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Después De Mí

Sinopsis

Valeria soñaba con ser médica desde niña, con un deseo profundo, un corazón lleno de pasión y unos ojos que brillaban con la certeza de que podía cambiar vidas. Sus sueños eran claros, su vocación firme, y cada paso que daba estaba lleno de entusiasmo y esperanza. Pero todo cambió cuando conoció a Elías, un estudiante de arquitectura brillante que la sedujo con promesas de amor eterno, estabilidad y protección, envolviéndola en un mundo que parecía perfecto.

Se casaron a escondidas, convencidos de que el amor bastaría. Elías le pidió que abandonara sus estudios, asegurándole que él se encargaría de todo, que su único rol sería ser su esposa, su apoyo, su paz. Ella, enamorada, aceptó sin imaginar que esa decisión la sumiría en la invisibilidad.

Mientras Elías ascendía en su carrera, ganando premios, apareciendo en revistas, siendo admirado y reconocido por todos, Valeria se volvía silenciosa, invisible, solo sombra de sí misma. Sus sueños quedaron guardados, sus días se llenaron de tareas domésticas y silencios que dolían, y su propia familia parecía olvidarla. En los eventos importantes, él se presentaba como soltero, mostrando al mundo un matrimonio que existía solo en apariencia.

La mujer que una vez soñó con salvar vidas ahora vivía entre platos sucios, rutinas vacías y una soledad que nadie parecía notar. Cada día sentía cómo su esencia se desvanecía, cómo sus aspiraciones se diluían en la sombra de un esposo que parecía incapaz de verla de verdad.

Pero hay silencios que cansan, que desgastan hasta la fibra más fuerte. Y hay un punto de quiebre que no avisa, un instante en que la resignación ya no basta.

Cuando Valeria descubre que ni siquiera el amor basta para justificar tanto olvido, empieza un proceso doloroso pero necesario: reconstruirse desde las ruinas, resurgir, redescubrir sus pasiones, su valor y su nombre. Entre recuerdos, amistades que resurgen y decisiones que desafían su pasado, Valeria emprende un camino donde cada paso es una lucha, pero también una oportunidad de recuperar la mujer que siempre fue y que nunca debió desaparecer.

COMUNICADO

💫📖 ¡Hola, queridos lectores! 📖💫

Mi novela Después de mí ya está en emisión, y estoy muy emocionada de compartirla con ustedes. 🙌✨

Los capítulos se publicarán lunes, miércoles y viernes, y de vez en cuando habrá maratones sorpresa para que puedan sumergirse por completo en la vida de Valeria, sus sueños, sus miedos y sus secretos más profundos. 💕

Esta historia es especial para mí, porque habla de redescubrirse, de luchar por lo que uno merece y de no dejar que nadie apague la luz que llevamos dentro. 🌸

Valeria nos recordará que, aunque a veces nos sintamos perdidos o invisibles, siempre podemos encontrar el camino de regreso hacia quienes realmente somos.

Espero que cada capítulo los haga sentir, llorar, reír y reflexionar junto a ella. Sus comentarios son bienvenidos 🥰, y si les gusta, será un impulso enorme para seguir compartiendo esta historia. Y si no… bueno, mejor guárdenlo para ustedes 😅, que aquí queremos que reine la buena vibra.

Gracias por acompañarme en este viaje. Preparen su corazón, porque Después de mí apenas comienza y cada capítulo los llevará un paso más cerca de la verdad de Valeria. 💖

Espero que disfruten mucho la historia 😍.

Lean, disfruten y cuéntenme qué les parece 💕

CAPITULO 1

No sabría decir en qué momento exacto dejé de mirarme al espejo. Tal vez fue la primera vez que él llegó tarde a casa y no me miró a los ojos. O tal vez fue mucho antes, cuando acepté dejar la universidad “por nuestro futuro”, como él lo llamaba. Lo cierto es que una mañana me desperté y ya no me reconocí.

El despertador sonó a las 6:30 a.m., como siempre. Me levanté en automático, recogí su ropa de la silla, preparé el café sin azúcar que tanto odia, pero que nunca me dice que cambié. Estaba tan acostumbrada a cuidar de todo, que ni siquiera notaba que nadie cuidaba de mí.

