedos estaban fríos, como si el calor se le estuviera yendo poco a poco.

Me observó con esa mezcla de cariño y preocupación que solo una madre puede mostrar.

—Trabajas demasiado. Y cuando no trabajas, estás aquí. ¿Cuándo vives para ti?

Me mordí el labio. Ya habíamos tenido esa charla antes.

—Mamá… no me pidas eso ahora. Cuando vuelvas a casa, cuando te recuperes, podré estar más tranquila. Y tal vez ahí… —me detuve, porque decir "tal vez ahí viva" me parecía cruel—. Tal vez ahí haga otras cosas.

Ella suspiró, sin discutir más, pero con una mirada que decía que no estaba convencida. Sabía que en el fondo temía por mi futuro, por la soledad que vendría cuando ella no estuviera. Yo trataba de no pensar en eso.

El dinero se erguía como un obstáculo permanente ante nosotras. Lo que obtenía apenas era suficiente para cubrir el alquiler, los servicios y lo esencial. El costo del tratamiento que requería superaba lo que podría ahorrar en muchos años. El seguro solo cubría una parte mínima, y lo que faltaba. . .  lo que faltaba era como una montaña inalcanzable.

Esa noche, al salir del hospital, el viento frío de la ciudad me golpeó la cara. Camine despacio hacia el apartamento que arrendaba, que estaba a unas pocas calles, un espacio pequeño con paredes desgastadas y un balcón oxidado que apenas dejaba entrar la luz. Abrí la puerta y el silencio me rodeó. Dejé caer las llaves sobre la mesa y me senté frente a la vieja computadora que había recibido de un vecino que se había mudado.

Prendí la pantalla con la idea de buscar un turno adicional en alguna cafetería o restaurante. Ya trabajaba a medio tiempo en una tienda y por las noches limpiaba oficinas, pero pensaba que quizás podría renunciar a las pocas horas de sueño que me quedaban. No había más opciones. . .  o eso creía.

Pasé horas revisando sitios de empleo, examinando anuncios de todo tipo. Algunos parecían ofrecer grandes beneficios y resultaban ser estafas. Otros eran trabajos exigentes con un salario muy bajo. Me restregué los ojos, agotada, y estaba a punto de rendirme cuando algo captó mi atención.

El anuncio no estaba en la sección habitual de empleo, sino en un foro de oportunidades y anuncios privados. El título era claro y directo:

“Se necesita mujer para ser madre subrogada. Generoso pago. Gastos médicos cubiertos al 100%.”

Parpadeé numerosas veces, pensando que quizás había leído mal. El texto continuaba:

“Buscamos a una mujer saludable, menor de 30 años, para llevar un embarazo a través de inseminación artificial. El óvulo será de la madre contratante. Se requiere buena salud física y mental, disponibilidad para chequeos médicos frecuentes y la posibilidad de mudarse temporalmente en los últimos meses del embarazo. Se ofrece pago completo al finalizar el proceso y cobertura total de todos los gastos durante el embarazo. Se dará prioridad a candidatas sin hijos previos.”

Mi corazón comenzó a latir con más fuerza. Sabía a qué se refería: ser madre de alquiler. No era algo desconocido para mí; lo había escuchado en la televisión o leído en redes sociales. Siempre lo había considerado algo distante, reservado para personas adineradas y contratos complicados. Nunca pensé que vería algo así en mi propia pantalla, dirigido a "cualquier" persona que cumpliera con los criterios.

El pago que ofrecían estaba resaltado al final. Una cifra tan elevada que por un momento creí que era un engaño. Con ese dinero podría costear la operación de mi madre, los medicamentos, la rehabilitación… y aún me quedaría suficiente para regresar a la universidad.

Tragué saliva. La razón me decía que no debía ni pensarlo. Sin embargo, una parte de mí, la que estaba desesperada, fatigada y lista para hacer lo que fuera por ayudarla, ya estaba considerando cómo aplicar.

Miré la pantalla, con las manos quietas sobre el teclado. Nunca había estado en estado de gestación. Nunca había tenido una relación. Ni siquiera había compartido un beso significado. La noción de que mi cuerpo pudiera llevar a un bebé que no sería mío me resultaba rara, pero no insoportable. Al fin y al cabo, no se trataba de mí. Se trataba de ella, de mamá.

