(Naia)
El silencio de la casa era más abrumador que el llanto. A veces me preguntaba si los muertos podían llevarse los sonidos consigo, si su partida dejaba una grieta invisible por donde se escurría todo lo que antes parecía tener sentido.
Papá se había ido dos noches atrás. Su respiración, cada vez más débil, se fue apagando como una vela olvidada en medio de la lluvia. Yo no lloré de inmediato. Me quedé sentada a su lado, en la mecedora, con los dedos entrelazados a los suyos, deseando que el tiempo retrocediera. Sabíamos que pasaría, pero no esperaba que fuera tan pronto, tan de repente.
Llevábamos solos años. Nunca habló mucho de mi madre. Solo decía que había cosas que una hija no necesitaba saber y que algunas ausencias eran bendiciones. Yo aprendí a no preguntar. A aceptar. Y fui feliz.
Estaba sola en la cocina cuando escuché el timbre. El sonido me sobresaltó, rompiendo la atmósfera densa como si alguien hubiese lanzado una piedra contra el cristal del duelo. Me asomé por la ventana y sentí que mi corazón se detenía por un segundo.
Ella estaba ahí. La mujer de los retratos que mi padre había guardado, pero que igual yo había visto, la que me había dado la vida y luego se había evaporado como un sueño mal contado. Alta, elegante, vestida de negro, como si hubiese estado en el funeral al que no fue invitada. Su cabello oscuro caía como una sombra sobre sus hombros, y sus ojos —mis ojos— parecían tener el poder de ver más allá de la carne.
Abrí la puerta casi por inercia.
—Naia —dijo, y su voz fue un susurro que arrastraba años de distancia.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
Aún no sé por qué no cerré la puerta. Tal vez fue la necesidad absurda de entender, o simplemente la curiosidad de ver si aún dolía verla.
—Supe lo de tu padre. Vine tan pronto como pude.
Sabía que era mentira. Pero no la interrumpí.
Se movía con una gracia extraña por la casa, como si aún la conociera, como si el tiempo no hubiese cambiado las paredes, los rincones, las ausencias.
—Sé que esto es difícil para tí —dijo al sentarse frente a mí, con la tetera en la mano —¿Te preparo algo caliente? Eso siempre ayuda.
Yo no tenía fuerzas para discutir. Asentí, con una especie de resignación suave. Observé cómo hervía el agua, cómo agregaba hierbas de un pequeño frasco que sacó de su bolso. El aroma era intenso, dulce, con un fondo amargo.
—¿Qué es? —pregunté.
—Una infusión familiar. Te va a calmar.
La taza temblaba entre mis dedos, pero bebí. Quería calmarme. Quería que todo dejara de doler, aunque solo fuera por un momento. El primer sorbo fue cálido, reconfortante. El segundo, un poco más espeso. En el tercero, el sabor cambió, tornándose metálico, como si masticara el recuerdo de algo que no entendía.
—Me… me siento rara.—susurré.
—Shhh… Tranquila. Todo va a estar bien, mi niña.
Su voz era una nana venenosa. Quise levantarme, pero las piernas no me respondieron. Los párpados me pesaban. Y de pronto la habitación comenzó a girar.
—¿Qué es lo que pas…?
Sus brazos me sostuvieron cuando me desplomé. Alcancé a ver su rostro por última vez, tan cerca del mío y oí su voz en la lejanía.
—Perdoname, Naia… Pero esto ya estaba escrito desde hace mucho tiempo.
Oscuridad.
Un frío intenso me despertó.
No era el frío de una noche invernal, sino uno más profundo, húmedo, como el que se cuela entre los huesos. Abrí los ojos con lentitud, parpadeando contra la oscuridad. Mi cabeza latía como si hubiese recibido un golpe, y mi cuerpo entero se sentía entumecido.
Estaba acostada en el suelo, sobre piedras húmedas. Las paredes que me rodeaban eran de roca, cubiertas de musgo. No había ventanas, solo una pequeña abertura en la parte superior por donde se filtraba algo de luz azulada, parecía irreal.