—Tienes junta con el ingeniero Ugarte a las diez —le dije, mientras le acomodaba la corbata.

—Gracias, amor —respondió sin mirarme. Como si fuera su asistente. Como si ser su esposa no implicara también querer ser vista.

Lo observé salir de casa con ese maletín caro que yo misma le regalé para su primer ascenso. Caminaba seguro, elegante, con un aire que gritaba éxito. Yo me quedé descalza en la puerta, con la taza de café frío en las manos y la certeza de que él ya no le contaba al mundo que estaba casado. Nunca lo decía en sus entrevistas, ni en sus publicaciones. Para todos, era el joven arquitecto brillante y soltero.

Fui hasta el baño y me obligué a mirarme. Tenía ojeras que el maquillaje ya no cubría y el cabello recogido en una trenza apurada. A los 28 años, me sentía una sombra. Una sombra que alguna vez soñó con ser doctora, pero que se convirtió en la cuidadora de un sueño que no era suyo.

Me juré que algún día saldría de ese espejo. Que iba a recuperar todo lo que había enterrado por amor.

Pero aún no estaba lista.

Todavía no.

Apoyé las manos en el lavamanos y cerré los ojos.

Como si mi mente también necesitara una vía de escape, un recuerdo irrumpió sin aviso. El vestido blanco, las flores sencillas, su sonrisa nerviosa... y mis sueños, todos reunidos en esa pequeña iglesia del barrio donde nos prometimos todo lo que hoy ya no éramos.

Flashback

—¿Estás segura? —me preguntó Renata, mi mejor amiga, cuando me ayudaba a arreglarme.

—Claro que sí —le respondí sin dudar—. Lo amo. Lo único que quiero es construir una vida con él.

—¿Y la medicina?

—Él dice que podremos con todo... que solo necesito apoyarlo este tiempo. Después seguiré yo.

Mentira. Nunca hubo un “después”.

La imagen de él esperando en el altar me dolía ahora. Se veía tan joven, tan emocionado. Casi parecía un niño disfrazado de adulto. Y yo… yo lo miraba como si fuera mi universo entero. No me importó firmar nada sin leerlo bien, ni detener mi carrera justo antes de entrar ha internado. Me prometió que, cuando él terminara su maestría, yo podría volver. Que solo era “un tiempo”.

Volví al presente. Abrí los ojos. Seguía allí, en el baño, con la piel reseca y el alma todavía más.

Miré el cepillo de dientes que compartíamos, la toalla colgada con descuido, los frascos de cremas que él nunca nota. Todo hablaba de una rutina que me había devorado.

Tomé aire, tragué la tristeza, y me obligué a sonreír frente al espejo. Solo un segundo. Solo para comprobar que aún podía hacerlo.

Pero fue una sonrisa tan débil que hasta el espejo pareció dudar.

El aire en el departamento era espeso, como si me asfixiara sin razón. Tal vez por eso decidí salir. Tomé mi abrigo ligero, dejé una nota en la mesa —aunque sabía que él no la leería— y bajé a la calle. No tenía un destino en mente, solo quería caminar. Respirar algo que no fuera rutina.

Las calles estaban tranquilas. El sol, se colaba entre los edificios y las ramas secas. En una esquina, una niña reía mientras corría delante de su madre, cruzando sin mirar. Fue un segundo.

El chillido de los frenos.

El golpe seco.

El grito ahogado de una madre.

Y el cuerpo pequeño tendido en el asfalto.

Corrí sin pensarlo.

—¡Llama a una ambulancia! —grité a los curiosos, arrodillándome junto a la niña. Tenía una herida abierta en la frente, respiraba con dificultad. Sangraba por la nariz. No respondía.

Con manos temblorosas, pero con lo poco que recordaba de primeros auxilios, incliné su cabeza cuidadosamente para liberar las vías respiratorias. Su pulso era débil, pero estaba ahí.

—Tranquila, pequeña… estás conmigo —le susurré. A su madre, que sollozaba sin consuelo, le tomé la mano. —Ya viene la ayuda. Está viva, respira, ¿sí? No deje que se duerma.

Una eternidad después, llegaron los paramédicos. Uno de ellos asintió al ver cómo mantenía estable la cabeza de la niña.

—Buena maniobra. ¿Eres médico?