Cerré los labios y volví a leer cada línea del anuncio, como si intentara grabarlo en mi memoria. Pedían buena salud… yo la tenía. En cuanto a la edad… cumplía con el requisito. Sobre la disponibilidad… eso podría ser complicado con mis trabajos, pero si me ofrecían lo que decía el anuncio, podría dejar todo y dedicarme solo a eso.

Me recosté en el respaldo de la silla, cerré los párpados y respiré profundamente. “Es por ella”, me dije a mí mismo. “Es por mamá”. Abrí los ojos y vi que el cursor seguía parpadeando en el lugar donde tenía que redactar mi mensaje de contacto.

Desplacé los dedos sobre el teclado… y me detuve nuevamente. ¿Y si resultaba ser un engaño? ¿Y si me involucraba en algo sospechoso? El anuncio mostraba un número telefónico y una dirección de correo electrónico. Decía que las entrevistas se llevarían a cabo en una oficina de la ciudad, con médicos presentes.

Eso parecía más formal.

Sentí un escalofrío y no supe si era por temor o emoción. Quizás era una combinación de ambas. Me levanté, caminé hacia la ventana y observé la calle desierta. Pensé en mamá, sola en la cama del hospital, batallando por respirar. Recordé las facturas amontonadas en la mesa, las cartas de cobro y la expresión resignada del médico cuando me decía que sin la operación no habría ninguna esperanza.

Regresé a la mesa. Respiré de nuevo y, con las manos temblorosas, empecé a escribir.

Capítulo 2

POV ELENA.

No esperaba que la respuesta fuera inmediata. Solo habían transcurrido unas pocas horas desde que envié mi correo, y aún sentía en mi cuerpo esa mezcla de adrenalina y temor que me dejó la mala noche. A la mañana siguiente, mientras me encontraba en la cafetería del hospital, tratando de despertarme con un café diluido que parecía más agua tibia con un ligero aroma a café, mi teléfono vibró sobre la mesa.

Miré la pantalla. Era un número desconocido. Dudé un momento antes de contestar.

—¿Elena Vargas? —preguntó una voz femenina, formal y firme.

—Sí, soy yo.

—Estamos respondiendo a su solicitud para el proceso de gestación subrogada. Hay una entrevista disponible hoy a las cinco. ¿Puede ir?

Sentí una extraña sensación en la espalda, como si el tiempo se detuviera por unos segundos.

—Sí… claro —respondí, intentando que mi voz no delatara la tensión en mi garganta.

—Perfecto. La cita es en la Torre Central, en el piso dieciocho. Por favor, traiga su documento de identidad y, si es posible, su historial médico.

Colgó sin proporcionar más información. No dijo “gracias por postular”, ni “nos vemos luego”. Tampoco mencionó nombres ni quiénes serían las personas que me recibirían. Eso… me ponía ansiosa. En mi mente, imaginaba rostros desconocidos, afilados, vestidos con trajes que costaban más que un año de mi sueldo, personas acostumbradas a tener el control y a tomar decisiones.

Pasé el resto del día con un nudo en el estómago. El reloj parecía moverse más rápido de lo habitual, y cada vez que pensaba en la entrevista, un frío intenso me subía por el pecho. Le dije a mamá que tenía “otra entrevista de trabajo”, cuidando de no mirarla mucho para que no notara en mis ojos lo que no quería decirle por ahora. Ella, con esa sonrisa cansada que siempre ocultaba su dolor, me deseó suerte. Me dolió porque sentí que, si supiera la verdad, no me permitiría ir.

A las cuatro y cuarto ya me encontraba frente a la Torre Central. El edificio se alzaba como un enorme espejo que reflejaba una imagen distorsionada del cielo gris. Cristal y acero, recto, frío y perfecto. La entrada estaba vigilada por un guardia que parecía más una barrera humana que una persona.

—Identificación —pidió, sin mostrar sorpresa alguna.

Revisó una lista, me devolvió el documento y me indicó el camino. El ascensor subió tan rápidamente que tuve que apoyarme en la pared para no perder el equilibrio; sentí que dejaba mis pies atrás en la planta baja.