Me senté con esfuerzo, los brazos me temblaban. El vestido que llevaba puesto la noche anterior estaba sucio, rasgado. Tenía marcas en los tobillos. ¿Habían sido grilletes?
—Hola… —susurré, apenas, con mi voz ronca por la sequedad.
Nadie respondió.
Me levanté con dificultad y avancé unos pasos. El calabozo estaba dividido por rejas que daban a otras celdas. La mayoría vacías. Pero no todas.
En la penumbra, pude distinguir una figura acurrucada en una esquina.
—¿Hay alguien ahí? —intenté otra vez, más fuerte.
La figura se removió. Era un hombre, joven, parecía sucio, demacrado. Sus ojos se clavaron en los míos con una mezcla de pena y resignación.
—Otra más… —murmuró.
—¿Dónde estamos?
—El Reino de los Vampiros —dijo sin emoción— Más exactamente… en el castillo de un Conde.
—¿Un conde? ¿El Reino de los vampiros? —indagar, intentando salir de mi asombro.
—Así es, niña —dijo el hombre acercándose más hacia una pequeña ráfaga de luz, y al verlo me estremecí. Sus brazos tenían marcas, parecía que lo habían picado con agujas.
Sentí que el estómago se me encogía. Un cosquilleo de miedo recorrió mi espina.
—¿Mi madre?
—¿Hablas de la mujer de cabello negro? —indagó, afirmé con un movimiento de mi cabeza.
—Te dejó aquí y se fue. Pero te aconsejo que te olvides de ella. Aquí solo existen los tratos que hacen con sangre.
Me alejé de las rejas como si me hubieran golpeado. Me senté en el suelo, abrazándome. Todo mi cuerpo temblaba.
Entonces escuché algo más. Pasos. Pesados. Lentos. La puerta al final del pasillo se abrió con un chirrido fuerte, antiguo. Un grupo de personas entró. Uno de ellos vestía una túnica roja, tenía el rostro pálido como la cera. Sus ojos, rojos como brasas apagadas, me recorrieron con detenimiento.
—Así que esta es la nueva joya —dijo.
Las cadenas tintinearon cuando se acercó a la celda. Su mano se posó en la reja, y sentí que el aire se volvía más denso.
—El Conde tiene grandes planes para ti, pequeña. Según tu madre eres muy especial ¿Lo sabías?
Negué con la cabeza, sin comprender.
—Pues pronto lo averiguaras...
Mi cuerpo se estremeció. Quise gritar, pero mi voz se rompió en silencio.
—No te resistas. No luches. Eso solo hace las cosas más… deliciosas.—dijo otro de los sujetos.
Se marcharon sin más. Solo me dejaron con el eco de su amenaza y la certeza de que mi vida ya no era mía.
Me arrastré hacia un rincón, deseando desaparecer. Pero en vez de lágrimas, lo único que sentí fue una furia que ardía en el pecho.
Furia… y miedo.
Un susurro llegó desde la celda vecina.
—No importa lo que pase, no llores. Si escuchan que estás despierta, vendrán más rápido por tí.
Era la voz del hombre otra vez. Suave. Solidaria.
Me tapé la boca conteniendo mía sollozos. Cerré los ojos.
Y en mi mente, solo una frase resonaba como un rugido:
Mi madre me había vendido.
No sé en qué momento me quedé dormida. Cuando abrí los ojos todo seguía oscuro. Miré al tipo en la celda de al lado.
—¿Qué hora es?
—Probablemente sea de día —respondió él —mientras qué estemos aquí no lo sabremos.
—¿Dónde estamos?
—No tengo certeza de eso, solamente puedo decirte que ya no estamos dónde hay personas cómo nosotros.
—¿Cómo así? —pregunté, y Leroy —ese era su nombre—. Comenzó a relatarme cómo terminó en el mismo lugar que yo, al parecer había hecho enojar a las personas incorrectas y ahora debía pagar con su sangre por las ofensas que había cometido.