—No… —respondí bajito, como si me doliera decirlo.

Subí a la ambulancia con la madre. Nadie me lo pidió, simplemente lo hice. Algo dentro de mí se había encendido.

En el hospital, las enfermeras se la llevaron en camilla directo a emergencia. La madre no me soltaba. Lloraba en silencio, pero ya no de desesperación.

—Gracias… No sé qué hubiera hecho sin usted. Gracias.

Me senté en la sala de espera, con las manos aún manchadas de sangre y el corazón latiendo como si volviera a vivir. Fue entonces que vibró mi celular.

"¿Dónde estás? Ya estoy en casa. No estás aquí."

Era él. Directo. Sin un "¿estás bien?", ni un "te amo". Solo eso. Control.

Justo cuando pensaba cómo responder, salió un médico joven con el uniforme aún manchado y el rostro sereno.

Tenía el cabello algo revuelto, lentes y una expresión cálida. En su bata blanca, leí su nombre: Dr. Julián Rivas.

—La niña está fuera de peligro. Llegó muy inestable, pero reaccionó bien gracias a los primeros auxilios que recibió antes de entrar. Si no hubiera sido por eso, quizás no estaría aquí ahora.

La madre se levantó de golpe y, entre lágrimas, señaló en mi dirección:

—La señorita… fue ella. Ella la ayudó.

Pero yo ya me estaba alejando por el pasillo, sin esperar reconocimientos. Algo en mi interior temblaba.

No por el accidente, no por el susto…

Sino por esa sensación que no sentía hace años:

La certeza de haber hecho algo que tenía sentido.

Salí del hospital sin mirar atrás. El celular vibró de nuevo, pero lo ignoré.

Por primera vez en mucho tiempo, me sentía viva.

Cuando llegué a casa, eran casi las ocho. Las luces estaban encendidas. El aroma a comida recalentada llenaba el aire, pero no había rastro de él en la cocina.

Cerré la puerta con cuidado. Sentía las piernas pesadas, la cabeza aún revuelta por todo lo que había pasado. Aun así, dentro de mí, había algo latiendo fuerte. Un fuego que no había sentido en años.

Lo encontré en la sala, con el control remoto en una mano y el ceño fruncido.

—¿Dónde estabas? —preguntó sin levantar la vista del televisor.

—Hubo un accidente —respondí con voz firme, aún con el abrigo puesto—. Una niña fue atropellada. Yo… le di primeros auxilios. Acompañé a la madre al hospital.

—¿Qué? —frunció el entrecejo, molesto—. ¿Y a mí quién me avisa? ¿Te parece normal desaparecer así?

—Elías —me acerqué—, salvé una vida. La niña… el paramédico dijo que si no hubiese recibido ayuda en ese momento, no estaría viva. Me lo agradecieron. Sentí que, por primera vez en años, estaba donde debía estar.

Él apagó el televisor. Me miró por fin. Pero no como esperaba.

—¿Y ahora qué? ¿Vas a creerte médica por eso? ¿Quieres que te aplauda?

Sentí que algo se quebraba en mí. Pero no me callé. Esta vez, no.

—Estoy casada contigo hace ocho años —le dije, sin bajar la mirada—. Dejé mi carrera por apoyarte, porque tú dijiste que, cuando terminaras tu maestría, yo podría retomar. ¿Y qué pasó? Te graduaste, creciste, viajaste… y yo sigo aquí. Invisible.

Esperando un “después” que nunca llegó.

—Valeria… —gruñó, impaciente.

—Hoy, después de ayudar a esa niña, entendí algo: ser médica es lo único que me hace feliz. Quiero estudiar. Quiero mi vida de vuelta.

Guardó silencio. Se puso de pie y caminó hacia mí. Su rostro había cambiado. Ya no estaba molesto… estaba herido en su orgullo.

—¿Así que estás aburrida en casa? —me dijo en voz baja, venenosa—. ¿Cansada de atender a tu esposo? Muy bien… te daré un hijo. Así estarás ocupada. Y no pensarás tonterías como eso de querer ser médico.

Me quedé inmóvil.

Él continuó, sin detenerse.

—Tú no sirves para eso, Valeria. Nunca serás una médica. Eres una tonta.

No respondí. No podía.

