-Ella no debe ganar-
-Es mejor piloto que todos, vencerá, se convertirá en la campeona del mundo, no podemos impedirlo-
-Parece que no lo has entendido, Marcela Smith no va a ganar, ella no será la campeona del mundo, nunca lo será-
-Nadie puede ganarle, Smith cruzará la sentencia en primer lugar y ganará el campeonato mundial, hará historia en el automovilismo, es imposible detenerla-
-No lo hará de ninguna manera, ella no va a ganar el Mundial de pilotos. Ponle una bomba en su bólido, hazla estallar en un millón de pedazos, dispárale a la cabeza, secuéstrala, lánzala al río, pero esa mujer no va a arruinarnos. Conseguiremos millones de dólares si ella no logra el título mundial, tendrá que perder aún sea en la misma línea de meta ante Happich-
-Tú eres el que no lo ha entendido, Smith ganará el Mundial porque es la mejor, es insuperable, ha demostrado su capacidad en los mejores circuitos del mundo, tiene mucha pericia, habilidad, es valiente y arriesgada, solo le falta ganar una carrera para proclamarse campeona-
-No, no, y no, nosotros vamos a ganar el Mundial, aún tengamos que matar a esa mujer-
-¿Qué pasará si Happich no puede con ella y pierde?-
-Ya te he dicho, asegúrate que esa mujer no gane, hazle estallar su carro, vuélala en un millón de pedazos, pero Happich será el campeón-
*****
-Quiero ese carrito-, le dije a papá haciendo fulgurar mis ojitos, ensanchando aún más risita pícara y moviendo mi naricita como una conejita, entusiasmada y febril, estirando mis manitos, queriendo tomar el pequeño auto de plástico que estaba sobre una caja de cartón, de colores vistosos y brillantes . Ya llevábamos varias horas dando vueltas en el mercado, tratando de comprar mi regalo de cumpleaños, pero yo no quería nada, tan solo ese carrito de carrera que ni siquiera costaba mucho. Mi padre había llegado a la casa sosteniendo entre sus brazos una gran muñeca, muy linda, rubia, de zapatitos oscuros y vestidito hermoso, que había comprado en el centro comercial de la ciudad, pero a mí no me gustó nada y me puse a llorar a gritos, incluso pataleando, aterrando a todos los vecinos. -¿Qué juguete quieres, entonces, hijita?-, estaba desconcertado y preocupado mi padre porque no atinaba a saber lo que yo ansiaba y deseaba, en realidad.
-No quiero una muñeca, no me gustan las muñecas-, dije molesta, dando bufidos y echando humo de mis orejitas, con mi carita fruncida y los bracitos cruzados, rebuznando muy colérica.
Mi mamá se puso también furiosa. -Las niñas juegan con muñecas-, me regañaba bastante molesta, pero yo no le hacía caso, y como no me daban gusto, gritaba, entonces, fuerte, lloraba el doble y continuaba pateando sillas y muebles, malhumorada y enojada. Lo que mis padres no entendían era que yo quería era ese carrito como los que veía en la televisión, rompiendo la barrera del sonido, aerodinámicos como naves espaciales, sin embargo no me atrevía a decírselos. Lo que ansiaba es que ellos, papá y mamá, adivinaran lo que pensaba e ilusionaba, je.
Mi papá me complacía en todo, en realidad. A mis tres añitos yo era su consentida absoluta, la luz de sus ojos y él se desvivía por verme reír, haciendo fiesta y estar siempre correteando en la casa muy contenta. Le disgustaba mis lloriqueos, no toleraba mis lágrimas y lo único que quería era verme siempre eufórica y festiva.
Papá me cargó y le dijo a mamá que nos íbamos al mercado. -Voy a comprarle el juguete que quiera Marcela-, le dijo. Mi madre renegó fastidiada por mis lloriqueos. -¡¡¡Conscientes demasiado a esa niña malcriada!!!-, nos amenazó con su gran cucharón de palo, porque justo ella estaba haciendo el almuerzo.