No entendí exactamente a que se refería, pero me limité a seguir pensando que todo era un muy mal sueño.
Después de mi charla con Leroy, volví a cerrar los ojos y me quedé nuevamente dormida.
—Despierta, despierta —escuché que Leroy murmuraba, abrí los ojos —Si te encuentran dormida pueden aprovecharse de tí.
Lo miré sin comprender, pero tuve miedo. Aún estoy procesando la idea de que no estoy en casa, y no tengo la más remota idea de donde estoy.
Es probable que todo esto sea un sueño, pero uno del que ya quisiera despertar.
Al parecer es un nuevo día, aunque no hubo sol que lo anunciara ni canto de aves. Solo el sonido áspero de cerrojos deslizándose, y el crujido seco de la puerta al abrirse.
Dos tipos altos vestidos con ropajes oscuros entraron de repente, sus rostros se veían pálidos como mármol, sus ojos como el hielo: vacíos de compasión.
—La chica —dijo uno de ellos, señalándome.
Retrocedí hasta que la espalda chocó con la pared húmeda. No intenté resistirme. Tenía el cuerpo entumecido, y el alma, más cansada aún. Me arrastraron fuera de la celda, sujetándome con una fuerza cruel, como si temieran que me disolviera entre sus dedos.
—¿Adónde me llevan?
No respondieron. Solo caminaban, sus pasos silenciosos en los pasillos de piedra. La arquitectura era antigua, gótica, con arcos de medio punto, tapices rotos y antorchas encendidas con llamas azules. Parecía un castillo sacado de una pesadilla.
Me condujeron por un corredor estrecho, hasta detenerse frente a una gran puerta de hierro. Uno de ellos la empujó con dificultad. El sonido fue como un lamento metálico.
Dentro, todo olía a muerte. Y a algo peor. Desesperanza.
El cuarto era frío, estéril. Había una especie de camilla en el centro, con grilletes en los extremos. Instrumentos quirúrgicos descansaban sobre una bandeja: cuchillas finas, tubos de cristal, frascos marcados con símbolos que no comprendía. El aire vibraba con una energía densa.
Estaba por preguntar qué era ese lugar, cuando una figura entró por una puerta lateral.
Y el tiempo pareció detenerse.
No porque sintiera alivio, ni esperanza. Fue otra cosa.
El hombre que apareció era joven, guapo, muy guapo. De no más de treinta años. Alto, de hombros amplios y porte principesco. Su cabello era oscuro, lo llevaba peinado hacia atrás, con un mechón rebelde cayendo sobre la frente. Su piel era inmaculada, pálida como el mármol tallado. Y sus ojos... sus ojos eran lo más peligroso de todo. De un gris azulado tan intenso que parecían cortar.
—Retírense —ordenó con voz grave y sedosa.
Los sujetos se inclinaron y salieron.
Quedamos solos.
Él me observó en silencio por unos instantes, como si intentara descifrarme. Como si yo fuera una pieza curiosa en su colección.
—Así que tú eres la hija de Althea —dijo por fin, caminando en círculo a mi alrededor —Ella me prometió algo valioso, pero no pensé que fueras tan… fascinante.
Su mirada se deslizaba por mi cuerpo sin pudor, evaluándome como si midiera una copa de cristal antes de usarla. No era algo sexual. Era algo peor: posesivo. Parecía un cazador que acababa de encontrar su presa perfecta.
—¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? —pregunté. Él sonrió de lado, no respondió por un buen tiempo.
—Stalhome —dijo al cabo de unos minutos. —Ciudad de vampiros.
Mis ojos se ensancharon, y solté una carcajada que retumbó en toda la habitación.
—¡No me jodas! —solté, el tipo me sostuvo la mirada, se me acercó y tocó mi mejilla. Su mano estaba fría como el hielo, de repente comenzó a sentirse más calida. Observé sus ojos y estos cambiaron a un negro profundo.
—¿Cómo te llamas?
—Naia —respondí, firme, aunque sentía las piernas flaquear.
Él sonrió, y esa sonrisa se sintió cómo una hoja afilada.