Cuando las puertas del dieciocho se abrieron, lo primero que percibí fue el aroma. No era el olor sintético de un ambientador barato, sino un leve perfume de flores frescas, como si alguien hubiera traído un ramo esa mañana. La recepción era amplia y tranquila, con un enorme ventanal que ofrecía una vista de la ciudad desde lo alto, dándole un aspecto de maqueta.

Una mujer con el cabello recogido en un moño impecable, vestida con un traje oscuro y una sonrisa controlada se acercó a mí.

—Buenas tardes, ¿Elena Vargas? —inquirió.

—Sí.

—Por este lado, por favor.

La seguí por un corredor alfombrado que suavizaba el sonido de mis pasos, hasta llegar a una sala de reuniones. Allí, sentadas una frente a la otra, había dos mujeres que parecían venir de mundos muy distintos.

La primera llevaba un traje gris oscuro, su cabello castaño recogido en una coleta alta, con una mirada firme, casi cortante. Sus movimientos eran precisos, como si pensara cada gesto. La otra mujer lucía un vestido color crema, con el cabello suelto cayendo sobre los hombros, y una expresión suave que contrastaba con la rigidez de su compañera.

Me quedé de pie, sintiéndome incómoda, hasta que la mujer del traje se levantó.

—Buenas tardes, soy Amanda —dijo, extendiendo la mano. Su voz sonaba segura, sin ningún indicio de duda.

—Y yo soy Martina —agregó la otra, estrechando mi mano con calidez—. Siéntate, por favor.

La entrevista inició de inmediato. Amanda asumió el control, haciendo preguntas rápidas y directas: salud, antecedentes médicos, cirugías, alergias, rutinas diarias. Me limité a responder sinceramente, tratando de ocultar mi incomodidad. Martina, en cambio, hacía preguntas más personales: si estudiaba, si tenía pareja, qué me impulsaba a postularme.

Me mordí el labio antes de responder, pero finalmente dije la verdad:

—Mi madre está muy enferma. Necesita una cirugía costosa y esto podría salvarla.

Martina desvió la mirada por un instante y asintió lentamente, mostrando una comprensión genuina. Amanda me observó con atención, como si analizara cada una de mis palabras.

Luego entró un médico. Tenía un pequeño maletín y una actitud profesional. Me tomó la presión arterial, midió mi estatura y peso, y me hizo preguntas básicas sobre mi salud. Todo transcurrió con una rápida eficiencia que me dejó con la sensación de estar en medio de un procedimiento bien organizado.

Cuando el médico se fue, Amanda tomó una carpeta gruesa y la puso delante de mí.

—Este es el contrato. Léelo despacio.

Empecé a hojear el documento. Las letras se volvían cada vez más pequeñas. Había cláusulas sobre privacidad total, cuidados de salud, dieta rigurosa, citas necesarias y un traslado temporal en los últimos meses de la gestación. Todo estaba detallado, incluso la cantidad de consultas médicas por semana. El monto total estaba claramente especificado, junto con la forma de pago: un adelanto al firmar, pagos mensuales para mis gastos, y el resto al momento de entregar al bebé.

Martina se acercó un poco más a mí, hablando en voz baja:

—No estarás sola en ningún momento. Contarás con el apoyo médico y todo lo que necesites.

Mis ojos se fijaron en la cantidad del adelanto. Con ese dinero podría costear la operación de mi mamá. No en unas semanas. No en un futuro incierto. Ahora.

Amanda señaló la última parte del texto.

—Si estás de acuerdo, podemos firmar hoy mismo.

Sentí mi corazón latiendo fuertemente en mi pecho. En mi mente, la imagen de mamá en la cama del hospital se volvió tan clara que tuve que mirar hacia abajo para no romperme. Respiré profundamente, tomé la pluma y firmé.

Amanda y después Martina también pusieron su firma. Una mujer entró en silencio y puso un sobre pesado frente a mí. Su peso parecía más que lo que pensé, como si en su interior hubiera no solo dinero, sino una decisión definitiva.

—Este es el primer pago —comentó Amanda—. El resto se entregará según lo acordado.

Casi no recuerdo qué más se dijo después. Salí de la Torre apretando el sobre contra mi pecho, como si pudiera escaparse si lo soltaba ni un segundo.

Tomé un taxi y, en cuanto la puerta se cerró, no pude evitarlo: abrí el sobre. Los billetes estaban perfectamente organizados, nuevos, con ese olor único a papel y tinta. Los conté una vez. Luego otra, sin poder creer lo que veía.