Mi padre quería que yo eligiera una muñeca, una cocina, una casa de juguetes, el peluche de un mono, un castor o de un perrito, un payasito relleno de semillas o un cuaderno de dibujos incluso ropita, sombreros, zapatitos y hasta una pelota pequeña, pero a todo yo le decía que no, no y no.
Y entonces después de tantas vueltas por los puestos de juguetes, vi uno de esos autos graciosos que ilusionaba, que veía en las competencias de automovilismo en la televisión, con sus ruedas grandes, sus alas de mariposa, su cuerpo alargado igual a una avispa o una nave espacial de las series de ciencia ficción que les gustaba tanto a mis padres. Estaba hecho enteramente de plástico y su única gracia era que sus rueditas giraban. -Quiero ese carrito-, le dije alborozada a mi padre. Él obviamente, se sorprendió mucho. -¿Un carrito? ¿Ese carrito?-, estaba boquiabierto y lívido.
Yo estiré aún más mi risita, hice brillar el triple mis ojitos y mi carita se pintó de un rosado. -Sí, ese carrito me gusta-, le dije frenética brincando en sus brazos. Su precio era cien veces menos que la muñeca rubia y grande que me había comprado mi padre, previamente. -¿No quieres mejor otra muñeca?-, estaba muy sorprendido y perplejo, papá. -No, lo que quiero es ese carrito-, le insistí riéndome, haciendo una fiesta con mis manitos.
-De saberlo no hubiera gastado tanto en esa muñeca rubia-, se enojó papá.
Mamá también quedó pasmada cuando me vio llegar con el carrito en las manos, feliz, dichosa, eufórica y frenética a la vez. -¿Le compraste esa porquería a tu hija?-, se fastidió mi madre. Ella era bastante huraña y pensaba que a mi padre le faltaba carácter para educarme y por eso lo criticaba y regañaba siempre. Papá, sin embargo era muy apacible, tranquilo, nada explosivo y tenía un carácter muy noble. -Es lo que ella quería-, estaba contento papá, al verme tan feliz, corriendo por la casa con mi carrito, haciéndolo rodar en el suelo, en la mesa, sobre los muebles. -¡¡¡Voy a ser una gran campeona, papá!!! ¡¡¡Campeona de automovilismo!!!-, le decía y rugía con mis pulmones, ¡¡¡¡roarrrrrrrrrr!!!! ¡¡¡¡roaarrrrrrr!!!! ¡¡¡¡roarrrrrrrrr!!!! imitando a los carros de carrera que veía ensimismada en la televisión mientras papá aplaudía eufórico. -¡Sí hija, le ganarás a todos los pilotos del mundo!-, decía él viéndome tan alborozada y febril, dando vueltas por toda la casa, feliz y dichosa con mi juguete nuevo.
-Ay, ustedes dos me van a volver loca-, renegó mamá entonces y volvió a la cocina, a terminar de hacer el almuerzo.
Aquel había sido el mejor cumpleaños de mi vida, je.
Mi papá era carpintero y el primer carro que manejé lo hizo, justamente, mi padre. Era de madera, muy tosco, rudimentario, incómodo, con pedales, un asiento pequeño, hecho con cartón y yo apenas cabía adentro. Ya tenía seis años y quería manejar un bólido e ir a gran velocidad por las veredas del parque, compitiendo con las golondrinas. Intenté sumergirme en la cabina pero me era imposible, -Es muy incómodo papá, no quepo-, le protesté porque tenía que estar con las rodillas pegadas a mi cara y no alcanzaba a tomar el timón ni manejar los pedales, ni siquiera podía mover los brazos. Era una ratonera. Mi padre no era buen carpintero, no calculó bien los espacios y por eso yo me sentía metida en una lata de sardinas, incluso apenas respiraba y me sentí apenada por tanto esfuerzo de papá en balde.