—Naia... Soy el conde Vaelric. Y desde ahora, tu sangre me pertenece.
Tragué saliva. El nombre era antiguo, como de leyenda. Y en sus labios, sonaba como una sentencia. Me pregunté si quizás el tipo estaba loco, o de verdad esto era lo que él decía.
—Sube a la mesa. —ordenó.
No me moví. Sus ojos se oscurecieron aún más.
—Lo haces tú, o lo harán ellos por tí —añadió, señalando la puerta con la cabeza.
Subí. El frío de la piedra me recorrió la espalda al acostarme. No sabía si estaba temblando por miedo, por rabia no por la incertidumbre de no entender nada. Quizás todas ellas.
Vaelric se acercó y ató las correas de los grilletes con una precisión inquietante. Su rostro, era tan hermoso que parecía hipnotizar, pero no mostraba emoción alguna.
—No voy a usar ningún encantamiento para adormecerte. No te lo merecés aún —murmuró mientras preparaba tubos y unas pequeñas cuchillas.
—¿Qué vas a hacer con eso?
—Ya lo verás...
—Creo que no estoy interesada en averiguarlo —dije —Eso puede doler mucho...
—Seguramente. Pero donde hay sufrimiento, también hay revelación. —Sonrió, como si citara un poema —Quiero ver cuánto puedes soportar.
No lo vi venir, pero de pronto...
El primer corte fue en la parte interna del brazo. No grité. Solo mordí mi labio inferior hasta sentir el sabor metálico de mi propia sangre. Él miró cómo el líquido rojo se deslizaba por un fino canal hacia el frasco de cristal.
—¿No vas a llorar? —preguntó.
Negué con la cabeza, mordiéndome por dentro para no soltar ni un quejido. Si quería verme llorar, no iba a darle ese placer.
Hizo un segundo corte, esta vez en la parte superior de uno de mis muslos. La sangre fluía más abundante, entonces entendí que no estaba dentro de ningún sueño. El dolor era agudo, pero no peor que la traición de mi madre. Nada podría ser peor que eso.
—Curioso… —musitó —No eres como los otros. Ellos suplican y lloran. Tú no.
Me obligué a mirarlo a los ojos.
—No te voy a dar lo que quieres —dije, jadeante —No voy a romperme.
El tipo se quedó inmóvil un instante, como si esa declaración lo hubiese afectado. Su expresión cambió. No sonrió. Pero sus ojos se volvieron más oscuros. Más intensos.
—Quizá tenga otros planes para ti —susurró, y limpió la sangre de mi brazo con una tela blanca.
Sus dedos se movían con una suavidad desconcertante. Casi... cuidadosos. No encajaban con la crueldad que había mostrado un minuto antes.
—Tu sangre es fuerte. Vibrante. Late diferente —continuó —Lo puedo sentir.
—No me importa lo que sientas.
—Mientes muy mal —dijo él con una media sonrisa, mientras pasaba un dedo manchado de sangre por mis labios.
Me estremecí. De asco. De rabia. Pero no lloré. No le di ni una sola lágrima.
Cuando terminó de recolectar lo que parecía ser suficiente para él, soltó los grilletes con una lentitud que me hizo estremecer. Me ayudó a sentarme, y yo me aparté de inmediato.
—Desde ahora vas a quedarte en el Ala Norte. En mi torre personal. Vas a tener una habitación limpia, comida, ropa… y guardias, por supuesto.
—¿Por qué?
—Porque quiero observarte. Quiero entender por qué no te quiebras. —Se inclinó hacia mí — Y porque creo que podrías serme útil...Muy útil.
Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Justo antes de salir, se detuvo.
—¡Ah!, y una cosa más, Naia…
Me obligué a levantar la vista.
—No intentes nada extraño. Me arruinarías una inversión muy prometedora.
Y luego desapareció tras la puerta, dejándome con el cuerpo herido, la dignidad intacta… y una semilla de odio que, en lugar de matarme, empezó a dar raíces.