No porque creyera sus palabras. Sino porque algo dentro de mí acababa de morir. O tal vez… acababa de despertar.

CAPITULO 2

—¿Qué te hace pensar que yo quiero traer al mundo a un hijo, y menos aún darle un padre como tú? —escupió Valeria con la voz quebrada por la rabia.

Elías se quedó congelado, con los ojos inyectados de furia. El silencio cayó como una bomba en la sala. La lámpara del techo zumbaba con su débil parpadeo, único testigo de una verdad que llevaba años encerrada entre las paredes de esa casa:

Valeria ya no era la misma mujer sumisa que lo esperaba con la cena lista y la sonrisa fingida.

—¡No sabes lo que estás diciendo! —gruñó él, caminando hacia ella con los puños apretados—. ¡No tienes idea de lo ingrata que suenas!

—¿Ingrata? —repitió ella, con una risa amarga—. ¿Después de haberlo dejado todo por ti? Mis estudios, mis sueños, hasta mi independencia… todo para apoyarte. Ocho años esperando una promesa que nunca cumpliste, Elías. Ocho años de mentiras. Dijo Valeria

—¿Y sabes qué más? —dijo con calma peligrosa—. No pienso dormir ni un día más al lado de un hombre que me desprecia.

Elías giró la cabeza hacia ella, confundido.

—Desde este momento —continuó ella, caminando hacia las escaleras—, dormiré en la habitación de invitados. Y no te atrevas a tocarme. Porque ahora... voy a comenzar a vivir por mí.

Subió los escalones sin mirar atrás, como quien deja atrás las ruinas de un incendio. La habitación de invitados olía a encierro y a polvo, pero al cerrar la puerta tras ella, Valeria sintió algo que hacía años no sentía: libertad. Se dejó caer en la cama, respiró hondo… y por primera vez en mucho tiempo, durmió sola. Y en paz.

Amanecía cuando Valeria se despertó en la habitación de invitados. No había puesto alarma. Había llorado tanto en la madrugada que el cuerpo la obligó a rendirse. Al abrir los ojos, un vacío espeso le llenó el pecho. No había vuelta atrás. No después de todo lo que se había dicho la noche anterior.

El sonido de la cafetera eléctrica burbujeando en la cocina le hizo saber que Elías ya estaba despierto. Cuando salió al comedor, todavía con la mirada cansada, lo encontró parado frente a la barra, hojeando su celular, impecable con su camisa blanca y el reloj de diseñador. Sin levantar la mirada, soltó con un tono irritante:

—¿Qué te pasa? ¿No has preparado el desayuno? —Se giró lentamente hacia ella—. Dime, ¿qué quieres que haga para que se te pase el berrinche de anoche? ¿Ropa? ¿Alguna joya? ¿Prefieres perfume o carteras?

Valeria lo miró, incrédula. La rabia se mezcló con tristeza, como una ola amarga que venía creciendo desde hace años.

—No me interesa nada de eso, Elías. Ya te lo dije ayer. Quiero estudiar medicina. Eso es lo único que quiero.

Elías suspiró pesadamente y soltó el celular sobre la mesa como si ya estuviera harto del tema.

—¿Vas a empezar otra vez? —dijo con desdén—. ¿Qué parte no entiendes? ¿Tú? ¿Medicina? ¿Tú sabes lo que cuesta estudiar eso? ¿Crees que voy a mantenerte mientras tú juegas a ser doctora?

Valería apretó los labios. No quería llorar. No otra vez.

—Me haces sentir como si fuera una carga, cuando lo único que he hecho durante ocho años es darte todo de mí —respondió, con la voz quebrada.

—¿Sabes qué? Mejor le voy a decir a mi madre que venga a hablar contigo. A ver si ella te hace entrar en razón —añadió con tono frío, casi amenazante.

El corazón de Valeria dio un salto. Se le heló el cuerpo. La suegra. El último nombre que deseaba oír.

No dijo nada. Bajó la mirada, pero en su interior, un huracán se levantó.

Y entonces, sin poder evitarlo, su mente retrocedió a ese primer almuerzo familiar en casa de doña Leticia, la madre de Elías. La primera advertencia.