-Es que cada vez estás más grandota, hijita-, aceptó mi padre, empero, sin perder la calma, riendo tranquilamente, desarmando otra vez el carrito. Estuvo casi toda la noche martillando las tablas, acomodando y ajustando los pedales, charolando la madera y claveteando los cojines de cartón para sentirme cómoda y pudiera alucinarme uno de esos pilotos de la Fórmula Uno que tanto admiraba. El timón lo hizo con una rueda de un triciclo y hasta le amarró varias linternas para que hagan de luces, empero yo no cabía en ese bólido de madera y eso me desilusionaba mucho.
-¿Por qué mejor no le compras una casa de muñecas a tu hija? es lo que hacen todos los padres del barrio, tú tratas a Marcela como si fuera un ser extraterrestre-, renegó mi mamá, viendo a mi padre desarmando por enésima el carro de madera. -A Marcela le gusta mucho los bólidos de carrera-, me defendió mi papá. -Lo único que vas a conseguir es que se lastime-, porfió mamá, meneando la cabeza, disgustada.
En realidad el gusto por los carros, como bien suponen, fue por mi padre. A él le gustaba ver las carreras de Fórmula Uno, incluso soñaba en pilotear algún día uno de esos bólidos aerodinámicos, que rugen como leones en la pista, y que son capaces de romper la barrera del sonido. No se perdía ninguna competencia y a veces apostaba los resultados, aunque nunca ganó ni un centavo,.
Cuando mamá quedó embarazada de mí, él papá estaba convencido de que tendrían un niño y sin pensarlo dos veces ni midiendo posibilidades, compró un centenar de carritos de todo tamaño, incluso vehículos peluches y autos a control de remoto, y colmó la casa de armatostes de todos los modelos, en espera de su heredero. Meses después mamá se hizo la ecografía y el ginecólogo le anunció que esperaban una niña. Mi madre se molestó mucho con papá. -Has gastado una fortuna en carritos y tendrás una hija, debiste esperar los resultados, eres un gran tonto-, le reprochaba la siempre huraña de mi madre.
-Las chicas manejan carros también-, mi papá era muy orgulloso y no aceptaba que lo reprendieran, sin embargo. Fue tan terco, incluso, que compró más carros. Cuando yo llegué al mundo, entonces, mis juguetes eran los carritos.
A mí me gustaban pese los reniegos de mi madre. Me entretenía largas horas haciéndolos rodar y en el colegio los dibujaba en mi cuaderno, incluso me imaginaba conduciéndolos, participando en las mejores carreras del mundo, desafiando la velocidad.
Mis amigas decían que yo estaba loca y que me faltaba un tornillo pero eso me daba más ínfulas para, algún día, cristalizar mis anhelos y lograr mis sueños de competir en la Fórmula Uno.
-¿Por qué tú no tienes carro, papá?-, le pregunté una tarde cuando iba paseando por el parque jalando de una larga cuerda mi carrito preferido, un aerodinámico rojo que al rodar iba entonando canciones de moda. Yo lo llevaba sujeto como si fuera un perrito. Mi padre me miró con tristeza. -No alcanza el dinero, hijita-, aceptó él dolido. Eso era cierto. Lo que ganaba él como carpintero era exiguo. Mi madre ayudaba con costuras que hacía a destajo. Por eso, estoy segura, no tuvieron más hijos. Yo acaparaba todas sus atenciones.
-Cuando sea grande y una exitosa profesional te compraré un carro, papá-, le decía alzando mi naricita, haciendo brillar mis ojitos. Mi padre reía encantado. -Sé que lo harás mi hijita-, decía emocionado mientras íbamos por los empedrados y yo le seguía jalando orgullosa mi carrito.