Los mismo sujetos que me trajeron hasta aquí entraron y uno de ellos intentó cargarme cómo a una princesa, cómo pude se lo impedí y comencé a caminar detrás del otro sujeto.
Minutos más tarde estaba en otra habitación, era hermosa. En otro contexto, habría dicho que era un sueño.
Aunque un poco tétrico.
Tenía cortinas de terciopelo negro, ventanales cubiertos con vitrales de tonos oscuros que filtraban la luz de una luna perpetua. Alfombras gruesas, un tocador con cepillos de marfil, una cama enorme con sábanas bordadas en hilo de plata. Todo olía a lavanda, incienso y decadencia.
Pero no era libertad. Era una jaula. Lujosa, limpia… y cerrada.
No podía abrir las ventanas. La puerta solo se abría desde afuera. Dos de esos hombres montaban guardia en el pasillo: uno mudo, el otro con una sonrisa que helaba la sangre. El segundo parecía disfrutar verme encerrada, como un niño frente a un insecto bajo un vaso de cristal.
Esa noche dormí poco, y supongo que ya de mañana, vinieron por mí. Me llevaron nuevamente a la habitación dónde estuve antes y volvieron a cortar mis antes brazos para extraer sangre. Sintiéndome débil me volvieron a dejar en "mí habitación"
Ese día no hablé. El segundo, tampoco. Cuando me sentía recuperada luego después de que me sacaran sangre me limitaba a caminar de un extremo a otro del cuarto, contando los pasos. El tercero intenté mover uno de los vitrales. No se rompía.
Uno de los guardias me había advertido que los cristales estaban encantados, no lo creí. Pero después de mí intento...
El cuarto día llegaron ellas.
Entraron sin llamar. Cuatro mujeres altas, etéreas, bellas como si hubieran sido talladas por escultores celestiales… pero con ojos que no conocían la piedad. Sus vestidos eran negros, ceñidos, con detalles de encaje. Una de ellas, la que parecía la mayor, tenía el cabello blanco como la sal. Me miró como si oliera algo podrido.
—Así que tú eres la humana —dijo con desdén —La nueva mascota del conde.
No respondí.
Otra, de ojos ámbar, rió por lo bajo.
—Es más delgada de lo que imaginaba. No entiendo que le vio él.
La tercera se acercó, caminando con la gracia de un felino y me olió el cabello.
—Huele… diferente. No como las otras. Hay algo más.
—Claro que hay algo más —dijo la cuarta —Por eso Vaelric la eligió. Pero eso no la hace especial. Solo… peligrosa.
—¿Y qué pasa cuando algo es peligroso? —preguntó la del cabello blanco.
—Se rompe —respondieron las otras al unísono.
Fingí que no me afectaba. No les mostraría debilidad. No a ellas.
—¿Ya terminamos? —pregunté con la voz seca, sin levantar la mirada.
Hubo un silencio tenso. Luego, risas.
—Vaelric se va a aburrir de ti. Siempre lo hace. Solo que esta vez… tardará un poco más.
Se fueron sin decir adiós. Dejaron la puerta abierta solo para que los guardias me vieran temblar.
Pero no lo hice.
Los días pasaban como en un bucle.
Me buscaban para extraer mí sangre, yo no lloraba, no mostraba lo que sentía, me traían comida —extrañamente buena, aunque sin alma—, libros extraños, y ropas que no pedía. Todo era hermoso, pero impuesto. Como una ofrenda a una cautiva que no sabe su valor… o un sacrificio disfrazado de princesa.
El conde no apareció en los primeros tres días. Pero su presencia estaba en todo. En las flores negras de los jarrones. En los espejos que no devolvían su imagen. En las sombras que se alargaban con cada noche.
Y cuando al fin vino, no fue con violencia.
Entró como si todo fuera un cuento de hadas y él, su dueño absoluto. Vestía de negro, con una capa larga que se arrastraba tras sus pasos.
Me encontró sentada junto al fuego, mirando las llamas sin verlas.
—¿Estás cómoda? —preguntó, como si yo fuera una invitada.