Llegué al hospital y fui directamente a la ventanilla de pagos. La recepcionista me miró con sorpresa cuando puse el dinero sobre el mostrador.

—Quiero pagar la operación de mi madre. Hoy.

Firmé documentos, recibí los comprobantes, y cuando finalmente me senté en la sala de espera, sentí que todo en mi vida había cambiado en pocas horas. No estaba segura de lo que vendría después, pero esa noche me dormí con la confianza de que mamá tendría una nueva oportunidad para luchar.

Capítulo 3 —

POV Elena

Nunca había visitado una clínica tan prestigiosa. El pasillo blanquecino parecía alargar cada paso y amplificar el sonido de mi respiración. Me decía a mí misma que esto era solo un trámite y que no debía tener miedo. Sin embargo, mis manos frías y mi estómago revuelto me decían lo contrario.

Martina me aguardaba en la recepción, sonriendo como si fuéramos amigas de toda la vida. Su cabello castaño claro, meticulosamente recogido en una trenza suelta, le daba un aspecto acogedor, casi maternal.

—Has llegado justo a tiempo, querida —dijo mientras me abrazaba de repente. Olía a vainilla y lavanda—. ¿Estás lista para dar este gran paso?

Asentí, aunque por dentro estaba llena de dudas.

Detrás de ella estaba Amanda, alta, impecable, con un traje oscuro y labios rojos perfectamente delineados. No me abrazó ni me tocó; solo me dedicó una leve inclinación de cabeza y un “buenos días” que sonó más como cuestión de protocolo que un saludo amable.

—Espero que entiendas la gravedad de lo que haremos —su voz era firme, sin un atisbo de duda—Esto no es un juego.

Era como si Amanda hablara desde una torre de cristal y Martina desde una chimenea encendida. Dos mundos opuestos unidos por un mismo deseo: tener un hijo.

La doctora me explicó el procedimiento, pero yo casi no escuchaba. Mi mente estaba en conflicto entre el temor a lo desconocido y la imagen de mi madre en la cama del hospital, pálida y frágil, esperando su operación que gracias a esto puede pagar.

—Agárrame la mano si lo deseas —susurró Martina al acostarme en la camilla. La tomé con la misma necesidad de un salvavidas. Amanda permaneció de pie, con los brazos cruzados, mirando todo con la gravedad de quien no acepta errores.

El procedimiento fue rápido, pero me quedó una extraña sensación en el pecho. . . una mezcla de vértigo y esperanza. Sabía que, a partir de ese momento, todo podía cambiar.

Las semanas siguientes fueron un juego silencioso de miradas, chequeos médicos y mensajes puntuales. Martina me mandaba casi a diario: “¿Cómo te sientes hoy?”, “No olvides tomar tus vitaminas”. Sus mensajes estaban llenos de corazones y emoticonos felices.

Amanda, en cambio, solo se comunicaba cuando había que coordinar citas o firmar papeleo. Eficiente y precisa, sin añadir palabras innecesarias.

Cuando la prueba de sangre confirmó el embarazo, Martina lloró por teléfono.

—¡Lo logramos, Elena! —gritó con tanto entusiasmo que por un momento olvidé que ese bebé no era mío.

Amanda, al enterarse, solo comentó:

—Perfecto. Ahora debemos ser más cuidadosas con tu salud.

Ese mismo día, recibí la transferencia de otra parte del pago. El dinero estaba en mi cuenta, cumpliendo con una promesa. Lloré mirando la pantalla de mi teléfono. No eran solo números… era la oportunidad de seguir con el tratamiento de mi madre.

Recuerdo la prisa hacia el hospital. Sentía que cada segunda era crucial. Entré en la habitación agitada, con el corazón latiendo rápidamente.

—Mamá… ya tienes la cirugía garantizada, y ahora también el tratamiento posoperatorio.

Ella me miró con confusión.

—¿Cómo…? Elena, ¿qué hiciste?

No pude decirle la verdad. No en ese momento.

—Conseguí un trabajo… uno muy bien remunerado.

Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas, pero esta vez eran de alivio. Me abrazó con una fuerza que no pensé que pudiera mostrar en su estado.