Mi padre arregló el auto de madera y por fin pude sentarme. Seguía siendo muy tosco, cuadrado, igualito a un tractor, tenía pedales que accionaban las cadenas para que las ruedas puedan girar. Emocionada fui a dar una vuelta por el parque subida a mi carrito y los chicos se reían viéndome afanosa, haciendo mucho esfuerzo para que esa cosa pudiera moverse. Se mofaban y me hacían sorna. -¡¡¡Bota esa porquería!!!-, decían, pero eso me daba más coraje. No les hacía caso y me empecinaba más y más para poder mover el armatoste hasta que al fin, empecé a dominarlo y a correr muy rápido por las veredas, los empedrados, incluso en los pastos. El autito de madera de papá estaba mal hecho sin embargo resultaba práctico, ligero, tenía frenos y hasta mi padre le puso un cornetín que hacía de claxon. Los muchachos entonces quedaron boquiabiertos viendo mi pericia en el timón, una rueda de triciclo que funcionaba muy bien. Después que di la vuelta a todo el perímetro, haciendo un supremo esfuerzo, pedaleando con energía, llegué donde mi papá y me lancé emocionada en sus brazos. -¡¡¡¡Qué lindo carro, papá!!!-, empecé a llorar alborozada y mi padre sonrió bajo sus mostachos gruesos que alfombraban su boca.
-Sabía que podrías hija-, me dijo cargándome sobre sus hombros. Luego escribió algo en una hoja de papel y lo metió dentro del carro, en el cajón que simulaba de motor.
-Cuando ya seas grande, hija, leerás esa hojita y te llevarás una gran sorpresa-, me aseguró. Esa frase se me quedó impresa en mi cabeza como una impronta que jamás pude olvidar.
Todos los chicos del barrio tenían bicicletas y se la pasaban dando vueltas por el parque, compitiendo entre ellos, riéndose, haciendo malabares, toda suerte de evoluciones y corriendo a gran velocidad por las pistas, desafiando a los carros, riendo y pasándola bien. A mí no me gustaban. Yo quería manejar un bólido de carrera y emular a los grandes pilotos que veía en la televisión. Las chicas se burlaban de mí cuando les hablaba de ir a toda velocidad por las pistas, pulverizando la barrera del sonido. -Tú nunca podrás ser una campeona-, me decían riéndose de mis sueños e ilusiones.
Los muchachos del barrio hacían competencias de ciclismo todos los domingos en el parque. Apostaban la inscripción para correr. La chica o el chico que ganaba se llevaba una buena suma porque solían apuntarse entre treinta y cuarenta pedaleros. La pasaban de maravillas, compitiendo pero a mí no me llamaba la atención, como les digo. Prefería quedarme en casa, viendo en la televisión las carreras de autos abrazada a mi padre.
Estaba tan obsesionada con el automovilismo que dibujaba con mucho cuidado, sin descuidar detalle alguno, usando lápices y colores, carritos de carrera en mis cuadernos del colegio. En los recreos leía en mi móvil sobre los resultados de los grandes premio y me la pasaba viendo, embobada, los videos de las competencias mientras mis compañeros hablaban de las carreras de bicicleta y se desafiaban unos a otros.
-Antes de manejar un bólido, primero debes aprender a manejar bicicleta. Es como los bebés. Primero gatean y después caminan-, me dijo el profesor de matemáticas cuando me sorprendió dibujando con mucho cuidado un carro de carrera.
-Yo quiero ser piloto-, le confesé azorada. La bicicleta no me llamaba la atención porque no rugía ni lanzaba fuego por un tubo de escape ni chirriaba las llantas.
-Pero es un primer paso, señorita Smith, dominar la velocidad requiere ir de a pocos, es igual que las matemáticas. Primero aprendes a sumar, luego a multiplicar y finalmente a resolver fórmulas-, me dijo, dejándome boquiabierta.
Papá tenía una bicicleta antigua arrumada en la cochera, enmohecida incluso y sin cadenas. Mi padre me daba bastantes propinas cuando sacaba buenas notas y yo siempre obtenía excelentes calificaciones, así es que contaba con un dinerito suficiente para arreglar la bicicleta de papá. Lo llevé donde un mecánico. -Uy, preciosa, ¿dónde sacaste eso? ¿de un museo?-, estalló el mecánico en risas.