—No quiero nueras flojas —le había dicho aquella vez con una sonrisa hipócrita mientras le servía el arroz—. Mi hijo es especial. Necesita una mujer que lo atienda bien, no una que esté correteando hospitales y libros todo el día.

Valeria recordó cómo ese comentario la hizo tragar saliva en seco, mientras Elías simplemente sonreía, sin defenderla, sin decir nada.

Recordó también las veces que intentó hablarle a su suegra sobre su sueño de ser doctora, y cómo ella la interrumpía con frases como “ese sueño déjaselo a las que no tienen un buen marido” o “ya tendrás tiempo de estudiar cuando seas una vieja”.

Y ahí estaba otra vez, ocho años después, el mismo ciclo. Elías llamando a su madre como si ella tuviera la autoridad para decidir sobre su vida.

Valeria no respondió. Se giró lentamente y regresó a la habitación de invitados. Cerró la puerta. La espalda le pesaba, pero su alma comenzaba a pararse sobre sus propios pies. Quizá por primera vez.

Después de unas horas, Valeria decidió dejar de darle vueltas al mismo pensamiento. Se duchó, se cambió con ropa sencilla pero cuidada, y salió rumbo al hospital. Necesitaba saber cómo seguía la niña que había ayudado el día anterior. Al llegar, fue directo al área de pediatría, donde se detuvo frente a una enfermera y preguntó:

—Disculpe… ¿Podría decirme cómo está la niña que ingresó ayer por un accidente en la calle principal? Iba con su madre, es pequeña, de unos seis años, creo…

La enfermera la miró un instante, pero antes de responder, una voz masculina intervino desde unos pasos más allá.

—¿Eres familiar de la paciente?

Valeria giró y vio a un hombre alto, de ojos atentos, con una bata blanca y una carpeta en la mano. Tenía una expresión amable, aunque sus ojos parecían siempre estar analizando todo. Era el doctor Julián Rivas.

—No, no soy familia. —Valeria bajó un poco la mirada—. Solo la ayudé ayer, en la calle. Quería saber si está bien… eso es todo.

Julián sonrió, como si acabara de confirmar una corazonada.

—Así que tú eras la señorita de buen corazón de la que la madre no dejaba de hablar. Incluso la escuché rezar por ti anoche. —Se acercó tendiéndole la mano—. Mucho gusto. Soy Julián Rivas. Y déjame felicitarte… aplicaste muy bien los primeros auxilios. Gracias a ti, la niña llegó estable.

Valeria sonrió con timidez y estrechó su mano.

—Hice lo que pude… no fue nada especial.

—¿Nada especial? Volviste. Eso dice mucho. —Julián la observó un momento con más interés—. ¿Eres estudiante de medicina?

Valeria dudó. Bajó la mirada, como si le doliera decirlo.

—No. Fui estudiante… hace unos años. Pero me retiré. —Hizo una pausa, luego alzó la vista con decisión—. Aunque deseo con todo mi corazón volver. Quiero ser médico. Y esta vez… no pienso renunciar.

Julián asintió, impresionado.

—Pues si te lo propones, lo lograrás. Lo importante ya lo tienes. Lo demostraste al regresar. No todos entienden lo vital que es estar ahí, hasta el final, por un paciente, aunque no lo conozcas. Eso no se enseña en los libros.

Ella sonrió, y por primera vez en días, sintió que alguien la veía de verdad.

—¿Te gustaría tomar un café? —preguntó Julián con tono casual, aunque su mirada seguía siendo curiosa.

Valeria dudó apenas un segundo, y luego asintió.

—Claro… ¿Por qué no?

Caminaron hacia la cafetería del hospital, y mientras pedían, Julián la miró de nuevo con una sonrisa.

—A todo esto… no te he preguntado tu nombre. ¿Cómo te llamas?

—Valeria… Valeria Esquivel.

Julián se quedó un instante en silencio, como si ese apellido le hubiera removido algo. Su sonrisa se suavizó, pero su mirada se volvió más profunda.

—Esquivel… —repitió lentamente—. Qué curioso… hace muchos años conocí a alguien con ese apellido.

Valeria lo miró con sorpresa.

—Tal vez sea una coincidencia. Pero ese apellido no es tan común. —Sonrió, como si prefiriera no decir más—. Ya tendremos tiempo para hablar de eso.

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