—Estoy encerrada —respondí sin mirarlo.
—El confort no siempre implica libertad —replicó, sentándose frente a mí —A veces la jaula más cómoda es la que menos se percibe.
Lo miré entonces. Él me devolvió la mirada con una intensidad que me incomodaba. Como si intentara leerme por dentro.
—¿Por qué no gritas cuando te sacan sangre? ¿Por qué no lloras como los demás?
—¿Te molesta que no suplique?
—Al contrario. Me intriga.
Se acercó un poco más. Pude sentir el aroma de su piel: madera, tierra húmeda y algo más oscuro.
—Eres diferente, Naia. Lo supe desde el primer momento en el que te vi. Tu madre me vendió una joya sin saber lo que tenía en las manos.
—No soy tu joya —dije en voz baja —No soy de nadie.
—Eso está por verse.
Nos quedamos en silencio por varios segundos. Luego se levantó.
—He dispuesto que te trasladen a otra habitación. Una más… personal.
—¿Por qué?
—Porque quiero verte más de cerca. Y porque si sigues resistiendo, voy a tener que decidir si eso me fascina o me enfurece.
Caminó hacia la puerta y, justo antes de irse, dijo:
—No intentes escapar. No hay lugar donde puedas esconderte que yo no alcance.
La nueva habitación era más pequeña, pero aún más lujosa. Tenía un balcón desde donde podía ver los tejados del castillo, la bruma perpetua del bosque, y un lago oscuro como el aceite. Las paredes estaban cubiertas de libros en lenguas que no conocía. Y había una bañera antigua, tallada en piedra blanca, llena de sales perfumadas.
El vestido que me habían dejado sobre la cama era rojo. Demasiado ajustado. Demasiado transparente. Lo dejé a un lado y me envolví en una manta.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando escuché el ruido suave de la puerta abrirse. Me preparé para otra de esas mujeres arrogantes… pero lo que encontré fue distinto.
Era una chica. Parecía más joven que las otras. Sus ojos eran de un azul pálido, casi gris. Su piel tenía un tono más cálido, menos pálido que el resto. Su cabello rubio estaba trenzado y caía sobre un hombro. Vestía como sirvienta, pero no caminaba como una.
—No tienes que levantarte —dijo en voz baja —Solo vengo a traerte esto.
Depositó una bandeja con comida sobre la mesa. Antes de irse, se detuvo.
—¿Cómo te llamas?
—Naia.
—Te vi el día que llegaste. Pensé que no durarías.
—Yo también.
Ella bajó la mirada.
—Mi nombre es Iriel. Si necesitas algo… algo que no deban saber… espera a la noche y golpea tres veces la pared norte. Solo tres.
Me quedé mirándola, dudando. ¿Sería una trampa?
Pero su voz era distinta.
—¿Por qué me ayudarías?
Ella dudó un segundo. Luego murmuró:
—Porque hace mucho tiempo… yo también era como tú.
—¿Una prisionera?
—Una humana.—respondió y se fue, cerrando la puerta sin hacer ruido.
Aquella noche no dormí, las palabras de Iriel quedaron dando vueltas en mí cabeza. Me senté frente al balcón observando cómo la bruma se deslizaba entre las torres del castillo como un susurro de advertencia.
Los días siguieron pasando.
El conde no me tocaba. Aún. Pero su obsesión crecía, eso era evidente. Lo notaba en la manera en que me observaba, en el modo en que los demás lo miraban hablar de mí. Como si ya no fuera sangre lo que buscaba… sino algo más. Algo que ni siquiera él entendía todavía.
Las mujeres, que Iriel me dijo eran vampiros, me odiaban. Y yo, entre todos, empezaba a trazar un mapa. Un mapa mental de salidas, de gestos, de debilidades.
Iriel era la primera grieta en el muro.
Apreté la manta contra mi cuerpo y me juré que saldría viva de este infierno.
No sabía cómo. No sabía cuándo.
Pero me iría.
Y si tenía suerte… lo haría arder por dentro antes de escapar.
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