-Es de mi padre-, estaba yo azorada.
-Te lo voy a modernizar, ponerle cambios, hacerlo más aerodinámico, pero te va a costar-, me dijo sin dejar de reírse.
Una semana después y luego de darme muchos coscorrones queriendo aprender a manejar la bicicleta, por fin logré dominarla e iba y venía por el parque, disfrutando del aire acariciando mis mejillas, pedaleando con mucho estilo, bien sujeta a los manubrios y sacándole provecho a los cambios que le había puesto el mecánico.
Estuve casi un mes entrenando y entrenando, dominado la bici hasta que me convertí en una experta.
Entonces, ese domingo participé en la carrera de bicicletas. Todos los muchachos voltearon a verme sorprendidos y anonadadas, admirados de mi bicicleta, viéndome con mi casco, coderas y rodillas, dispuesta a ganar. -Somos mejores que tú, Marcela. mejor vuelve a tu casa, vas a quedar última-, me dijo uno de ellos y los otros rieron a todo pulmón. Yo no le hice caso, al contrario alcé mi naricita, pagué mi inscripción y me puse en la línea de partida, lista para dar pelea por el jugoso premio.
Un chico obeso era el juez y era también la caja de las apuestas. Él recolectaba los pagos para participar y se lo daba al que resultara primero, también daba la partida y certificaba, en la llegada, al ganador. Después que vio que todos estábamos en línea, listos para partir, se subió con mucha dificultad a un muro y agitando su pañuelo blanco con el que se sonaba los moquitos, gritó a todo pulmón, ¡¡¡¡yaaaaaa!!!!, iniciándose la gran carrera en el parque.
En efecto los otros chicos eran duchos y pedaleaban perfectos, pero yo había entrenado bastante, sufrí un millón de raspaduras en codos y rodillas, me golpeé otras tantas veces que me volví un as del deporte de la dos ruedas. Rápidamente los fui superando y me puse en primer lugar.
El chico ese que me dijo que me volviera ala casa y que no iba a ganar, viéndome adelante del pelotón, me empujó y me tumbó. Caí aparatosamente, y me volví a golpear lastimándome los codos. Todos los otros chicos rieron y siguieron de largo. Ninguno se detuvo a ayudarme
En condiciones normales me hubiera puesto a llorar, pero tenía tanto coraje de que me hayan empujado, que me levanté de prisa y volví a subir a la bicicleta y reanudé la carrera, ésta vez más impetuosa que antes, pedaleando con mucha fuerza, corriendo con tanta ira, que no solo recuperé las distancias, sino que pasé de largo a los otros chicos, incluso al que me empujó, y convertida en un rayo, los dejé atrás, muy atrás, y gané la carrera con una ventaja considerable.
Me puse a saltar contenta y a bailar que ni cuenta me daba que tenía las rodillas ensangrentadas y los codos raspados, Pero yo no tenia dolor, solo quería bailar y bailar, muy sexy y sensual, a despecho de mis cortos diez añitos, moviendo las caderas, lazando mis pelos al aire, haciendo eles con mis manos, mientras los otros chicos refunfuñaban, vociferaban y estaban furiosos por haberles ganado, con tanta ventaja y recuperándome después de haberme caído tan aparatosamente.
-¿Viste, Marcela? primero se gatea, luego se camina-, escuché de pronto, la voz del profesor de matemática. Él había visto la carrera. Me volví con mi carita de duchada de sudor y pintada de fiesta por mi gran triunfo. El maestro pasó la magna por mi frente. -Estoy seguro, Marcela, que, con ese temple que tienes, serás la campeona del mundo de Fórmula Uno-, me dijo riéndose.
Esa experiencia en el parque marcó definitivamente mi vida.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play