La operación fue un éxito. Mientras ella dormía en la sala de recuperación, me quedé a su lado durante horas, acariciando su mano, pensando en el pequeño ser que estaba creciendo dentro de mí y en la deuda que tenía con esas dos mujeres.

Pero el tiempo no perdona los secretos. A medida que pasaron los meses, mi cuerpo empezó a hablar por sí mismo. Al principio, era solo una ligera curva en mi abdomen, pero luego fue imposible ocultarlo. Martina, siempre tan dulce, fue la primera en percatarse. Me observó un día en una cita médica y sonrió con ternura.

—Te ves hermosa, Elena… radiante.

Amanda no dijo nada, pero su mirada aguda dejó claro que también estaba al tanto.

Finalmente, en una reunión en su apartamento, no pude soportarlo más. Estábamos en la sala, Martina sirviendo té y Amanda revisando documentos.

—Quiero que sepan… que mi madre no sabe de nuestro acuerdo. Ella cree que todo es un trabajo normal. No quería inquietarla.

Martina dejó la taza en la mesa y se acercó a tomar mis manos.

—No tienes que sentirte culpable. Estás haciendo algo maravilloso.

Amanda interrumpió con un tono que parecía tanto crítico como protector:

—Lo único que importa es que cumplamos con el acuerdo y que el bebé llegue sano.

Asentí, sintiendo una extraña mezcla de alivio y tristeza. No había marcha atrás. El contrato estaba firmado, mi madre se había recuperado, y dentro de mí, la vida que unirá para siempre a estas dos mujeres… y a mí.

**

Cuando mamá abrió la puerta de su cuarto, la luz suave de la lámpara proyectaba sombras sutiles en sus mejillas fatigadas. Había salido del hospital solo hace unos días y todavía se sentía débil tras la operación.

—¿Estás bien, hija? —preguntó con la misma voz suave que siempre me había tranquilizado de pequeña.

La miré por un momento, intentando grabar cada detalle de su rostro en mi memoria. Había practicado varias maneras de decírselo, pero ninguna parecía adecuada. Tragué saliva.

—Mamá… necesito decirte algo muy importante.

Sus ojos se iluminaron, tal vez esperando buenas noticias.

—Cuéntame, cariño.

Tomé aire profundamente, sintiendo mi corazón latir con fuerza.

—Voy a ser mamá.

Ella parpadeó, como si necesitara asegurarse de que había oído correctamente. Luego, su cara se transformó en una gran y feliz sonrisa.

—¿Qué?! ¡Voy a ser abuela! —exclamó riendo, cubriéndose el rostro con las manos. Sus ojos resplandecían de alegría—. No lo puedo creer, Elena… siempre deseé esto.

La escuché reír, y por un momento sentí un nudo en la garganta. Su emoción era tan pura que me dolió lo que tenía que decir a continuación. Bajé la mirada y comencé a jugar con mis dedos.

—Mamá… hay algo que necesito aclarar. El bebé… no es mi hijo.

Ella dejó de reír, y el silencio se hizo pesado entre nosotras. Me miró con una mezcla de confusión e incredulidad.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, su tono ya no tan seguro.

—No es mío —dije, sintiendo un leve temblor en mis manos—. Fui contratada para ser madre subrogada. Solo estoy… alquilando mi vientre.

La noté cerrar los ojos un instante, como si necesitara asimilar cada palabra. Luego, sus hombros se hundieron.

—Ah… —susurró, y su sonrisa se desvaneció poco a poco. Había un aire de tristeza en su mirada, como si acabara de perder algo que había creído que era suyo por un momento.

Me acerqué y le tomé las manos.

—Mamá, lo hice porque necesitamos el dinero. Después de la operación… yo… no podía quedarme sin hacer nada.

Ella me miró en silencio, con los ojos llenos de lágrimas. Entonces, suspirando profundamente, acarició mi mejilla.

—Hija… no puedo ocultar que me duele, pero… también comprendo que lo hiciste con una buena intención.

Me abrazó con fuerza, y sentí cómo sus manos envolvían mi espalda con la calidez que siempre me había reconfortado.

—Te apoyo, Elena. Pase lo que pase, siempre estaré a tu lado.

Permanecí en sus brazos unos segundos más, sintiendo cómo, a pesar de la tristeza, su amor continuaba siendo fuerte.

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