Se abrazaron una última vez. Fuerte. Como si el tiempo se detuviera.
Y entonces Barry corrió. Más rápido que nunca. Tan rápido que las lágrimas que salían de sus ojos se convirtieron en luz.
Y entró en la Speed Force.
Cuando abrió los ojos, ya no estaba en su mundo.
Estaba en un bosque. Hermoso. Lleno de árboles altos, flores que parecían cantar y aire tan puro que dolía respirarlo.
Corrió hasta un lago cercano. Se arrodilló y miró su reflejo.
Ya no tenía 30 años.
Tenía 18… tal vez 19.
Pero eso le importó poco.
No tenía a nadie.
Ni una ciudad. Ni un equipo. Ni a Iris.
Solo él… y el dolor.
Y entonces, lo abrumó. Cayó de rodillas, dejó que su cuerpo temblara, que las lágrimas cayeran, que la soledad se adueñara de cada célula.
Y allí, en medio de ese bosque de otro mundo…
Flash, el héroe más rápido del multiverso, se desmayó por la tristeza.
El canto suave de los pájaros y el aroma de flores intensas flotaban en el aire. El bosque era pacífico… demasiado pacífico comparado con la tormenta que sacudía el interior de Barry Allen.
Parpadeó. Estaba acostado en una cama improvisada de hojas aromáticas, en una habitación luminosa hecha de madera viviente. Las paredes latían suavemente con energía natural, como si el lugar mismo respirara.
Intentó incorporarse, pero un leve mareo lo detuvo. Se llevó la mano al pecho, esperando encontrar dolor o costillas rotas, pero no había nada. Sus heridas… habían sanado.
La Speed Force lo había vuelto a proteger.
—¿Estás despierto?
Una voz joven, firme, casi militar, resonó desde la entrada. Barry alzó la cabeza con precaución. Una joven alta, rubia, con chaqueta roja, camisa blanca manga larga, pantalones grises, y botas rojas lo observaba desde la puerta con una mirada inquisitiva, aunque no hostil.